Creedme, de todas las profesiones improductivas posibles, de todos los admirables oficios incompatibles con la prisa, la comezón pragmática y las ansias del siglo, de cuantas actividades espurias hay a las que dedicarse de entre aquellas que no se enseñan en las escuelas de negocio, la de detective de libros, la de discreto buscador de tesoros y retazos de otras vidas en bibliotecas perdidas y librerías preteridas es, de cierto, la más nutritiva y remuneradora que conozco, aunque no nos ganemos la vida con ello.
Alcanzado ese estado -falaz- de aparente equilibrio entre las coordenadas del espacio-tiempo que rige cualquier proyecto de biblioteca personal (espacio para alojarla, tiempo para leerla), hay una secuencia histórica que se repite en la vida del bibliógrafo y que, una vez se sigue, lo convierte a uno, irremediablemente, en un inspector de estantes alimentados con los despojos y naufragios editoriales, en un fino rastreador de semblanzas personales construidas alrededor de las peripecias del libro y las andanzas vitales de quienes los poseyeron antes que nosotros.
Tirar del hilo, toparse con una señal palpitante, con un indicio concluyente; dar con una pista certera, con un rastro sensato, con la clave del enigma y la excusa que nos lleva otra vez a caer -ay- en la tentación de ensanchar los confines de la biblioteca propia, perdida ya la batalla formal del ahorro frente a los aguijones de la prodigalidad, descontada, acaso, nuestra cuota de gloria y el ansia de posteridad en las inercias de las interminables jornadas en la oficina del catastro de rústica, en la minería de bitcoins, en los tremedales de la política, en el juzgado o enredados entre los arcanos de la administración de fincas.
Entrar en una librería de viejo, poner a trabajar el algoritmo pretérito de la experiencia y la intuición, la combinación infinita de opciones adquirida entre los centenares de lomos y portadas sobre los que nuestros dedos y nuestra vista se mueven con la soltura del cirujano, asomarse a un sendero de letras que conduce a la sombra, al silencio y al polvo de los anaqueles, a la emoción y la devoción rebosante que otros sintieron antes que nosotros al encontrar y adquirir el más extraordinario de los objetos, el libro que uno busca, con su credo, sus vidas, con su orteguiana circunstancia.
Llegar a casa con el paso apresurado y las maneras esquivas del contrabandista, despejar el escritorio y depositar el alijo en él, admirando las rectilíneas formas, el olor del papel gastado, la tipografía añeja que nos habla de esas desaparecidas imprentas de “Hijos o Viudas de”, del esfuerzo y la pericia del cajista, del mar de tintas, del recuerdo de la presión de la plancha sobre la resma de papel, de las huellas del tiempo en esa portada fatigada con la que cruzamos una primera mirada que nunca será ya tan limpia ni candorosa como la que le regaló su primer tenedor, hechos los ojos a la costumbre, al adulterio de las bibliotecas, al hábito y a la pereza de las pantallas y los dispositivos digitales.
La de detective de libros, la de discreto buscador de tesoros y retazos de otras vidas en bibliotecas perdidas y librerías preteridas es, de cierto, la profesión más nutritiva y remuneradora que conozco, aunque no nos ganemos la vida con ello
Abrir el libro y demorarse en esa primera página con la filiación, la dedicatoria o la firma manuscrita de su antiguo propietario, aquellos 'Lalo', 'Jesús Centeno', 'Angelita', 'Doctor Satrústegui' que nos empujan hacia atrás en la historia y nos remiten, centrifugados, por los confines de los mapas y la geografía de los afectos, por las librerías ya cerradas de Santander, de Lima o del Madrid de Espronceda o de Galdós, por esos lugares en los que mucho antes de descollar el penúltimo Starbucks o la vaciedad civilizatoria de una tienda de fundas de móvil hubo alguien que entró, cargado de sentimientos nobles y benignas intenciones, con el deseo de solemnizar la adquisición primera de esa obra, de ese libro que, como un tesoro sobado, cae ahora en nuestras manos de auditores de fondos de bibliotecas.
En este punto, no hay dique o presa que pueda contener el desbordamiento de la fantasía del detective bibliófilo, los desvíos de su imaginación excitada al contemplar esa primera página dormida que nos recibe, el ex libris orlado de hojas de acanto, mares agitados y capiteles jónicos, como una rectangular ventana indiscreta a las vidas de otros que ya no están, que quedaron atrapadas entre las guardas de unos ejemplares añosos que nos arrastran, forzosamente, a otra trabajosa investigación.
Ante nuestros ojos se despliegan, en carrusel, los cumpleaños y los aniversarios de los difuntos titulares, los amores correspondidos, los misterios de alcoba y el hambre de saber del estudiante, la doliente disciplina del opositor, el oficio y la tenacidad del maestro del grupo escolar republicano o el orgullo de la incipiente biblioteca -hoy exangüe y despezada - del abogado de provincias, las ínfulas librescas del indiano, los tomos solemnes en las repisas del despacho del Notario o la colección de semblanzas del urbanita liberal del XIX, próceres de otra época que no vivieron para contemplar el desmenuzamiento sistemático y la vergonzante subasta, por sus herederos, de su bodega de Riojas, de los pilares fundantes de su biblioteca, claves de bóveda de un legado borroso y caduco en el que, sabido está, no vale la pena empeñarse en vida.
Una inquietante anotación “¿moriré?” plasmada con trazo nervioso y letra de mujer por una fountain pen en las páginas centrales de una Guía Baedeker de París, fechada en 1869, para la que no somos capaces de conjeturar nada bueno, pues nos faltan detalles, correlatos y referencias cabales, aunque nuestra imaginación folletinesca nos lleve a invocar la figura de alguna protagonista de las intrigas de la Corte de Napoleón III o a la agonía doméstica de una enferma, vecina de esos barrios medievales parisinos desapareciendo bajo el ímpetu higienista y la obra pública modernizadora del Barón Haussmann.
Una referencia de mi amigo Enrique B. sobre la feliz reunión en Sevilla, en mayo de 2024, de algunos tomos de la desaparecida hemeroteca del Duque de T’Serclaes, procedentes de la Universidad de Connecticut, que nos llevan a indagar en las peripecias vitales del noble andaluz y en las andanzas de sus conmilitones en la enigmática Sociedad de Bibliófilos Andaluces; el hallazgo en la Feria del Libro Antiguo de Alicante, procedente de Cerdeña, de unos volúmenes de biografías de personajes insignes cuidadosamente conservados y con la firma manuscrita de una desconocida Mary O.A. Boreham, de la que pronto conocemos – bendito Google- que emigró a Canarias desde Pimlico en 1890, con su marido Walter -tuberculoso severo- buscando la bonanza de un clima más propicio con el que hacer frente a los rigores de la enfermedad del esposo y abogado.
Aquí hay material. Un escalofrío recorre nuestra espalda al evocar la peripecia decimonónica de los Borehams en ese rincón tinerfeño apartado de la civilización y los rigores brumosos del Londres Victoriano. La huella de nuestra protagonista, esa Mary B. de una pieza de la que, indagando, sabemos que fue sobrina del Cónsul de los Estados Unidos en Tenerife, en esos años en los que el pujante gigante norteamericano conspiraba ya para arrebatarle a la España de la Restauración canovista sus preciadas posesiones en Cuba, con ese golpe maestro de la geopolítica que nos metió de bruces en las crisis, las sombras y la nostalgia crítica del 98, que a veces parece que no hemos dejado atrás.
Los pecios de la biblioteca de Mrs. Boreham – vendidos por casi nada- nos hablan de la originalidad, el ingenio y las creencias anglicanas unitarias de una mujer inglesa tenaz que recorrió los senderos del norte de Tenerife a lomos de un burro, prestando a sus entonces pocos compatriotas algunas de las obras que ahora caen en mis manos y que poco a poco integraron la colección de más de 30.000 volúmenes -ya fragmentada- de lo que primero fue la “Orotava Library” y hoy es, desde hace más de 120 años, la Biblioteca Inglesa del Puerto de la Cruz, un tesoro escondido en un rincón tranquilo de esa villa chicharrera, construido alrededor del compromiso cultural y la azarosa vida de esta intrépida señora Boreham, nuestra Proud Mary, que ahora se nos revela, siglo y medio después, como protagonista de nuevas pesquisas librescas.
Mientras sigue el ruido furibundo de la política y prolongamos el exilio voluntario y forzoso de una vida pública romantizada que nos devuelve, entre pausas, la infantilizante ejecutoria de un Presidente de gobierno con dudas y una ortografía pedestre; en este momento en el que el mundo mira con interés, y no pocas prevenciones, las conquistas disolventes de la inteligencia generativa; en esta hora crucial en la que nos abstenemos de entrar en debates definitivos sobre quien deba guardar la portería del Madrid en la Final de Londres, un batallón silente de detectives de libros, una compañía de discretos y tercos buscadores de tesoros de papel, perfectamente organizados, se cuela entre las bibliotecas perdidas de los cuatro puntos cardinales, recomponiendo, para que no se pierdan, los retazos de las vidas vividas por otros.
Lo sé; no aprendemos. Hay, seguro, otros trabajos más remuneradores, aunque a nosotros lo que nos guste sea empujar hacia el futuro las múltiples vidas del libro, su credo, su orteguiana circunstancia.
Como aquella mujer del París del Ochocientos, llenos de este oficio ¿moriremos de hambre?
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