Un bulo es una falsedad orquestada de manera intencional para que sea percibida como verdad. Tiene un objetivo específico. Esa definición de bulo –noticia falsa propiciada con algún fin— encaja a la perfección con la manera de actuar y entender la política que tiene Pedro Sánchez.
Su patrón de comportamiento ha sido constante: crear primero contextos falsos, inexistentes, para luego presentarse como el único capaz de salvarnos de las fingidas amenazas inventadas. Lo hizo primero para alcanzar el poder orgánico en el PSOE; lo hizo después para lograr la Presidencia del Gobierno.
Solo fue capaz de ganar la secretaria general del PSOE con la mentira y la demagogia más radical, enfrentando a las bases. Él y sus seguidores representaban la democracia interna; los otros candidatos eran la casta, incluso los que, como Susana Diaz, le habían ayudado a imponerse en las primarias iniciales y cuyo apoyo fue decisivo para ganar a Edu Madina. Solo cuando Susana fue su contrincante, y no su aliada, ella y todos los que la apoyábamos nos convertimos en esa casta que tenía secuestrada la democracia interna y, por lo tanto, la voluntad de los militantes, a los que sólo él representaba. La democracia interna, amenazada.
Unas primarias que se transformaban así en una amenaza existencial para la pervivencia del partido y del socialismo democrático: las bases contra la casta, la maniobra de asegurar que se daba la palabra a la militancia para que fueran los verdaderos protagonistas de las grandes decisiones. El resultado ya lo han visto. El Comité Federal, órgano máximo del partido entre congresos, quedó reducido al papel de pinchadiscos de Raffaella Carrà.
Este guion se ha mantenido y repetido a la perfección para alcanzar la Presidencia del gobierno y mantenerse en ella. El movimiento es siempre similar: de no poder dormir tranquilo si Pablo Iglesias era vicepresidente a nombrarlo él para que todos los españoles durmiéramos con tranquilidad con un gobierno de progreso. Imposible, la verdad, detallar en un artículo todas las mentiras prefabricadas desde La Moncloa para justificar luego las acciones.
Sus gobiernos han sido precarios; nunca ha ganado unas elecciones con solvencia, una victoria que le permitiera desarrollar un proyecto autónomo socialista. Siempre al frente de gabinetes inestables, sometido al chantaje de unos socios que, conociendo su debilidad y falta de escrúpulos, han agotado hasta el máximo sus exigencias. Nunca ha habido negociación política, sino imposición de los líderes que le han acompañado en esta aventura.
Así hasta llegar al acuerdo más vergonzoso de nuestra democracia reciente: garantizar la impunidad de unos políticos --algunos, condenados; otros, huidos de la justicia-- a cambio de siete votos en una investidura. Una amnistía mercenaria que solo sirve para estar en poder, no para ejercerlo. El programa del actual Gobierno finalizó el mismo día de la sesión de investidura.
Acosado por esta realidad, Sánchez utilizó los cinco días de reflexión de la semana pasada para fabricar su último bulo. Debía decidir si continuaba o no al frente del Gobierno, como si pudiera resolver él la cuestión cuando todos sabemos que el único que puede decidir sobre esto es Puigdemont. Tras la mascarada, ha construido el nuevo relato: una democracia en apuros que sobrevive en el lodo. La democracia del fango.
Esta ha sido la reflexión de los cinco días: la democracia está amenazada por los jueces, que no son independientes, sino que están al servicio de las fuerzas del mal; por los medios de comunicación –sobre todo algunos--, también al servicio del maligno; y, por supuesto, por el adversario político, que deja de serlo para convertirse en otro enemigo.
Ante la impotencia para gobernar un país, Sánchez ha decidido liderar una guerra contra los medios de comunicación y contra la independencia judicial. En cuanto a la oposición, señalarla como si fuera una amenaza existencial justifica demoler el principio de tolerancia mutua: si el adversario se convierte en enemigo y pone en peligro la democracia, es legítimo emplear todos los medios para derrotarla. Mejor dicho, para destruirla. Una democracia amenazada presupone una situación excepcional, y una situación excepcional nos obliga a activar medidas excepcionales. Demoler las instituciones o corroerlas; luchar con todas las armas al alcance contra los enemigos: la prensa, los jueces, los críticos.
Pero la verdad es que la fuerza o la debilidad de una democracia es la fuerza o la debilidad de sus instituciones. Y la debilidad se incrementa en una polarización partidista extrema, una polarización que sobrepasa todos los límites y entronca con un dilema existencial. Así, cada elección no supone sólo un posible cambio de gobierno, sino poner en juego la misma existencia de la democracia. Para mantener este estado de cosas es necesario seguir dividiendo, polarizando y enfrentando a la sociedad hasta el final.
Pero, seamos honestos: esta labor es demasiado ardua para una sola persona.
Si Sánchez ha roto las normas de convivencia es porque el PSOE no solo se lo ha permitido, sino que le ha recompensado por ello
Si Sánchez ha roto las normas de convivencia es porque el PSOE no sólo se lo ha permitido, sino que le ha recompensado por ello, olvidando que los partidos son los guardianes de la democracia y que esta responsabilidad recae sobre cada uno de sus dirigentes. Los escasos críticos que existen se han distanciado, como mucho, de las decisiones más polémicas, como la amnistía; pero en ningún caso han promovido acciones concertadas para impulsar un voto en contra de estas decisiones en el Congreso.
Y por otra parte, la derecha democrática se ha convertido prácticamente en una anomalía en la derecha europea con sus pactos con la ultraderecha, dando así argumentos a los demócratas que no quieren ver en el Gobierno a un partido nostálgico del franquismo, del ideario que dio vida a la pesadilla que sufrimos durante cuarenta años de dictadura. La aspiración de esa derecha democrática de ser la única alternativa para acabar con el sanchismo choca frontalmente con su alianza y connivencia con Vox.
No esperen nada de una posible regeneración que venga desde dentro del PSOE. Esa vía está muerta. Pero tampoco de una derecha populista cuyo referente es Milei, como proclama Ayuso.
Construir un proyecto político alternativo al sanchismo desde la izquierda en defensa del Estado social y de derecho, que frene las demandas de los nacionalismos periféricos que rompen la igualdad de los españoles, es hoy la tarea urgente que abordar.
La democracia depende de nosotros. Ningún dirigente político puede por sí solo liquidarla; ninguno puede rescatarla por sí solo. Todos tenemos la obligación de protegerla. Y la mejor forma de hacerlo es ejercer las libertades. Levantar la voz, decir alto y claro lo que pensamos, superando el miedo a ser acusados de traidores o fachas por la maquinaria de propaganda. Hay que vencer la inercia en la que muchos progresistas, especialmente los socialistas, se han situado, ese limbo entre la lealtad y la contención. Esa parálisis intelectual y emocional que les hace dejar actuar a los charlatanes que fabrican los bulos, guardar silencio ante tanto atropello, callarse ante tanta fabulación.
Soraya Rodríguez es eurodiputada del Parlamento Europeo
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