El estado de Michigan acaba de celebrar unas primarias que deberían haber sido soporíferas: todo el mundo sabía que el presidente Joe Biden iba a ganar las demócratas y Donald Trump las republicanas. Eso es, exactamente, lo que ha pasado para gran satisfacción del ex presidente.
Mucha, mucha menos satisfacción en el caso de Biden. Desde luego, en términos numéricos y habiendo acumulado el 84% del sufragio, la suya ha sido una victoria aplastante. Pero solo en términos numéricos: un 10% de los votos se ha ido a la candidatura "sin declarar" (uncommited, en inglés). Por un lado, el margen es relativamente pequeño; por otro, no obstante, se trata de 100.000 votos demócratas en un estado que Biden ganó por apenas 150.000 en las últimas elecciones presidenciales.
Así mirado y a la vista de unas encuestas que sitúan a Trump y a Biden a no más de tres puntos de diferencia entre sí y con frecuencia a favor de Trump, con victorias como estás en las primarias, las nacionales de noviembre están perdidas. A día de hoy es perfectamente plausible que Michigan sea para Biden lo que Florida fue para Al Gore, pero con un margen más abultado.
Los de Biden se consuelan observando que en Michigan se da la peculiaridad de que es el estado con la comunidad árabo-islámica más grande de la nación – ilustrado en el hecho de que la principal lideresa de la revuelta contra Biden haya sido Rashida Tlaib, que es de origen palestino y la representante del distrito número 12 de Michigan en el Congreso. La debacle, por tanto, se puede despachar como un desaire muy específico y concreto provocado por la, según este segmento del electorado, tibieza de la administración Biden ante la invasión ("genocidio", según ellos) de israelí de Gaza.
Además, prosigue el razonamiento, una cosa son unas primarias sin consecuencias; y otra muy distinta las elecciones presidenciales, cuando el resultado puede traducirse en colocar a Donald Trump en la Casa Blanca. La última vez éste se estrenó en el cargo vetando la entrada de inmigrantes musulmanes en el país. Tres veces consecutivas, dado que las dos primeras los tribunales tumbaron el "veto a los ¡musulmanes”, como lo llamó él, con la finura habitual, por si a algún votante se le escapaba la naturaleza del asunto.
Y, sin embargo, es mejor dejar semejante consuelo para los muy fans de Biden. En lo concreto, baste señalar que esos votantes demócratas no son capaces de encontrar en la trayectoria presidencial de Biden nada que les haga compensar la tibieza de la administración en la cuestión específica de Palestina – tibieza real y dolorosa para ese sector del electorado; pero que a la vista de quién es la alternativa y de que se trata de una política secular, Biden debería tener espacio de maniobra.
Biden no tiene espacio de maniobra porque ha sido incapaz de comunicar sus logros, que son muy reales
Y no lo tiene, en primer lugar, porque Biden ha sido incapaz de comunicar sus logros, que son muy reales. Lo cierto es que el electorado estadounidense percibe que su seguridad doméstica, particularmente en lo tocante a la inmigración, está peor ahora que durante la etapa de Trump. Algo parecido ocurre en la situación internacional, donde la Administración parece paralizada ante el baño de sangre en Palestina y la ya enquistada, además de carísima, invasión rusa de Ucrania. Peor, aún, los electores también perciben que su economía familiar, personal e íntima va peor ahora que cuando Trump era presidente.
Todo, vaya por delante, bastante injusto. La economía, en términos macroeconómicos, va considerablemente mejor que durante la última etapa de Trump durante e inmediatamente después de la pandemia, además, la capacidad del presidente (el que sea) de incidir sobre la economía es limitadísima y la gestión de Biden, dentro de lo que le cabe, ha sido correcta.
Aún peor es la pobre imagen del presidente en política exterior: la gestión de la crisis en Ucrania ha sido excelente, hasta que los republicanos han optado por dificultarle las cosas en el Congreso y entre la opinión pública, mientras que los israelíes son muy conscientes de que ningún presidente de Estados Unidos les va a abandonar tras la masacre perpetrada por Hamas. Incluso en lo tocante a inmigración, los vaivenes de la Administración han sido muy reales, pero el histrionismo de los republicanos ha exacerbado la percepción de peligro más allá de toda racionalidad.
Pero la política no va de "justicia" ni de datos objetivos. Biden tiene aspecto frágil en los días buenos y francamente senil en los demás, que son mayoría. De resultas, la sensación entre los electores, universalmente recogida en entrevistas a pie de calle y en la evidencia demoscópica, es la de una administración a la deriva. Débil, para sus oponentes, cuando la contrastan con el aparente vigor de Trump y el recuerdo – con frecuencia bastante alejado de la realidad – de su etapa presidencial. Y débil, también, para los suyos.
Para los más radicales, Biden siempre ha sido un político del establishment al que no le perciben grandes diferencias con los republicanos y las que tiene consideran que se deben más al radicalismo de éstos que sus proclividades progresistas. También lo ven así los resentidos y desencantados con Biden a lo largo y ancho de la coalición demócrata,, no solo ese voto de ascendencia árabo-musulmana que Biden acaba de perder en Michigan, sino también un sector significativo del voto afroamericano masculino, repentinamente atraído por la misoginia de Trump. Van en la senda del 40% de latinos que no votaron por Biden en 2020 y que también amenazan con multiplicarse en 2024.
David Sarias Rodríguez es profesor de Historia del Pensamiento Político y los Movimientos Sociales en la URJC.
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