Según la última encuesta del CIS sobre hábitos democráticos, hecha pública el pasado jueves, un 23,8% de los españoles entre 25 y 24 años no cree que la democracia sea un sistema preferible a cualquier otra forma de gobierno. El porcentaje sube hasta el 27,3% entre los jóvenes de 18 a 24 años. Es decir, que hay más de un cuarto de españoles jóvenes que no vería mal otro tipo de sistema (un gobierno autoritario) porque no confían en la democracia.
No es un consuelo, pero el desprestigio de la democracia es un fenómeno que afecta a jóvenes que viven en todo del planeta. El barómetro mundial de la Open Society Fundation, que se hizo público en septiembre de 2023, ponía de relieve que un 42% de los menores de 36 años de treinta países cree que una dictadura militar es mejor forma de gobierno que una democracia. El resultado puede parecer lógico cuando hablamos de países como Egipto (donde el porcentaje de adictos a la dictadura se eleva al 63%), o incluso en Arabia Saudí (donde alcanza al 44%). Lo que llama la atención es que en un país como Estados Unidos los que consideran una dictadura como un buen sistema supongan ya el 29%.
Una de las razones por las que Donald Trump sigue gozando con gran apoyo entre los votantes conservadores de EE.UU. (como demuestra su triunfo arrollador en los caucus de Iowa) es el hecho de que mucha gente le considera no como un político, sino como el líder de un movimiento social que lucha contra el establishment que reside en Washington. Por eso, los cuatro sumarios que tiene abiertos, que incluyen un total de 91 delitos, apenas le han desgastado: los que le votan creen que los jueces están al servicio del sistema que quiere acabar con el único hombre que dice la verdad.
Los que tenemos memoria de lo que supone una dictadura e incluso los que sin haberla vivido han tenido la curiosidad de informarse bien, sabemos el valor que tiene vivir en libertad, poder opinar sin miedo a que te metan en la cárcel, poder votar al partido con el que te sientes más identificado y sentir que la Justicia opera con absoluta independencia del poder político. Una de las características de las dictaduras (militares o civiles) es que no respetan la libertad de expresión y tampoco la separación de poderes; el que manda nombra directamente a los jueces.
Pero, como muestran los sondeos a los que he hecho referencia anteriormente, la democracia no es un valor absoluto. Hay gente que piensa que hay cosas más importantes, como la raza, la nación o la clase social. Los regímenes autoritarios que se implantaron en Europa en el primer tercio del siglo XX (desde el comunismo al fascismo) coincidían en su desprecio por la "democracia formal o burguesa". El auge actual de los partidos populistas, de extrema derecha y de extrema izquierda, es un aviso a navegantes. La democracia hay que cuidarla y eso sólo se puede hacer si se tienen sólidos principios.
Cuando las decisiones políticas se toman exclusivamente en función de intereses partidistas o personales se está erosionando una de las bases de la democracia. Igual que cuando se ataca desde el poder ejecutivo al poder judicial.
Pues bien, eso es justo lo que acaba de suceder esta semana con el brutal ataque de la vicepresidenta del Gobierno, Teresa Ribera, al juez Manuel García-Castellón, al que acusó de amoldar su criterio a sus simpatías políticas. Es decir, cuando, sin decirlo abiertamente, le atribuyó un delito de prevaricación. Sus palabras animaron a los socios del Gobierno a echar leña al fuego del lawfare. Desde Rufián (ERC), a Iñárritu (Bildu) se apresuraron a poner a caldo al juez de la Audiencia Nacional atribuyéndole cercanía al PP. Por cierto, olvidando que ese mismo juez ha procesado a un ministro (Jorge Fernández Díaz) del PP y a su número dos por supuestamente haber utilizado los medios del Ministerio del Interior para controlar a Luis Bárcenas.
El ataque de la vicepresidenta Ribera a García-Castellón supone una amenaza para los jueces que se atrevan a poner trabas a la ley de Amnistía
¿Por qué el Gobierno ha puesto en la diana al juez? Sencillo: García-Castellón se empeña en investigar a Carles Puigdemont por un presunto delito de terrorismo por considerar que tuvo un papel relevante en la dirección de Tsunami Democratic, una organización que, entre otras cosas, paralizó durante horas el aeropuerto del Prat en el marco de los graves incidentes que se produjeron tras conocerse la sentencia del Tribunal Supremo sobre el procés.
García Castellón está empeñado en elevar la causa al Tribunal Supremo (Puigdemont es aforado como europarlamentario), y ese salto cualitativo complicaría las cosas a la hora de amnistiar al líder de Junts, partido que apoya al Gobierno. Es verdad que la proposición de ley de Amnistía contempla los delitos de terrorismo siempre y cuando no haya sentencia firme, pero de cara a futuros recursos ante el TJUE el hecho de que la medida de gracia se aplique a alguien imputado por ese grave delito en el Supremo podría complicarle la vida al Gobierno, que depende parlamentariamente del partido del ex presidente de la Generalitat.
De ahí ese ataque ad hominem que va mucho más allá de otras andanadas que desde la izquierda se han lanzado contra los magistrados, como cuando Irene Montero los calificó de "fachas con toga".
Fuentes cercanas a García-Castellón consideran que con este señalamiento se le está enviando un mensaje un tanto mafioso no sólo a él, sino a todo aquel que se atreva a poner en cuestión decisiones importantes del Gobierno como es la ley de Amnistía.
Más allá del daño que se le ha hecho al juez de la Audiencia Nacional, que ha provocado una ola de solidaridad en las asociaciones judiciales, el señalamiento causa un deterioro irreparable a la imagen de la Justicia. ¿Cómo va a creer un ciudadano normal en la equidad de los jueces si el propio Gobierno les acusa de actuar por motivos políticos?
Es con actitudes y declaraciones como estas el Gobierno contribuye a desacreditar la democracia. Así es como se da argumentos a los populistas, y como, poco a poco, se genera la idea de que sólo los de un bando tienen la verdad.
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