Si nos diéramos cuenta de que el sexo es apenas gimnasia y diversión, dejaría de ser vicio, mancha, vergüenza, pecado o trauma y el porno sería equivalente a Karate Kid. Pero estamos muy lejos de eso, que ahora el que no es monja de alguna ortodoxia del no follar es monja de otra ortodoxia de follar con prospecto, con contrato, con croquis o con inspector municipal. Hay demasiados sistemas mitológicos, psicológicos, sociales, religiosos, económicos y simbólicos alrededor de la autoridad, el daño, el dominio, la humillación, la culpa o la satisfacción que hay en eso de meter ciertas partes del cuerpo en otras partes, como si tu honor o tu hacienda dependieran de meterte o no un dedo en la nariz, o de rascarte mucho o poco la espalda, o de rascársela o no a otro. Ni el cura, ni el putero, ni el más progre, ni la más feminista, ni casi nadie, escapa de concederle al sexo una dimensión simbólica, social, ideológica o incluso mágica. No iba a faltar en esto este Gobierno eminentemente simbólico, puritano, puretón y mirón. Si tenemos problemas para ubicar el sexo en la biología, en el juego y en la realidad, más lo tenemos con el porno, que es algo así como libros de caballerías con pollamen.
El Gobierno quiere hacer efectivo y centralizado el control del acceso al porno de los menores, que en realidad a uno sólo le parece una primera aproximación al control del acceso al porno de todo quisque. Me refiero a que no se parte tanto de que el porno sea contenido exclusivamente para adultos como de que es algo esencialmente dañino, equivalente a la prostitución o a la esclavitud (ese sería otro tema, o quizá el mismo tema para cualquiera de las muchas sectas mágicas que hay alrededor del sexo). Uno creía que al crío ya se le podía instalar un programa de control parental y ahí se acababan el problema, la tentación, la perversión y el apocalipsis de violadores zombis, pero claro, ahí no interviene el Gobierno mirón, el Gobierno puretón, el Gobierno carabina, el Gobierno hermana superiora. Quizá el porno es el único ámbito en que la gimnasia se presenta como gimnasia y la fantasía como fantasía, o sea un engorro para todos esos sistemas mitológicos del sexo, especialmente los que quieren un sexo sólo político, que son más pesados y curiles que los que quieren sólo un sexo reproductivo y granjero.
El problema es que un estudiante no es capaz de ver que una bukkake es tan irreal como un episodio del Quijote o de Alicia en el País de las Maravillas, seguramente porque no los ha leído, ni eso ni nada
El problema no es tanto que el adolescente llegue al sexo, o al porno, que llegará como ha pasado toda la vida (en mi época se llegaba con aquellos óleos casi mitológicos del Interviú, con sus pechos patrios tan primitivos y folclóricos como cestos de uvas, o con aquel Vale que leían las muchachitas, y que no era tanto porno visual como emocional, pero cumplía la misma función). El problema es que ya no sabemos distinguir la realidad de la ficción, la verdad de la mentira ni un deseo de un derecho. El problema es que un estudiante no es capaz de ver que una bukkake es tan irreal como un episodio del Quijote o de Alicia en el País de las Maravillas, seguramente porque no los ha leído, ni eso ni nada. Ni es capaz de ver una orgía con animadoras con la coleta floja y pompón en pompa sin pensar que tiene derecho a tener la orgía, las animadoras, el coletero y el pompón, porque no ha aprendido a gestionar la insatisfacción.
Supongo que le ha llegado la hora al porno, viejo y falso como todo lo legendario (los vasos griegos lo mismo te mostraban un guerrero alanceando que un efebo alanceado). El repartidor superdotado, la colegiala golosa, el bombero espumoso, la milf neumática se nos han acabado convirtiendo en emergencia nacional, que es como si la última de Tom Cruise hiciera sonar las alarmas antiaéreas. Se nos han hecho problema, como los chistosos, como los cantantes, como los guionistas, como los escritores pollaviejas. El porno no es más salvaje ni más dañino que nuestras fantasías, y uno prefiere tener fantasías, y saber que son fantasías, a que el Gobierno te dé desde detrás de la mirilla la cédula ejemplificante y a que la realidad te la defina Sánchez desde las entrevistas.
La curiosidad de los chavales, la naturaleza en fin, no la pararon los mecos de los curas, ni el riesgo de ceguera, ni las lágrimas morbosas de los santos mirones como el Gobierno mirón (“sabes que san Luis llora cuando te tocas”, le decía el cura al muchacho en Amarcord). No la pararon la moralina ni los regletazos, la va a parar una app del Gobierno, que lo mismo sale como aquélla del coronavirus. Lo que necesita el chaval es educación, no ya esa educación sentimental de Flaubert, que llegada la hora también, ni la mera educación sexual médica o agropecuaria, sino educación en la racionalidad y en la civilidad. Así sabrán que hasta el porno más brutal, como la literatura más brutal, es una mera transacción con la fantasía y que la fantasía no tiene que ser un manual de instrucciones para la vida, ni un programa de tu partido o de tu secta. Pero qué van a hacer los chavales si los adultos, incluso los adultos de este Gobierno que llega ya a las alcobas y a los calcetines, no distinguen la realidad de la ficción, ni la necesidad de la virtud, ni los derechos del deseo, la comodidad, la conveniencia o el capricho. Por no distinguir, no distinguen ni la paja ajena de la viga propia.
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