Quería hacer el personal como un gran entierro de Estado con estos decretos o superdecretos que hasta merecían un superpleno, que suena a músculo de la espalda o a combo de videojuego. Pero aquí no iba a morir nadie, y menos Sánchez. Sánchez no iba a morir porque se le cayera un decreto como un diente de leche, ni porque nos diéramos cuenta de que Junts sigue siendo lo que es. Ni iba a caer el Gobierno de coalición, que vive más de símbolo y propaganda que de gobernanza (ellos deben de pensar que es una señora de El Toboso). Mejor que un decreto o superdecreto que suba o baje cosas, que dé dinero a unos y quite dinero a otros (es lo que pasa cuando se da dinero), mejor todavía que eso hubiera sido un decreto abatido en vuelo, como una paloma de la paz, por la derecha egoísta y escopetera. Mejor que tener un decreto, que la gente confundirá con otro o no sabrá si va de aceite o gasolina, de pensiones o de trenes del calentón juvenil, hubiera sido tener un culpable. Junts creo que al final ha fastidiado a Sánchez, que sin peripecias contra la derecha tiene poco combustible político, apenas eso de probarse trajes y ponerse a mirar al revés los cuadros de la Moncloa.
A Sánchez le han salvado al final sus decretos pastiche, sus decretos “gazpacho” que dijo Rufián con avinagramiento de charnego enseñoritingado, pero de no ser así tampoco hubiera sido una derrota. Es más, la no convalidación de estos decretos me hubiera parecido la prueba definitiva de la superioridad del sanchismo sobre el resto de los sistemas políticos y de sus líderes, incluido Puigdemont, que aun queriéndolo fastidiar lo ayudaba. La verdad es que Sánchez podría gobernar sin decretos, sin presupuestos, sin leyes, sin ministros, sólo con un personal shopper y un ama de llaves con verruga de garbanzo. Puigdemont tendría que hacer mucho más que volarle unos cuantos papeles, tendría que robarle las corbatas, meter mantequilla en sus zapatos de espejuelo, deshojarle el nardo o los sombreros emplumados y quitarle el pin de la Agenda 2030 como un galón de oficial caído en desgracia. O sea, tendría que sacarlo físicamente de la Moncloa, arrastrarlo fuera mientras Sánchez se aferra a su bola de discoteca como una bola de presidiario o al grifo del jacuzzi como al aldabón de un castillo. Lo demás le va a dar igual.
Ese Sánchez derrotado sería algo así como un rey absoluto librado de un engorro burocrático, y que ya se dedica sólo a cazarse a él mismo o a las damas por los espejos de palacio. Gobernar no deja de ser cansado, es mejor la pereza mayestática de delegar en la oposición para todo, para las culpas, para las leyes, para la responsabilidad y para pensar en el bien común, que a Sánchez nunca le ha importado. Además, a Sánchez su baraka le viene, más que nada, de ser el mal menor ante la derechaza, y eso no se defiende tanto regalando pollo frito, igual que hacía Ramoncín, como señalando a esa derecha de gusanera, barrigón y látigo. Lo malo de la amplia y democrática mayoría de progreso, que dice tanto Sánchez, es que el personal puede empezar a pensar que la culpa de las cosas que pasan o no pasan son de ese Gobierno y se olvide de la derecha, de un Feijóo que ya de por sí es olvidable o intercambiable o prescindible, y hasta de sus menos olvidables socios ultras, que son como ninjas franquistas con rosario o monjas de película de terror. Incluso perdiendo, Sánchez hubiera ganado, que es lo que ocurre con los ventajistas.
Sánchez gana y se salva de la humillación, o Sánchez gana precisamente porque se ha humillado
Sánchez gana y se salva de la humillación, o Sánchez gana precisamente porque se ha humillado. La verdad, sin embargo, es que a Sánchez lo humillan en cada pleno, dándole órdenes, cachetitos y avisos de manso, sin que lo veamos demasiado afectado por eso. Tenemos un presidente sometido al continuo chantaje de Puigdemont, que ya avisó de que haría “mear sangre” a Sánchez, pero esto sólo tendría sentido si Sánchez tuviera sangre, y resulta que sólo lo vemos mear y sudar agua de cubitera. En realidad, la sangre, como el dinero y la humillación, la pone el Estado. Ya he dicho otras veces que a Sánchez no se le puede humillar mientras tenga su galán de noche y su espejo mágico en la Moncloa. Después de tanto tiempo, ya ven, aún nos cuesta pensar como Sánchez, aceptar lo que es Sánchez. Todavía nos creemos que la política es política, y no ese pack de experiencia total en la Moncloa que Sánchez se cree que le ha regalado el españolito. Incluso a Puigdemont veo que le cuesta, que aún se frota las manos con guante de goma gorda, como esos médicos locos que hacen la eugenesia de su raza, pensando en que Sánchez mea cristal cuando sólo mea vino de la bodeguilla que le pagamos.
Sánchez ha conseguido la convalidación de su superdecreto, algo que no sólo parecía imposible sino que casi se diría que estaba planeado que no ocurriera, incluso desde eso tan cutre de traerlos en ómnibus, como a temporeros. Quiero decir que Sánchez lleva sus decretos sin negociarlos con su socio más problemático y, cuando éste le falla, exige el sí de Feijóo sin negociar tampoco nada con el PP. O sea, que parecía que iba a la pataleta, con gran escenificación de grave daño a la sociedad, a los parados y a los pollos de supermercado, ya de por sí muy damnificados siempre, todo por culpa de la derechona. Pero ya digo que Sánchez no podía perder, que nunca pierde, y menos iba a morir en los primeros lances de la legislatura. Si no ganaba la votación, hubiera puesto en los titulares y en la diana a Feijóo, un poco perdido ya entre los adornos navideños, algo todavía más rentable que subvencionarnos las alcachofas o lo que sea. A lo mejor Sánchez se ha venido arriba y quiere que pensemos que por fin se va a poner a gobernar. Podría ser su error más importante en una trayectoria impecable.
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