Hace unas semanas estaba en el estudio de un pintor para hacerle una entrevista. Cuando me estaba enseñando sus cuadros me habló de cómo su padre le había dicho, siendo adolescente, que tenía un "trazo bonito" y que había sido aquella frase la que le había llevado a dedicarse a la pintura. Lo que para otro niño no sería más que un comentario cariñoso, para él lo significó todo y les dio a esas dos palabras veracidad y amplitud porque eran las únicas que le había dirigido en las que no había crítica ni decepción.
Me hizo pensar que vivimos gracias a la figura paterna, pero sobre todo pese a ella y he ido comprobando en conversaciones que al llegar a adultos nos dividimos en dos grupos: los que hemos tenido un buen padre y los que han tenido uno de mierda. Hay tonalidades, claro. Los hay peores y terribles, y buenos y ejemplares pero es una figura que cuando no da la talla parece atraparte en una constante infancia.
"Comenzaron a intercalarse historias de padres que no estaban orgullosos de sus hijos, de padres ausentes, de padres 'a la antigua'"
"Para mi padre lo que hago es casi como ser un maleante", dijo el otro día un escritor en una cena en la que minutos antes había confesado que ya podía vivir sólo de la literatura. Tras él comenzaron a intercalarse historias de padres que no estaban orgullosos de sus hijos, de padres ausentes, de padres "a la antigua". Historias que se oían como si las dijesen adolescentes y no adultos con la vida hecha y la cabeza asentada. De diez, éramos sólo dos los que estábamos callados porque para qué decir que los nuestros fueron buenísimos ante la orfandad sentimental de los demás.
No fueron los únicos. Hablo en masculino porque parece que la exigencia y la falta de cariño ocurre más si compartes género. También, sobre todo, crece cuando tienes tus propios hijos. La peor frase sobre este tema me la dijo alguien de mi familia: "Cuando fui padre vi lo poco que me había querido el mío. Cuando tienes hijos te das cuenta de lo complicado que es no verlos perfectos y que a ti siempre te han puesto pegas".
De estar en conflicto con esa figura paterna se han escrito libros, poemas, se han hecho películas y canciones. Ese padre como figura literaria y cinematográfica ha sido el artífice de grandes obras y de brillantes personalidades. También de traumas y temores. Porque qué se echa más de menos que un hogar. Qué duele más que en vez de quererte por inercia lo hagan con esfuerzo.
Escribe hoy en este periódico Lucas Méndez un artículo donde se le da la vuelta al género y quizás se dé la vuelta a la sociedad. Habla sobre cómo hemos pasado de escribir en tercera persona a hacerlo en primera. De que ahora no escribimos sobre cómo eran nuestros padres sino cómo somos nosotros -ellos- como figura paterna.
No es la literatura más que un reflejo de lo que somos y parece que los padres ahora quieren ser creadores de entusiasmos y no de traumas que llevarte al psicólogo. Lo que antes era casi como un destino único ahora es una elección que se hace a conciencia y que se manifiesta en las preocupaciones de esta generación por crear recuerdos distintos a los suyos. Por alejar a sus hijos de un peso que en mayor o menor medida parece que llevan muchos sobre la espalda.
Hay una frase de este artículo que me parece que define muy bien la intención, la dice Sergio C. Fanjul, escritor y periodista de El País en una entrevista sobre su libro El padre del fuego en la que narra el nacimiento de su hija y sus dos primeros años de vida: "No quiero dar lecciones de paternidad, pero hay algo básico: hay que querer ser padre y hay que estar presente". No parece complicado.
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