Hay fechas en el calendario que son, casi, como guantazos en la cara, de esos que dejan marca y recuerdo. Cumplimos 50 años, y si no hemos dejado de vernos moderadamente actuales, ya sabemos que no moriremos modernos, no daremos nombre a una escuela de pensamiento liberal ni se nos recordará por haber inventado el escabeche o por fundar una ciudad, conscientes de que nos va costando ya leer de cerca, enfundarnos una americana slim fit o esquivar indolentemente al brócoli y al proctólogo.
En el lapso de un suspiro llegamos a la quinta planta del edificio encerrados en eso que Peyró llama un cuerpo poco normativo, sublevándonos contra la inercia de un tiempo que se aprieta y nos acucia, ahormados al carrusel de las efemérides y los aniversarios -el de la promoción del colegio, la boda o el carné de conducir-, mientras negociamos día a día instantes colmados de vida y desconfiamos del abrazo solidario y condescendiente de los millennials, -a ver, no estás tan mal para tu edad- para quienes no dejamos de ser unos señores mayores sobre fondo gris.
Habiendo sentado la cabeza, la hacienda y hasta las carnes en los cuarenta, enfilamos la quinta década de la vida serenos, incrédulos y un poco recelosos, cargados de obligaciones y membresías, enredados en esa letra menor de los quehaceres y los compromisos que es, en fin, un entretenimiento balsámico frente a la autoconciencia de haber superado los puertos de categoría especial antes de iniciar un suave descenso -amén- hacia la meta y aparcadero en la playa de Poniente en Benidorm, las brumas de Comporta o en un dos ambientes en el Parioli romano, que antes parecían destinos de carta postal y hoy son alertas activas en Idealista.
Maduramos con las ganas intactas, la hipoteca medio pagada, el pinchazo en la rodilla y el brillo en las sienes, cayendo voluntariamente en la épica alicorta de una carrerita por el parque, en el esguince por una sesión de crossfit a destiempo o conspirando para forzar -verdadera diplomacia vaticana al servicio de la industria de la felicidad- una sobremesa con amigos un jueves que, acunada entre las lágrimas untuosas de los oportos y el dorado engañoso de los maltas, anuncia,- ay- una resaca plúmbea y dos días de ergástula temporal revisable con dieta de ibuprofeno, sobredosis de café y caldos de ave.
Superada esa fase de la vida en la que los bautizos suceden a las bodas, pasada esa edad en la que caerle bien a todo el mundo, en la que fundar un partido político o endosar con dignidad una cuerpoelástica, a los cincuenta a uno le queda la coartada y el estímulo de una borrachera simpática en una comunión, la promesa de una barbacoa de sábado vivida como si fuese la última, el hito profesional por llegar, el testimonio de una erección esbelta o esas horas insomnes de lectura cuando todos duermen como refugios más patentes de una edad inconveniente que se nos viene encima, que alternamos con las inevitables incertidumbres sobre el porvenir de la propia estirpe y con las fintas a la melancolía y a las consultas de los especialistas, evitando caer en esa trampa falsaria del tiempo que nos invita a no separar la mirada del retrovisor.
Bien mirado, y aunque nos guste apuntar -cuño cargante de contemporaneidad-, que alimentamos el big data de la silver economy, no estamos tan mal, mejor que bien. Frente al tropel de sujetos impacientes educados en el universo bidimensional de las pantallas y en la verba previsible de los tutoriales de YouTube, exhibimos orgullosos la medalla al mérito civil de haber superado el impulso de tatuarnos unas runas en el hombro, de no haber endosado jamás un pantalón pirata o de haber presentado a nuestros hijos la belleza y el tempo de un atardecer en Córdoba o Lisboa, el Cuento de Navidad de Dickens o los acordes de Give Me Shelter o Insurrección, verdadera red de seguridad frente a los esperables desvaríos generacionales por los que habrán de pasar.
Con 30 años Napoleón había conquistado Europa, Jesús de Nazaret y Pelé habían fundado religiones milenarias, Zapatero era concejal en León y Vargas Llosa había escrito tres o cuatro obras maestras de la literatura en español; con 50, nosotros nos contentamos con ejercer de jefes de operaciones vitalicios del trastero doméstico o con enseñorearnos mirando con el morrito apretado los lineales de las vinotecas, las cartas de los restaurantes de moda y hasta las secciones de ensayo de las librerías que ya van quedando, acopiando los materiales que un día erigirán nuestro discreto legado de bodega y biblioteca, que más no podremos dejar a las criaturas.
Rebasamos el medio siglo casi sin darnos cuenta, incómodos por el desasosegante interés que nos despiertan los Caucus de Iowa o las etiquetas nutricionales de los alimentos o por tener que conocer y tolerar, como si nada, cada vez a más Thiagos, Izans o Yaizas, pensando, quizá, que de entre todo lo que pudo pasarnos en este medio siglo y del catálogo infinito de personas que pudimos ser o a las que pudimos conocer, salimos moderadamente bien del trance y hasta peinados en las fotos, acaso con la mejor pareja posible y con una lista excelente de amigos con los que beberse la vida, aunque con 50 años uno se descubra un día ruborizado desbravando unas lentejas o montándole un apartheid al chorizo y la morcilla de una fabada.
Asumámoslo con dignidad; si la gloria terrenal nos ha sido esquiva, si a estas alturas de la vida no hemos ganado un Goya, no nos ha fichado el Murcia, no estuvimos con Felipe o con Aznar en el balcón de Génova o no hemos dado a la imprenta Moby Dick, Manual de Resistencia o la Cartuja de Parma, será ya en otra existencia, encarnados en poetas malditos, en presidentes del Círculo de Lectores o en influencers mejorados por la Inteligencia Artificial, cuando el mundo deba saber de nosotros.
Nuestra generación no trajo la democracia, la fiesta de las Olimpiadas, la Realpolitik o los vasitos de arroz para el microondas. Demasiado jóvenes para convertirnos en esos iconos intocables de la Transición o para haber sido canónicos y promiscuos cantautores de éxito, tampoco fuimos quienes pusimos al país en un brete de esperanza y modernidad con la entrada en Europa o lo enredamos con el carísimo café de la España de las autonomías, y pronto nos quedamos sin empresas imposibles ni épica colectiva con la que ilusionarnos y avanzar, entregados a la inercia de un proyecto que nos limitamos a mantener girando.
Quitando un Iniesta de mi vida y dos fogonazos de alegría perecederos, nosotros fuimos los últimos clientes de ese hotel exuberante con barra libre y todo incluido que fue nuestro país, cuya vida pública ahora sólo miramos con aparatoso desdén y una cierta melancolía y resabio de veteranos, pensando qué fue de los mejores, a dónde fueron a parar los sueños de la generación más preparada de la historia y por qué esta sociedad que ahora encabezamos se regocija en la autodestrucción, en el maltrato a los mayores, en la preterición del buen gusto y la buena educación o en el rechazo a las cosas bellas y complejas, resignados, tal vez, al hecho de que habiendo perdido la felicidad su batalla sistémica frente al placer, todo parece hecho para impactar pronto, para durar poco y para deleite de dummies, y esto -cosas de viejos, diréis- también vale para la política y la cultura de masas.
Los 50 son los nuevos 30, como allá en los años 90 del Madrid de la Universitaria los jueves fueron los nuevos viernes y no supimos ni quisimos renunciar a experimentar los fundamentos de esta teoría que desordenaba los días y duplicaba el gozo del tiempo.
De los 60 ni hablamos. Aquí os espero. Ganas no nos han de faltar. Sed fuertes.
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