La visión estratégica rusa se construye sobre una serie de premisas ampliamente asumidas como axiomáticas tanto por las élites política, militar y académica, como por el grueso de la ciudadanía. La proposición básica e innegociable desde la óptica de Moscú es que Rusia es una gran potencia que debe ser siempre tratada como tal y debe ocupar el lugar preeminente que le corresponde en el concierto internacional. Eso supone que Rusia considera que debe ser siempre consultada y participar si lo desea en cualquier asunto relevante de la agenda internacional, tenga o no relación directa con intereses rusos.
Y siguiendo esta lógica, Moscú considera que le corresponde o bien un veto de facto o bien el derecho de ignorar la norma internacional. Lo contrario supondría no respetar ese estatus inherente de gran potencia de Rusia y una posición equivalente a la de EE.UU. A partir de ahí se articula una visión jerárquica del orden (o desorden) mundial en el que solo un pequeño y selecto grupo de actores disfrutan de verdadera soberanía e independencia en un entorno estratégico moldeado por la fuerza y la permanente competencia descarnada.
Rusia ha perdurado como el último imperio continental europeo y no muestra ninguna vocación por concebirse a sí misma como un estado-nación más
Esa concepción de sí misma como gran potencia está, a su vez, íntimamente relacionada con la propia identidad rusa y su relación simbiótica con su vasto territorio. En perspectiva histórica, Rusia ha perdurado como el último imperio continental europeo y no muestra, como se ha visto, ninguna vocación por concebirse a sí misma como un estado-nación más.
El proceso de configuración estatal ruso a partir del siglo xvi se desarrolla en paralelo con su expansión imperial por territorios contiguos. Y, conviene no olvidar, al imperio zarista le sucedió un estado en esencia imperial por mucho que la ideología soviética se definiera como antiimperialista. Esto supone que, a lo largo de su historia, Rusia siempre ha sido un imperio y, para muchos en Moscú, se trata también de un elemento consustancial y, en consecuencia, irrenunciable. La formulación de «estado-civilización único» apuntada más arriba es buen reflejo de la vigencia de un agudo síndrome posimperial resultado del colapso de la Unión Soviética y de las dificultades posteriores para construir y legitimar ideológicamente un nuevo estado ruso.
Desde la óptica del nacionalismo ruso, la experiencia soviética resulta, empero, ambivalente. Por un lado, el propio Lenin recelaba de lo que denominaba chovinismo gran ruso y resulta revelador que entre las quince repúblicas soviéticas que conformaban la URSS, la rusa fuera la única que no contaba con su rama particular del partido comunista o su propia academia de las ciencias. Tanto es así que «Rusia» ni siquiera formaba parte del nombre oficial del país, Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Es decir, un intento consciente por parte del primer líder de la URSS por reducir el peso nacional ruso.
Ese fue el germen de una tensión latente entre «internacionalistas» y «nacionalistas rusos» dentro de la clase dirigente soviética. Así, estos últimos articularon un relato de agravio frente a las «nacionalidades subvencionadas y promocionadas» por la URSS en detrimento de los rusos (étnicos). De ahí, por ejemplo, las ambivalencias del nacionalismo ruso en las postrimerías soviéticas. Su disolución podía suponer la pérdida del imperio, pero ofrecía una oportunidad única para construir una nación verdaderamente rusa. Esta percepción facilitó que el nacionalismo ruso aceptara —e incluso forzara sin pretenderlo— la independencia de las repúblicas centroasiáticas y caucásicas, tenidas entonces por un lastre económico para la naciente Federación Rusa. Este enfoque no incluía a Bielorrusia y a Ucrania, consideradas ambas por el nacionalismo ruso —del moderado al más extremo— una parte consustancial e irrenunciable de la civilización rusa.
Los rusos asumían con naturalidad su posición como «hermanos mayores» de la familia soviética
Sin embargo, por otro lado, tampoco había ninguna duda de la posición dominante de los rusos en la dirección de la Unión Soviética. El ruso era la lengua vehicular de forma natural y eso era extensible al conjunto del sustrato cultural ruso. La ausencia de una rama propia del partido mencionada más arriba acabó reflejando la definitiva fusión de lo ruso con lo soviético. Los rusos asumían con naturalidad su posición como «hermanos mayores» de la familia soviética, en la célebre formulación de Stalin. Esa es la misma naturalidad con la que el Kremlin asume hoy que está en su derecho de «someter» Ucrania y el resto de los países exsoviéticos y «dominar estratégicamente» el conjunto de la Europa central. De igual forma, la continuidad territorial desde la parte europea al extremo oriente o los confines del Cáucaso o Asia Central en un estado férreamente centralizado y dirigido desde Moscú reforzaban la percepción de unidad, pertenencia y natural dominio ruso.
A fin de cuentas, Rusia no había dejado de expandirse desde los tiempos de Iván el Terrible y había alcanzado su máxima expresión territorial con la URSS. Desde esa perspectiva no había habido ninguna ruptura histórica. Y de ahí el trauma y la frustración no con el fin del gobierno e ideal comunista, sino con la quiebra de lo que era percibido como la expresión territorial del Estado ruso. Esa es la motivación de las célebres palabras del presidente Putin en abril de 2005 cuando dirigiéndose a la asamblea federal afirmó que «el colapso de la Unión Soviética fue un gran desastre geopolítico. Y para la nación rusa, se convirtió en un verdadero drama. Decenas de millones de nuestros conciudadanos y compatriotas se encontra- ron fuera del territorio ruso. Es más, la epidemia de la desintegración infectó a la propia Rusia» (Putin, 2005).
De ese sentimiento de agravio nace el deseo por restaurar el equilibrio perdido
De ese sentimiento de agravio nace el deseo por restaurar el equilibrio perdido y la visión amarga sobre el final de la URSS y de la Guerra Fría. Desde la óptica rusa, pese a que habían derrotado al régimen comunista, no podían sentirse vencedores porque ese nuevo orden mundial «ya no era un acuerdo entre iguales [es decir, entre la URSS y EE. UU.] sino el triunfo de los principios y la influencia occidental» (Lukyánov, 2016: 32). Y la unipolaridad o la hegemonía incontestada de EE. UU. será crecientemente percibida como una amenaza existencial no solo para la posición internacional de Rusia, sino también para su régimen político interno. Otra variable importante a tener en cuenta y que, de nuevo, distingue nítidamente a Rusia de cualquier país europeo, es que la percepción sobre la correlación entre la fortaleza interna y externa se produce a la inversa. Es decir, a diferencia de los países europeos (o EE.UU.) que entienden que para proyectarse con fuerza hacia el exterior es condición sine qua non la cohesión interna, en Rusia la percepción es que no es posible ser fuerte en casa, si no se ocupa internacionalmente el lugar que a Rusia le corresponde por su condición de gran potencia. De ahí esa obsesión por revertir el orden de posguerra fría y recuperar la posición de igualdad perdida con Washington. Rusia añora Yalta (Claudín, 2022). Es decir, sentarse a la mesa en la que un reducido número de potencias deciden y se reparten el mundo. Esa es la igualdad que exige restaurar Moscú, una igualdad entre iguales, no igualdad para todos porque la soberanía real, como se mencionaba más arriba, no es un derecho inherente sino el privilegio de quienes tiene la capacidad de ejercerla de forma independiente. Es decir, de quienes disponen de la voluntad, los medios y la fuerza para ello.
Esa merma territorial y de estatus es percibida, pues, como un deterioro grave para la seguridad y la propia supervivencia de Rusia. Contar con un amplio buffer entre Moscú y las fronteras rusas es otra idea firmemente fijada en el pensamiento estratégico ruso y conforma lo que Stephen Kotkin denomina «geopolítica perpetua» de Rusia (Kotkin, 2016: 3). La ausencia de claras fronteras naturales, excluyendo los océanos Ártico y Pacífico, alimenta desde el inicio de la expansión territorial del Gran Principado de Moscú la obsesión por dominar territorios cada vez más extensos y alejados para proteger Moscú.
Este anhelo por la profundidad estratégica para evitar posibles invasiones a través de la planicie centroeuropea —como las de Napoleón o Hitler— anida firmemente fijado en el imaginario colectivo ruso. Así, desde la perspectiva del Kremlin, su narrativa de agravio se construye sobre la supuesta deslealtad occidental ante su retirada militar voluntaria de la Europa central que formaba parte del bloque soviético. En palabras del propio Putin: «la Guerra Fría terminó, pero no lo hizo con la firma de un tratado de paz con acuerdos claros y transparentes sobre el respeto de las reglas existentes o la creación de nuevas reglas y estándares. Esto generó la impresión de que los así denominados “vencedores” en la Guerra Fría habían decidido presionar para remodelar el mundo para satisfacer sus propias necesidades e intereses» (Putin, 2014b). De nuevo, visiones incompatibles sobre el cómo y la legitimidad de los resultados del final de la Guerra Fría.
Así, en Moscú, el relato no es que se vieran forzados a retirarse por su propia derrota interna, sino que lo hicieron voluntaria y magnánimamente y, en cambio, Occidente se ha aprovechado de la buena fe rusa para «expandir» la OTAN. Obviamente, en este relato todas las naciones entre Berlín y Moscú carecen de voluntad y de derecho a elegir su destino. Y, de igual forma, para Moscú, la presencia del Ejército Rojo como instrumento coercitivo para garantizar ese control estratégico resultaba perfectamente legítima tanto por la visión descrita en la que un puñado de grandes potencias dominan grandes áreas como por ser el resultado de la victoria soviética frente a la Alemania nazi en la Gran Guerra Patria, según la denominación rusa. De ahí la virulencia con la que reacciona Moscú ante el más mínimo cuestionamiento en Europa de su relato oficial sobre la Segunda Guerra Mundial. Y también el insistente empeño del Kremlin estos últimos veinte años por celebrar desfiles de la victoria intimida- torios ya que no se trata de conmemorar la gesta de aquella generación, sino de exigir la vigencia de la recompensa geopolítica por aquel triunfo.
Todas estas cuestiones y debates subyacen con diferentes matices e intensidad en las tres escuelas o grandes corrientes ideales en las que se suele agrupar el pensamiento ruso en política exterior (Kuchins y Zevelev, 2012). En primer lugar, una muy menguante categoría de liberales que apuestan por un acerca- miento e integración de Rusia en el espacio occidental. Herederos en parte de los zapadniki (occidentalistas enfrentados a los eslavófilos) decimonónicos. El mejor representante, y acaso único en cuanto a ostentar un alto cargo en asuntos exteriores, fue Andréi Kózyrev, ministro de Exteriores desde la independencia y hasta 1996. Las opciones de esta escuela están seriamente limitadas por el hecho de que Occidente es siempre el «Otro», frecuentemente hostil, frente al que se suele articular la identidad nacional y estratégica rusa.
En segundo lugar, y ocupando la posición central del sistema político ruso, los derzhavniki o aquellos que articulan su visión alrededor de la condición de gran potencia y el interés nacional y apuestan por un enfoque pragmático no ideologizado y guiado por el equilibrio de poder. Se trata de la corriente más influyente y de la que figuras como Evgeniy Primakov o, hasta el inicio de la actual guerra, Vladímir Putin eran tenidos por típicos representantes.
Y, por último, una constelación variopinta de ultranacionalistas y eurasianistas, en la que suele haber consenso en la necesidad de revisar las fronteras heredadas del colapso soviético, pero no en el mapa ideal que debe surgir de esa revisión. Así, mientras los nacionalistas han apostado por la «reunificación» de la nación rusa en sentido étnico excluyente, los eurasianistas y los impertsy (campeones del imperio) apuestan por fronteras más extensas lo que entraña un imperio multinacional y multiétnico. Más allá de matices y, en ocasiones, rivalidades enconadas, el papel dominante de Moscú sobre sus vecinos y en la geopolítica europea no está en cuestión. De ahí que no sorprenda que, en estas últimas dos décadas, los derzhavniki se hayan alejado, quizás de manera irreversible, de cualquier veleidad liberal democrática y haya una creciente convergencia con el pensamiento ultranacionalista y eurasianista.
Nicolás de Pedro es Senior Fellow, The Institute for Statecraft, Londres.
Extracto del libro Democracias y autocracias frente a la guerra en Ucrania, de Susanne Gratius (coordinadora) publicado por la editorial Tecnos. La obra busca informar a su audiencia -estudiantes, profesores, políticos, asesores e interesados en política internacional- sobre este nuevo enfrentamiento. El declive de la democracia coincide con el auge de países no democráticos que están ganando presencia internacional y cuestionando el orden liberal creado después de la Segunda Guerra Mundial bajo el liderazgo de EEUU.
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