La preocupación por el agua y la sequía en España es un tema recurrente en los medios de comunicación. Imágenes desoladoras de humedales emblemáticos como Doñana, Las Tablas de Daimiel o el Mar Menor han dejado una marca indeleble en la conciencia colectiva. Además, muchas personas han experimentado en sus propias vidas las restricciones en el uso del agua, ya sea en el hogar, en el tiempo de ocio o en su actividad profesional.
Pero, ¿qué está pasando con el agua en España? La política hídrica en España ha estado históricamente centrada en corregir la variabilidad de las precipitaciones mediante la construcción de grandes embalses y trasvases para aumentar la oferta y disponibilidad de agua, principalmente para uso económico. Esta visión del agua como recurso económico contribuyó notablemente al desarrollo del país; sin embargo, la persistencia de este modelo en la actualidad ha resultado en un crecimiento incontrolado e insostenible de las demandas de agua, fundamentalmente en favor del regadío (que consume más del 80% del agua en España) o asociado a grandes procesos urbanísticos y turísticos.
La consecuencia es que, en muchos territorios, las demandas ya superan a los recursos disponibles, y España se ha acabado convirtiendo en el país con los índices de explotación hídrica más altos de Europa (15 de las 25 demarcaciones hidrográficas españolas presentan niveles de estrés hídrico severo según el indicador S-WEI). Además, el estado de las masas de agua (esto es, las fuentes de las que obtenemos el agua para los distintos usos) están muy lejos de cumplir las exigencias de la Directiva Marco del Agua, pues el 48% de las masas de agua superficial se encuentran en mal estado y el 45% de las de agua subterránea están sobreexplotadas, contaminadas o ambas a la vez. Y esto por no hablar de los continuos conflictos sociales, territoriales y políticos generados por la competencia de los recursos y las externalidades negativas derivadas de un modelo de toma de decisiones con una visión cortoplacista y orientada al crecimiento económico de determinados sectores y regiones en detrimento de otros.
A este panorama se le añade la urgencia que suponen los efectos del cambio climático sobre los recursos hídricos que, de no ser abordados de forma decidida, agravarán estos problemas en el futuro: conforme avance el siglo XXI se espera una tendencia de reducción de los recursos hídricos, que será más intensa en el sur peninsular y en los archipiélagos; también un aumento generalizado de las temperaturas, con importantes repercusiones en la disponibilidad de agua dulce, al aumentar la evaporación y la transpiración de la plantas y cultivos, con la consiguiente reducción de la disponibilidad de agua y, a la vez, un mayor requerimiento de agua de los cultivos; y, finalmente, un incremento en la frecuencia e intensidad de las sequías.
La tecnología debe jugar un papel central en la transición hídrica, fundamentalmente mediante las mejoras en la eficiencia en el uso del agua
Las limitaciones del modelo hidrológico actual y la especial vulnerabilidad de España a los efectos del cambio climático justifican la necesidad de abordar una transición hídrica que sea capaz de dar respuesta a los retos presentes y futuros. Esta transición debe asegurar que se disminuya la presión de los recursos, incluyendo de forma realista los efectos del cambio climático y las sequías en la disponibilidad de agua. Y esto pasa por reducir las demandas de agua, fundamentalmente las agrarias. Como el propio Ministerio de Transición Ecológica y Reto Demográfico afirma, la reducción en la disponibilidad de agua para los distintos usos aconseja plantear disminuciones de la utilización del agua del orden del 15% para el año 2050. Será fundamental que esta transición también revierta el deterioro de los ecosistemas, pues en definitiva son la fuente de nuestros recursos, y de su buena salud dependerá la sostenibilidad de los distintos usos y actividades. Esta transición ha de ser además justa, es decir, que ha de ser capaz de corregir las desigualdades de acceso al agua, garantizando un acceso justo y asequible, cumpliendo con el Derecho Humano al Agua, diferenciando entre los distintos tipos de agricultura, y distribuyendo las oportunidades, los costes y las externalidades.
La tecnología debe jugar un papel central en la transición hídrica, fundamentalmente mediante las mejoras en la eficiencia en el uso del agua, como la modernización de regadíos, la implementación de sistemas de detección y reducción de fugas, y la introducción de sistemas eficientes de uso del agua en los hogares y la industria.
Dichas mejoras permitirán corregir las limitaciones y dificultades económicas ambientales que todavía hoy presenta la generación de recursos alternativos, como la desalación y la regeneración de aguas residuales y pluviales, que son recursos estratégicos en situaciones de sequía.
Sin embargo, será un error pensar que solo mediante la aplicación de más y mejor tecnología se podrán afrontar los retos del agua sin abordar también cambios profundos en la forma de entender y gestionar el recurso.
Dicho lo cual, no creo en recetas mágicas y universales. Al contrario, apelo a un diálogo sosegado y sostenido, pues el cambio hacia una transición hídrica de estas características exige una reflexión y un debate profundo sobre el modelo de gestión del agua, que debe incluir a todos los agentes involucrados y al conjunto de la ciudadanía. Precisamente con este espíritu surge en el año 2019 el Observatorio Ciudadano de la Sequía como plataforma científico-ciudadanía, que aúna distintos conocimientos científicos en torno al agua y que tiene como objetivo generar un lugar de encuentro entre conocimiento experto y no experto y fomentar herramientas y metodologías participativas y deliberativas con el fin de socializar el debate público en torno a la gestión del agua y la sequía. La tarea que enfrentamos no se antoja sencilla, pero partimos con la ventaja de que conocemos cuáles son las causas de un problema que es actual y también futuro. Aún estamos a tiempo de adaptarnos.
Jesús Vargas Molina es profesor de Geografía de la Universidad de Málaga e investigador del Observatorio Ciudadano de la Sequía.
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