Los huesos humanos son sagrados o son sólo simbólicos, pero los políticos decentes deberían evitar adornarse con ellos igual que un rey caníbal. Es difícil parecer un cazador de elefantes, un hechicero con maracas o un cocinero de mesón delante de auténticos restos humanos, de huesos reales desclavados un día de la vida, pero Pedro Sánchez lo consiguió en Cuelgamuros. No por ir allí a ver cómo se intenta dar descanso o significado a esos huesos, si acaso tiene sentido el descanso de los muertos. Ni siquiera por ir a mirar cómo los muertos le hacen al presidente una especie de muro de piscina para la Moncloa, como esclavos egipcios desenterrados. No, es sobre todo por hacerse el publirreportaje con huesos como el que se hace el publirreportaje con jamones, incluso con el mono de industria cárnica puesto, el mono de anuncio de jamones en la nave de jamones. Es sobre todo por pasearse entre fémures y pelvis como Rubiales entre palmeras.
Allí estaba Sánchez, en las catacumbas de Cuelgamuros, delante de unos huesos dispuestos más como cubiertos de gala que como restos humanos o arqueológicos, y uno no sabía si el presidente estaba allí para bendecirlos, rezarles, salvarlos, limpiarlos, roerlos, hacer con ellos un conjuro, una sopa, un collar, una ermita o una flauta. Esta extrañeza, esta desubicación que transmitía, viene por supuesto de que Sánchez no tiene ciertamente nada que hacer allí salvo la foto incongruente, presumida y macabra, como un influencer con patines que se hace la foto en Auschwitz. A Sánchez, entre huesos humanos, entre cadáveres desescombrados, entre personas descuajadas de la vida y de su cuerpo, le estaban haciendo un reportaje como de foodie, esa gente que se fotografía con barcazas de sushi o arborescencias veganas. Esos padres y abuelos de la guerra, calcificados en las acequias y el olvido, y para los que Sánchez y los de Sánchez piden respeto, memoria, dignidad, reparación y justicia, de repente eran como platillos exóticos ante los que hacer barridos de cámara, picados aeronáuticos y destapados humeantes para los ojos golosos del presidente y de sus seguidores.
Sánchez, entre huesos humanos como entre huesos de santo de confitería, ante huesos humanos como ante un top manta de falsas tallas africanas, en realidad sólo se vendía él, como el influencer se vende delante de un escaparate, una cascada o hasta una tragedia, que la cosa es vender
Sánchez, entre huesos humanos como entre huesos de santo de confitería, ante huesos humanos como ante un top manta de falsas tallas africanas, en realidad sólo se vendía él, como el influencer se vende delante de un escaparate, una cascada o hasta una tragedia, que la cosa es vender. Sánchez no se hacía una foto con casco en una obra o en una planta envasadora, sino en una fosa común, aunque fuera una fosa común dispuesta para su fácil manejo o ingestión, como esos arroces que se llaman del señorito porque viene todo ya pelado, igual que esos huesos pelados, también huesos del señorito. Sánchez no se hacía la foto en una fábrica de jamones, ni en su Falcon, ni en una sauna, ni con Biden, ni siquiera con ese jeque saudí, Mohamed bin Salmán, al que le dio la cabezada, casi la propia cabeza decapitada, que no le da ni al rey Felipe VI. No, Sánchez se hizo el reportaje dentro de una tumba, y a las tumbas o se va con flores y sales con la foto respetuosa, casi tan respetuosa como una foto con jeque, o se va con instrumental y entonces sales con informe forense. Lo que está más feo es visitar cementerios tomando películas y medidas como para convertirlo en minigolf o en la bodeguilla.
Los muertos no viven en sus tumbas, al sol de tendedero de los cementerios, ni viven en la tierra con rizomas y caracoles, ni siquiera viven en el Cielo, que sólo es un negocio igual que un parking de oraciones y almas. Los muertos no viven tampoco en sus huesos, que dejaron como cáscaras antes de irse a la nada o, como mucho, a la memoria. Pero hay que tener cuidado con los huesos, que igual te prestan la santidad o la razón que te señalan como carroñero. Sobre todo cuando estás entre ellos sin aportar nada a la ciencia, a la historia o al horror, sólo para hacerte fotos con muertos como el que se hace fotos con cachorritos. O para robarles el sentido y la decencia, un poco como Rubiales quiere robar la pureza o la ingenuidad de los cocos caribeños.
Es difícil estar ante restos humanos y parecer que sólo estás viendo alicatados, mampostería o cañizo para el chalecito. Es difícil estar ante restos humanos y parecer que traficas con ellos como un estraperlista de broches de mariposa, pinzas de carey y esculturitas de marfil, siempre un poco vivos en su mineralidad o en su crimen. Es difícil estar ante restos humanos y parecer que te han hecho el reportaje segoviano de crucifijos y cocidos. Es difícil estar ante restos humanos y parecer que te dispones a vestirte de samurái, de novia maragata o de Rappel. Es difícil estar ante restos humanos y parecer que has rechupado almas igual que tuétano. Es difícil estar ante restos humanos y parecer que piensas que aquellos españoles fueron jamones. Es difícil estar ante restos humanos y parecer que simplemente te han servido un arroz del señorito o unas manitas de ministro y ha quedado en la cocina la matanza o el descuartizamiento que te daba pereza o pudor hacer o ver. Pero Pedro Sánchez lo consiguió en Cuelgamuros.
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