Este viernes, el diario El País publicaba una larga historia en la que denunciaba el comportamiento abusivo y violento hacia tres mujeres del cineasta Carlos López del Rey, conocido artísticamente como Carlos Vermut. “El director sacó supuestamente ventaja”, enojoso anglicismo que significa ni más ni menos que se aprovechó, “de su reconocimiento y posición en el cine para tener relaciones sexuales violentas que ellas no consintieron”, explican en el primer párrafo sus autores, los redactores de Cultura Gregorio Belinchón y Ana Marcos y la periodista de la sección de Madrid Elena Reina.
El escrúpulo deontológico del periodista no puede sustituir el protocolo forense de la instancia legal
Los periodistas han realizado un minucioso trabajo para sostener su artículo. Además de los testimonios de las tres presuntas víctimas, durante meses han recabado documentación, declaraciones de seis personas del entorno de las interesadas y de una treintena de trabajadores de la industria audiovisual.
Las tres mujeres, que “se parecen físicamente” y son “de pequeña estatura”, “afirman que se sintieron incapaces de quitárselo de encima o de defenderse por el miedo a que pudiera sucederles algo peor”. Dos de ellas eran mucho más jóvenes que el director: tenían 21 y 26 años en el momento de la agresión, cuando él tenía 36 y 39. De la otra presunta víctima, la que presenta el caso más grave, se omite la edad. El lector debe entender que tiene los mismos años que Carlos Vermut o que es incluso mayor.
La joven de 21 años era estudiante cuando tuvieron lugar los hechos, en mayo de 2016. Le había dado su número al cineasta durante una charla sobre cine impartida en su universidad. Tras un tiempo hablando y viéndose, Carlos Vermut la invitó a su casa para ver su primera película, Diamond Flash. Al terminar, él la metió mano bruscamente rompiéndole el sujetador. Cuando ella le rechazó, él reaccionó airadamente y se fue a su dormitorio, donde abrió el ordenador para buscar un plan alternativo. A continuación ella se marchó de allí llorando.
La mujer de 26 años coincidió por primera vez con Vermut en una comida de amigos a finales de 2019. Esa noche se acostaron, y lo siguieron haciendo esporádicamente durante casi dos años “con una violencia" que "asegura que no consintió”. Además, pocos meses después de su primer encuentro, la empresa para la que ella trabajaba entró a participar en un proyecto de Carlos Vermut. En agosto de 2020, el cineasta le hizo directamente una oferta laboral –“Vermut, tía. Profesionalmente”, escribió ella a una amiga por WhatsApp– que ella recibió con ilusión pero que nunca se concretó. Aunque sus relaciones sexuales siempre incluían prácticas violentas, “nunca hubo una conversación previa o posterior respecto a los términos de esas relaciones”. Recuerda que en una ocasión “presionó mi cabeza muy fuerte contra él hasta el punto de darme arcadas, todo eso acompañado de expresiones verbales y físicas denigrantes que me hacían sentir en desventaja e inferioridad”.
La tercera mujer conoció a Vermut el 8 de mayo de 2014 en un bar de Madrid. Fue cuatro meses antes de que se estrenara Magical Girl, la película con la que el director se dio a conocer. Esa noche acabaron en casa de ella, donde tuvo lugar lo que según su testimonio fue algo muy parecido a una violación. La acometió estrangulándola, y aunque en un primer momento, ante las patadas y la resistencia de ella, él se detuvo, no tardó en volver a la carga “con la misma violencia”. “Ya no me pude mover, porque me placó. Es un tío muy grande, tampoco tenía posibilidad de nada”. Solo acertó a pedirle que se pusiera un preservativo, cosa que él no hizo. “Nos acostamos otras veces, de forma esporádica, a lo largo de un año y medio. Nunca fue como la primera vez, aunque siempre hubo forcejeos y violencia en el sexo. Él solo se excitaba así. Y yo, estúpidamente, llegué a creer que eso era salvaje, que estaba bien”.
Por motivos distintos, las tres mujeres renunciaron a denunciar los hechos. Ahora han recurrido a la instancia periodística para servir un caso que muchos venían reclamando y esperando en España desde que las andanzas de Harvey Weinstein desataran el movimiento Me Too en Estados Unidos. Con acopio de datos, respetando los escrúpulos formales del oficio, Belinchón, Marcos y Reina sirven un expediente que sigue los pasos de la publicación reciente de Mediapart en Francia, que en abril de 2023 ofreció 13 testimonios contra el actor Gérard Depardieu, o la investigación original de The New York Times que destapó el largo historial de abusos y coacciones de Weinstein que acabarían con él en la cárcel. Aunque en este caso, que se sepa, no hubo coacciones, amenazas ni represalias profesionales.
Desgraciadamente, el escrúpulo deontológico del periodista no puede sustituir el protocolo forense de la instancia legal, aunque en el relato puedan llegar a confundirse. El artículo de El País hace saber al lector que las presuntas víctimas se parecen físicamente y que todas son de pequeña estatura. Dos de ellas son mucho más jóvenes que él –la otra no–. Inadvertidamente se establece una especie de patrón, que en otro contexto sería inocente –"a Leonardo diCaprio solo le gustan las modelos menores de 25"–, pero que adherido a una denuncia se convierte en un patrón criminal.
No sabemos si las presuntas víctimas de Vermut pretendían testar su caso ante la opinión pública antes de presentar las correspondientes denuncias o simplemente suplir un proceso por otro. Lo cierto es que ellas tienen la posibilidad de protegerse en el anonimato, pero el acusado, culpable o no, se ha convertido en cuestión de horas en un apestado del que abominan amigos y compañeros de profesión. El monstruo ha sido apartado. Hay pocas posibilidades de mostrarse comprensivo con la figura del presunto agresor que dibujan estos relatos. Pero es inevitable advertir que la condena de las conductas presuntamente vejatorias se confunde en las reacciones al caso Vermut con la censura implícita y un punto puritana del sexo heterodoxo, lo que el propio acusado llama "sexo duro". Se oye y se lee estos días llamar "cerdo" a Carlos Vermut, pero un cerdo no es un violador.
“He estrangulado a personas, sí, pero de manera consentida”, explica el cineasta, que sorprendente, quizá imprudentemente, participa en el artículo de El País.
Lo cierto es que salvo la joven estudiante, las otras dos mujeres siguieron manteniendo relaciones con Vermut pese a la violencia de las mismas. Esa continuidad podría interpretarse no solo como una forma de consentimiento, sino como una manera expresa de adherirse a las prácticas sexuales a las que el cineasta reconoce ser aficionado y que ellas dicen rechazar, o aceptar con reservas –"yo, estúpidamente, llegué a creer que eso era salvaje, que estaba bien”–.
Para muchas personas, el uso de la fuerza, las arcadas y los insultos son ingredientes habituales del sexo. En ciertas prácticas las señales de placer o rechazo pueden ser ambiguas y confundirse. Quienes participan en este tipo de relaciones suelen consensuar códigos, como las palabras de seguridad, para hacer saber al otro que se ha llegado demasiado lejos o que es el momento de parar. En este caso parece que los interesados o no consideraron necesario hablarlo, o no se entendieron o se trató de otra cosa, que es lo que defienden las denunciantes.
Algo que Vermut, en su arrogancia, parece corroborar con una declaración equívoca que es el principal elemento inculpatorio del artículo. “Una persona puede sentirse incómoda, creer o recordar que está siendo clara en su manera de querer parar la relación. Y a lo mejor no lo transmite de una manera en la que la otra persona lo pueda entender. También se añade el hecho de que esa persona, yo lo entiendo, puede sentir miedo a agravar la situación”. En una relación consentida y segura las situaciones no se "agravan".
Pero ya estamos cayendo en la tentación forense aprendida de tantas películas procesales, que por algo es un género favorito. Y no estamos en una película, aunque sus protagonistas puedan llegar a creerlo.
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