Espero que estén leyendo esto la mañana del sábado 23. Me gusta creer que lo que escribo acompaña y más si es después de un día de “Feliz Navidad, nos vemos a la vuelta” con los compañeros de trabajo y un día antes de ponerse con las cosas de Nochebuena.

Les diré que yo soy de espíritu luterano y muy de Dickens. Ambos, el de Eisleben y el de Landport, creo que son de los pocos revolucionarios de verdad que hemos conocido a lo largo de la historia, pero eso merece una tribuna aparte para cada uno. El caso es que empapado de esas influencias les diré que, para mí, la Navidad son el 24 y el 25. Lo demás es estirar el chicle.

El problema de estirar ese chicle es que los dos días importantes se convierten en dos días cualquiera al inicio de tres semanas.

El pensar que siempre hay un día similar mañana, en vez de aprovechar el de hoy, es uno de esos problemas que ha venido sufriendo la humanidad en forma de lo que se llama sesgo. Un sesgo es una de esas racionalizaciones que utilizamos para mentirnos a nosotros mismos con el fin de autoconvencernos de algo y, de paso, tranquilizar nuestras conciencias.

Otro sesgo que tener en cuenta es el “sesgo del presente”. Lo hacemos asumiendo tareas pequeñas, pensando que siempre hay tiempo para las grandes y queriendo encontrar una recompensa inmediata, en vez de invertir en el futuro.

El nivel “perverso” se da cuando, encima, uno se convence de que las “tareítas” fáciles e inmediatas de hoy también valen para construir un mañana mejor. La política está llena de esto, no importa en qué segmento de la sociedad o grupo ideológico se encuentre uno

El nivel “perverso” se da cuando, encima, uno se convence de que las “tareítas” fáciles e inmediatas de hoy también valen para construir un mañana mejor y… rara vez es así. Tan rara vez que, si se da, es coincidencia, no método.

Como ya habrán intuido, la política está llena de esto, no importa en qué segmento de la sociedad o grupo ideológico se encuentre uno. Da igual si eres el decisor de la política o el que vota al que aspira a decidir. Se suele percibir mejor una medida a corto que me satisfaga hoy y aunque sea perjudicial a futuro, que una que me suponga cierto esfuerzo hoy, pero me garantice un mejor futuro.

Lo digo porque, cada cierto tiempo, cuando siento la actualidad está llena de esas “tareítas”, me paro a leer a los clásicos. Me refiero a aquellos clásicos que tenían las ideas claras como para diseñar un proyecto de país, especialmente los que reúnen dos condiciones: (1) creen en la democracia y (2) el intento les salió bien.

En esto tengo tres campeones que, como en una trinidad, se unen en una sola persona: John Jay (primer Chief Justice del Tribunal Supremo de los EE.UU.), Alexander Hamilton (primer Secretario del Tesoro) y James Madison (4º Presidente) que firmaron los “The Federalist Papers” bajo un único seudónimo, Publius.

No les quiero aburrir, pero esta obra es una explicación extensa de los “por qué’s” de un documento muy breve: la Constitución de los Estados Unidos.

Resulta que, en uno de los artículos que conforman la obra, Publius (en su forma humana como Madison) enuncia la siguiente frase: “La acumulación de todos los poderes, legislativo, ejecutivo y judicial, en las mismas manos, ya sea de uno, de unos pocos o de muchos, y ya sea hereditario, autoproclamado o electivo, puede con justicia ser pronunciada como la definición misma de tiranía.”

Tiranía, nada menos. Tiranía por la concentración de poderes, incluso aunque la legitimidad de gobierno te lo hayan dado unas urnas.

Como diría Mafalda “modernos estos antiguos” que ya a finales del siglo XVIII tenían claro qué había dado al traste con muchas civilizaciones y naciones punteras.

Pero sus advertencias no terminaron ahí. Años después, otro juez del Tribunal Supremo, Antonin Scalia (sí, el paradigma del textualismo y, por ello, denostado por mucho woke como “fascista”, que parezca que regalen los calificativos) afirmaba que “¿no es cierto que cada dictador del mundo tiene una declaración de derechos?” [Incluso la declaración de derechos de la URSS, sobre el papel,] “era maravillosa; era mejor que la nuestra.”

Viene a decir que los derechos que recoge la Constitución, cualquier constitución, no son nada si les falta un elemento fundamental.  Prosigue Scalia: “lo más importante es la estructura de nuestro gobierno, la separación de poderes que está incorporada en la Constitución de los Estados Unidos”.

Ahí lo tienen: la mayor garantía en la defensa de los derechos y libertades no es tenerlos escritos, por muy bonita que sea la caligrafía y aún más el encuadernado del texto. La única garantía, es que los distintos poderes se controlen entre ellos para verificar que esos derechos se respetan.

Un derecho no es real si no hay una garantía de libertad; la libertad llega porque nadie acumula todo el poder y porque los poderes están claramente separados; la libertad llega porque actúan con independencia; porque siempre hay un poder con autoridad e independencia para evitar el abuso de otro y esto se consigue mediante mecanismos de control mutuo, no a través de un control único.

Que todo el poder se acumule en un solo órgano, por muy electo que sea, no garantiza mayor libertad ni mayores derechos. Lo único que garantiza, como decía Publius, es la tiranía.

Espero que estén leyendo esto la mañana del sábado 23. Me gusta creer que lo que escribo acompaña y más si es después de un día de “Feliz Navidad, nos vemos a la vuelta” con los compañeros de trabajo y un día antes de ponerse con las cosas de Nochebuena.

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