Dado que los pseudo-periodistas hemos sido desacreditados por nuestra animadversión manifiesta hacia la verdad, hemos de fiarnos estos días de los portavoces gubernamentales y sus conmilitones en la prensa para obtener la mejor interpretación de lo que sucedió el domingo en las elecciones catalanas. Podrían extraerse dos conclusiones claras de sus publicaciones: la primera es que el PSC ha obtenido un resultado histórico con ese Salvador Illa de gafas nuevas, rostro blanqueado y sonrisa recién estrenada, fruto -dice Carlos E. Cue- de que ha sido asesorado por Iván Redondo. La segunda deducción que podemos realizar, con los datos de la mano, es que el proceso soberanista ha terminado, dado que ya sólo el 42,3% de los votantes respaldan las opciones nacionalistas. Un porcentaje mínimo, sin duda.
Podría alguien llegar a pensar que un conflicto finaliza cuando las dos partes se dan la mano o cuando, al menos, una de ellas decide poner fin a las hostilidades. Las 'dos coreas' no se disparan, pero nunca han firmado la paz -más allá del armisticio- porque no renuncian a la guerra, del mismo modo que no puede decirse que Bolivia haya abandonado su deseo de recuperar algún dia su acceso al mar o los yanomami, de masacrar -cuando se preste- a los del pueblo de al lado cuando se encabritan. Diría que ni Junts, ni ERC, ni las CUP, ni los ultras e Alliança Catalana han expresado su intención de desistir de la idea de declarar la independencia. Sin embargo, se nos intenta convencer de que el procés ha finalizado. Incluso Alejandro Fernández apunta a que los catalanes han votado en contra (¿hay alguien en el PP que no desbarre?).
Quien niegue estos supuestos, será acusado de fabricar bulos por parte, por cierto, de quienes anuncian que Illa ha conseguido un resultado histórico pese a que, sin ir más lejos, fue peor que el de Pasqual Maragall en 1999, tanto en escaños como en porcentaje de votos. Ellos siempre dicen la verdad.
Mentirosos sin fronteras (de momento)
Son estos propagandistas y contertulios los que escriben la crónica oficial de la realidad española en estos tiempos extraños; y los que aspiran a que sus mentiras sean recitadas y replicadas por la prensa seria. Quien se atreva a cuestionarlas o desmentirlas, a lo mejor se queda sin publicidad institucional porque es acusado de desestabilizador y, por ende, de no contribuir a la 'sostenibilidad democrática', que, en otras palabras, significa que se niega a comulgar con las ruedas de molino que el PSOE aspira a que se zampe.
La realidad catalana dista mucho de los mensajes que lanzan las Mariajesúsmonteros y las Estafaníamolinas de turno. Sucede igual en el caso del País Vasco, donde se ha transmitido la idea de que, tras la renuncia a matar de ETA, ha germinado una nueva sociedad virtuosa en la que cualquiera pueda expresar sus ideas sin miedo a las represalias. Mientras tanto, la izquierda abertzale boicotea los mítines de los partidos constitucionalistas que no traga; y quien exhibe algún símbolo relacionado con España, a lo mejor es acusado de “provocador”. Nótese la distorsión: exhibir la bandera implica cierto riesgo en varios contextos, pero nos quieren hacer creer que los problemas con este nacionalismo han terminado.
Sucede tres cuartos de lo mismo en Cataluña. Se nos anunció hace un par de años que con el indulto a los responsables del 1-O llegaría un apaciguamiento que desarmaría el independentismo y eso no sucedió. Ahora, se pronuncian sin rubor esos mismos argumentos para justificar la necesidad de una amnistía, dado que así los Puigdemont y compañía volverán al redil de las instituciones y renunciarán a su defensa del derecho de la autodeterminación para los catalanes. La falacia es tan inmensa que basta con leer cualquier declaración del líder de Junts -y los de ERC- para cerciorarse de que no pierde ocasión para apelar al referéndum soberanista e incluso a la vía unilateral. Quizás muy pronto nos pida Pedro Sánchez que apaguemos el televisor o nos tapemos los oídos cuando estos líderes aparezcan en pantalla para que no escuchemos lo que dicen... y nos fiemos de lo que cuenta el Gobierno. Es decir, de los bulos que son presentados como verdades oficiales.
De Pujol a Sánchez
Quien disponga de una mirada limpia -o sea, no contaminada por estas falacias- y cierta perspectiva histórica, podrá deducir que el procés no se inició cuando Artur Mas abandonó el Parlament en helicóptero, sino mucho antes, cuando Jordi Pujol inició el proceso de vaciamiento del Estado en Cataluña para intentar transformarla en su cortijo a partir de inversiones públicas dirigidas a los amiguetes, de la confección de una red clientelar muy densa y de la elaboración de un discurso -transmitido día y noche por TV3- en el que se distinguía a esa región del resto de España, como si fueran pueblos separados por altos muros de piedra.
Eso sucede todavía y sucederá. Ni se desactivó el domingo ni sucederá con la amnistía de Puigdemont y su tropa.
Tampoco los cientos de miles de ciudadanos que lo respaldan renunciarán a su objetivo. Si acaso, lo reclamarán con menos fuerza en las temporadas en las que cunda la desmotivación o sus líderes se desgasten. Un radical se dirige por un tipo de odio muy singular, que está compuesto por una mezcla de irracionalidad y superchería. Una vez que abandona el terreno de la razón, es muy difícil volver a dirigirlo hacia allí. Máxime si los periodistas que han hecho carrera gracias a avivar el odio interregional siguen disponiendo de infinito espacio para soltar sus monsergas sobre Madrid D.F. y sus múltiples enfermedades.
Ante esta situación, muchas veces sólo queda el imperio de la ley, que suele ser más útil para quienes viven allí y no se han talibanizado que para los ciudadanos del resto de España. Si el Ejecutivo accede a abandonar el terreno constitucional para pactar con los integristas, no solucionará el problema, sino que lo agravará. Todo será, como siempre, por unos cuantos votos o por la tan habitual estrategia de negación de la realidad, que es propia de los traumatizados y de los hombres profundamente enamorados de la persona equivocada.
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