De Madrid a Bruselas, los agricultores se han levantado contra los pijos ecológicos, los ecologistas pijos y los políticos de pin acoliflorado que no han visto nunca crecer una coliflor (crecen un poco asquerosas y alienígenas, como flores carnívoras que quieren morderte la pierna antes de que tú te las comas a ellas). La política agrícola, como casi todo, se ha vuelto burocrática, simbólica, heráldica de alcachofas heráldicas. Más en esta Europa grandilocuente, lejana, que discute dentro de boles de cristal, con luz y música de trasatlántico, el futuro o la muerte de un campo remoto, seco y poético como la luna. Los tractores, que son como el eco dinosáurico o achelense de la tierra olvidada, cercan nuestras orgullosas ciudades como si las cercaran la jungla o los lobos. Incluso llegan a Estrasburgo, donde Ursula von der Leyen, esa princesa esquimal, se para, los mira y los escucha entre el asombro, el interés y el miedo, como el esquimal que ve por primera vez una vaca. También los agricultores se van dando cuenta de que nuestro campo lo han estado dirigiendo esquimales o princesas.
La política vive en las ciudades como en peceras, unas ciudades y una política que han olvidado el campo como han olvidado la lanza. La gran paradoja es que la ciudad necesita al campo pero lo desprecia, lo ve como ese lugar de catetos y majadas, con olor a requesón y atascaburras, de donde llega gente para ir al médico, perderse en el metro y que le roben la cartera gorda de labriego o ditero, negra, antigua y acharolada como el maletín de un médico del Oeste. Como mucho, el campo es ese parque temático para escapadas con encanto, senderismo con GPS y desayunos con huevo prehistórico de gallina prehistórica que queda en el selfi como la foto de un vulcanólogo. O algo que está ahí para hacer planeta, el campo como un suministrador de acuarelas, de paisajes y de conciencia lavada para el ecologista de chancleta que lo mismo no distingue una boñiga de un cagajón, que decía Delibes, pero enseguida quiere conservar el bosque en plástico, como un ambientador de pino, y al animalillo en su hornacina gubernamental, como un san Antón sin santo. A lo mejor ni el bosque ni el animalillo sobreviven en el formol ecologista (ya está pasando en nuestros montes hiperprotegidos y pelados), pero eso es lo de menos para el póster.
El campo como fachosfera, incluso antes de que se inventara la fachosfera, es otra condena y otra excusa, sobre todo ahora, que resulta que el agricultor se moviliza no para sobrevivir, sino para fastidiar a Sánchez
Ni los urbanitas, que a lo mejor sólo comen wifi del Starbucks, ni los políticos, que sólo atienden a las grandes masas hormigonadas (ni siquiera se salvan esos políticos que acaban de cambiar el pelo de la dehesa por el pelo de la moqueta), parecen acordarse de que el campo les da de comer, de que el campo nos da de comer a todos. Eso sí, siguen exigiendo comida de calidad, barata, ecológica, que provenga de un sistema limpio, salubre, sostenible y no sé si ortogonal, como las vacas ortogonales que seguro que se imaginan. Eso de que el urbanita considere el campo ese lugar alfombrado de mierda de gallina, cáscaras de bellota y rabillos de boina, pero a la vez tenga que ser una especie de laboratorio espacial con salas blancas, cultivos hidropónicos y labriegos doctores enguantados hasta el entrecejo cejijunto, es algo que no me termino de explicar. No se puede tratar al campo como al albañal de la economía y de la sociedad y luego exigirle que sea Silicon Valley.
Para el urbanita, el campo sigue siendo el picnic goyesco o el chiste con garrota. Los políticos, por su parte, miran las montoneras del dinero, las ideologías y la demoscopia de la ciudad, y luego los campanarios despoblados y las cosechadoras como elefantes de cementerio, y deciden que no hay comparación. Entre la parejita con perrijo y los paisanos que desayunan tocino de matanza y cazan la perdiz, tampoco hay comparación, que el campo no sólo es ese lugar de catetos y salvajes sino de fachas. El campo como fachosfera, incluso antes de que se inventara la fachosfera, es otra condena y otra excusa, sobre todo ahora, que resulta que el agricultor se moviliza no para sobrevivir, sino para fastidiar a Sánchez. Para colmo, la Europa de guante blanco y damas blancas exige aperos y conciencia ecológicos al agricultor de aquí, exige alma ecológica al tomate de aquí (nuestros tomates tienen que llegar bautizados por la UE como por el señor cura), pero se pueden importar productos extracomunitarios, mucho más baratos, sin más control ni garantías que una mosca gorda, sobrevoladora y ceremonial como un escarabajo egipcio.
Nos rodean ahora los agricultores como espectros de antepasados, y sus tractores parece que nos traen la cruda naturaleza en la boca, en una dentellada, como una pieza de caza prehistórica. Nos dejan en la puerta su barro y sus animales muertos, que causan un poco de aprensión y eso agranda aún más la soberbia del urbanita y del político. A lo mejor Europa debería prescindir de su sector primario, dedicarse a importar y ya ver vacas sólo en hologramas. Pero o se acaba con el campo o se les exige el tomate ortogonal perfecto, lo que es imposible es soportar las dos cosas a la vez.
Nos rodean los agricultores, como fuego primigenio, montados como en los propios esqueletos y raspas de la naturaleza, y en la ciudad se tapan los ojos o las narices. Los han olvidado y despreciado, son brutos o son señoritos, son como toreros con escopeta o son como tristes bosquimanos exigiendo sobrevivir en nuestra sociedad de hipertecnología y postureo. No queremos pensar qué pasaría si dejaran de darnos de comer. Aunque para imaginarlo basta pasear por el supermercado, que sigue manteniendo, como Europa, su luz y su música de trasatlántico, tranquila, soberbia, decadente y fúnebre.
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