Ya tenemos otro Prestige, o sea otro desastre desangrándose o eviscerándose frente a las costas de Galicia, como un cachalote herido, y con el que los paisanos harán cuadrillas de limpieza y duelo y los políticos harán guerra. Galicia da catástrofes que en principio parecen menudas y artesanales, un hilo de petróleo como un pincel de acuarela mojado en el mar, o estos pellets de plástico entre la arena y las conchas, como perlas falsas de acuario. Pero luego estos desastres enseguida se revelan como verdaderos eventos de extinción planetaria o extinción de gobiernos, tras los que los ministros, o toda la raza de ministros, o toda la raza humana, o toda la biosfera, pueden desaparecer o quedar en un fósil de trilobite. Ahí se quedó ya para siempre, por ejemplo, Rajoy, en su traje de piedra y quitina de registrador. Estos desastres siempre empiezan lejos y minúsculos, y esto es todavía más cierto para los políticos, para los que todos los desastres son primero lejanos, pequeños o anecdóticos, y luego inevitables o excusables. El último Prestige, y mucho más gordo que el Prestige, fue el bicho. A lo mejor pronto nos comemos los pellets, que nos parecerán perlas de tapioca si así nos lo dice Sánchez.

Nadie sabía qué era eso de los pellets, algo así como el huevito de anfibio del que nacen todos los plásticos que llegan a nuestras casas y se acumulan luego en nuestras aguas como cocodrilos mascotas engordados y muertos. Pero incluso sin saber si eran plástico, minucia, mierda, veneno o tesoro, lo que ya sabíamos era que iba a ser objeto político. Hasta Greenpeace había plantado la bandera de Nunca Máis, una bandera como de pisar la luna, antes de ponerse a recoger el plástico con sus cedazos y sus lagrimones. Digo lagrimones porque debe haber lágrimas, gordas y escarchadas, como de entierro esquimal, cuando uno va a salvar el planeta. Y no ya porque nunca se salve del todo, sino porque los profesionales salvan sin esperanza, aguardando sólo la venganza final de la naturaleza contra el ser humano. O quizá sólo contra la derechona.

Los pellets no son otro accidente sino otra plaga bíblica, otra profecía, otro aviso de Gaia no a la raza humana sino a la derecha, que lo bueno del fin del mundo es que va a acabar por fin con la derecha y eso es lo único que consuela a esta gente entre los estertores carboníferos de la Tierra. La bandera de Nunca Máis, y que veremos mucho máis (ese “nunca máis” tenía vocación de futuro, se gritaba con la convicción de que, negándose a sí mismo, lo iban a poder utilizar muchas veces); la bandera como de cielo y chapapote de Nunca Máis, bandera de atmósfera política, era como el estandarte de esta venganza histórica. Una venganza que van a ejecutar al final el dióxido de carbono en la atmósfera y los microplásticos en nuestro torrente sanguíneo, ya que ni la clase obrera ni las élites marxistas de estradito universitario y café pegajoso en las coderas han logrado más que miseria y tiranía, mientras el capitalismo seguía engordando y aburguesando al personal, incluso, o sobre todo, a los mismos izquierdistas.

No moriremos por los pellets, pero es casi seguro que nos extinguiremos por la estupidez, astutamente inoculada por estos políticos que ya no disimulan al tratarnos como idiota

La verdad es que lo del Nunca Máis, hecho así banderín futbolero o político, o canción festiva / fúnebre / folclórica de las Tanxugueiras o sus ancestros, o afirmación ontológica fundamental, nunca tuvo mucho sentido. Quiero decir que no sé a qué le gritaban nunca más, si a los desastres, a la locura del hombre, a la ineptitud de los políticos o a qué. Yo creo que el único sentido era la durabilidad del lema reciclable, reutilizable y salpicante, que ahí sigue salpicando incluso aunque el plástico no salpique. Junto con el identitarismo extremista y extremófilo, ya sólo les queda el llanto por el planeta, la recogida de perlas desengarzadas y añicos machacados del planeta, que realizan no como operación curativa sino como ritual fúnebre y venganza pasivo-agresiva. El planeta no les importa tanto, si no estarían apoyando, por ejemplo, la nueva generación de reactores nucleares, quizá la única manera de salvarnos. Les importa más el escarmiento al capitalismo, incluso cuando el capitalismo es sólo el caparazoncito funcionarial de Rajoy, o la Xunta de Galicia, feudo o sede catedralicia de los garbanzos de Fraga, tentáculo o hilillo de plastilina que llega aún desde el tinterito de Rajoy hasta los repellados de Génova como gruesos tachones de brea.

“Nunca máis otra vez” tendrán que decir ahora, aunque parezca una viñeta como de Hermano Lobo. Yo diría que es un “nunca máis” cuando toca, o sea cuando Galicia está en campaña y Feijóo se juega su feudo más gótico, ahora un poco en sede vacante sin él. Por los pellets, que suenan a pequeños seres acuáticos, como los snorkels, veremos acusarse a la Moncloa y a la Xunta, a los burócratas y a los fareros (quizá incluso ese farero de Génova que sigue siendo Feijóo), a los técnicos y a los matones de estiva, que ahí está ya Óscar Puente en las redes, con su bamboleo de fardo o de barril al hombro. Entre los que van a la ideología y los que van al dinero, ya estoy por decir que el planeta no le importa a nadie y estamos condenados por la estupidez, que ya decía Schiller que contra ella hasta los propios dioses luchan en vano.

No moriremos por los pellets, pero es casi seguro que nos extinguiremos por la estupidez, astutamente inoculada por estos políticos que ya no disimulan al tratarnos como idiotas, sea desde el cinismo de Sánchez o desde la mantecosidad de Yolanda. Cada vez estoy más convencido de que la solución a la famosa paradoja de Fermi es la inevitabilidad de la autodestrucción de cualquier sociedad tecnológica, así que van dando igual los banderines, los eslóganes y lo que recojamos de las playas o de las urnas. Más que salvación, lo que uno espera ya es sólo consciencia. Pero oiremos gritar “nunca máis” otra vez, sin que nadie sonría o suspire por la cruel y desesperanzada ironía. El colmo sería oírselo gritar a nuestro presidente, con la cara embadurnada de chapapote como uno de los Baltasares escandalosos de estos días. Oír gritar a Sánchez “nunca máis” otra vez, él que ha dicho sí a todos sus nunca y ahí sigue, incansable e inextinguible.