Perdió Nadal ante Zverev. Fue un gran partido en el que el tenista español demostró que había ido a Roland Garros no a exhibirse, sino a pelear por llegar hasta lo más alto. Como ha hecho siempre.

Nadal, que cumplirá 38 años la semana que viene, se resiste a decir adiós. "Hay un alto porcentaje de que ya no vuelva a jugar aquí, pero no puedo decir que haya un cien por cien", dijo tras el partido, aguantando las lágrimas, mientras el público puesto en pie le aplaudía como el que ha sido y será por mucho tiempo el héroe de París. No se hace a la idea de marcharse. Quiere seguir jugando porque el tenis lo es todo para él. Pero el tiempo y las lesiones ya no le dejan margen. Morirá con las botas puestas.

Nunca he disfrutado tanto con un deporte como viendo jugar a Nadal. Y me aficioné siendo niño con Santana, luego con Orantes, con Corretja, Ferrero... Pero quedará para siempre en mi memoria aquel partido, del que John McEnroe dijo que había sido el mejor de la historia, con Roger Federer en la final de Wimbledon de 2008. Fueron casi cinco horas de sufrimiento, de emoción y, al final, de alegría. ¡La de horas que he pasado rememorando los puntos imposibles de aquella final con mi amigo Julio Cesar Iglesias! Rafa tenía entonces 22 años y era el número dos del mundo, Federer era el indiscutible número uno.

Con su manera de comportarse, un tanto apocada, a mil kilómetros de la soberbia, Rafa nos ha hecho sentir a millones de españoles orgullosos de serlo

¿Cómo fue capaz aquel chaval de ganarle a un Roger Federer que pasaba entonces por su mejor momento? ¿Cómo supo derrotarle a pesar de que la técnica del suizo era mucho más depurada? ¿Cómo lo hizo siendo su saque mucho peor (mientras que Federer le hizo 25 aces, él sólo logró colocarle 6)?

Su fuerza siempre ha estado en su mentalidad. Ha sabido superar momentos muy difíciles, resurgir cuando todos le daban ya por eliminado o finiquitado por sus lesiones. Fortaleza mental y frialdad a la hora de buscar el lado más débil de su contrincante, esas han sido sus armas. Hasta la bola final, hasta el match ball definitivo, Nadal ha conservado la sangre fría. Por eso, a diferencia de otros grandes, como el mencionado McEnroe o Novak Djokovic, él nunca ha roto raquetas o se ha encarado con el público. Es un caballero del tenis. Probablemente, el tenista más querido del planeta y de la historia.

Y, sin embargo, no es un divo. Y mira que es difícil no serlo habiendo ganado catorce veces Roland Garros, dos veces Wimbledon, dos veces el Abierto de Australia y cuatro el de Estados Unidos. Sólo ha habido un jugador que le haya superado en títulos de Grand Slam: Djokovic.

Su timidez no es fingida. He tenido la ocasión de saludarle alguna vez y él siempre ha sido atento, amable. Ha tenido buenos maestros. En especial, su tío Toni, quien, además de ayudarle a mejorar algunos de sus golpes, le enseñó la virtud de la modestia. "Al final, el tenis consiste en hacer pasar la pelota por encima de una red", solía decirle a Rafa para que no se le subieran los humos.

Esa figura un tanto frágil, apocada a veces, a mil kilómetros de la soberbia, nos ha hecho sentir a millones de españoles orgullosos de serlo. Nos ha hecho amar al tenis y, sobre todo, apreciar el esfuerzo, las ganas de luchar, el valor de no rendirse nunca. Por mucho tiempo que pase, Nadal estará ahí, entre nosotros. Le debemos 20 años de felicidad y de orgullo.

No he podido resistirme a decirle este medio adiós.