Cuando los indepes subieron el jueves a la tribuna del Congreso para descomponerle a Sánchez su relato o su pose desde las alturas, como a manguerazos, el presidente no estaba. Gabriel Rufián, que no da discursos sino que se come bocatas o se fuma pitillos, dijo como apagando una colilla: “Próxima parada: referéndum”. Y Míriam Nogueras, con teas en las manos y en los ojos, declaró que aquella ley no era “perdón ni clemencia”, sino una “victoria” contra el “Régimen del 78”. O sea, una victoria sobre el propio Estado de derecho. No es Feijóo, con su prosa de retranca un poco atrancada, sino los propios indepes, los que desmontan mejor el mito de la concordia y la rosita de celofán que nos ha querido vender Sánchez con su amnistía (se amnistía a él mismo antes que a nadie). Bueno, aún mejor la desmonta el Sánchez del pasado, que ya parece un personaje de Woody Allen. Los manguerazos sonaban en el escaño vacío del presidente a canalón sobre chapa, y es que nada de eso importa en realidad. Por eso no estaba Sánchez, porque la amnistía se aprobaba para que él ya no tuviera que estar en ningún sitio salvo en carroza.
La amnistía nunca tuvo que ver con la concordia, ni con el golpe indepe, ni siquiera con Cataluña, que Sánchez hubiera hecho igual una amnistía para los béticos si le hubiera hecho falta el voto de los béticos, ese voto santo, con beso en las llagas, igual que lo es el voto sanchista. La amnistía sólo tenía que ver con Sánchez, con la necesidad de Sánchez, con el colchón de Sánchez, del que sólo sale, ya digo, para montarse en carroza e irse a Europa o donde sea por sus caminos de fango, como un príncipe rococó. La ausencia de Sánchez en el Congreso, mientras el Hemiciclo sonaba como un bombo de la lotería o como una pelea de taurinos, es una maravillosa alegoría de la ausencia de Sánchez de la política. Hay una distancia majestuosa de Sánchez con la política, porque no puede ser política, sino otra cosa, no estar atado a ninguna promesa ni a ninguna convicción, ni siquiera las más generales sobre la propia democracia. Todos en ese Congreso tienen su idea, su fanatismo, su dogma o su patria, menos el PSOE, menos Sánchez, quiero decir, que sólo flota hacia su colchón como hacia un nenúfar.
Entendemos mejor a Sánchez mirando a Begoña y entendemos mejor a Begoña mirando a Sánchez, seguramente porque son inexplicables el uno sin el otro
A Sánchez lo niega la oposición, lo niegan los indepes, lo niegan su pasado y el pasado de su partido, se niega él mismo sucesivamente, como un bromista pesado, y lo peor es que esta capacidad de estar ausente o más allá de la política, de la lógica, del tiempo, de la coherencia, de la verdad, no parece tener límite. Y, a pesar de todo, creo que la ambición de poder no es suficiente para describir a Sánchez. En realidad, tampoco se puede decir que Sánchez tenga demasiado poder. A Sánchez lo humillan los indepes, Bildu y hasta Yolanda Díaz cuando le sale el activismo flamenco; no puede presentar presupuestos, se le caen las leyes como botones, cada votación es un calvario y los acreedores y remiendos le hacen parecer ridículo como Carpanta. Su propio partido está perdiendo la mayoría del poder local y ya sólo queda la Moncloa como un buque fantasma con velamen de gloriosos harapos de Tàpies. Se diría que Sánchez no quiere poder ahora ni gloria en los centones de la historia, sino que sólo quiere figurar, que sólo es un presumido o un hortera con piscina infinita en la Moncloa, escaño descapotable y un zapato que le brilla en los plenos como un diente de oro. Puede parecer ridículo, pero fíjense en su mujer, Begoña Gómez.
Hemos conocido por la prensa, por ejemplo, que la señora presidenta del Gobierno exigió a su consultora aparecer como licenciada sin serlo, ya ven la tontería. Es un poco como esos jeques falsos de Antonio Ozores o esos machos ibéricos lanudos de Landa, siempre increíbles y efectivos, que seguramente ni al personaje, ni al guionista ni al espectador le importaban la verosimilitud. También hemos conocido que la señora presidenta del Gobierno creó una sociedad mercantil para distribuir el software que Indra, Telefónica y Google habían desarrollado para la Complutense. El software es carísimo como casi todo el software, pero resulta que éste, de momento, se ofrece gratuitamente a las empresas, así que no sabemos para qué se crean la sociedad, la marca, las páginas webs y hasta los logotipos como olímpicos implicados en la extraña maniobra. Puede que todo se pretenda monetizar en un futuro o, a lo mejor, que de nuevo se trate sólo de figurar. Figurar de licenciada sin ser licenciada, figurar en una cátedra sin ser catedrática, figurar de “sostenéibol” a base de humo, figurar en reuniones de alto copete sin pintar nada, figurar de empresaria de éxito dando sablazos, como decía nuestro director Casimiro García-Abadillo; figurar como princesa de la Moncloa, como hada madrina de los emprendedores y como burbuja de Freixenet de LinkedIn, siendo nadie. A ver si no va a ser negocio, sino sólo boba o enfermiza vanidad.
Entendemos mejor a Sánchez mirando a Begoña y entendemos mejor a Begoña mirando a Sánchez, seguramente porque son inexplicables el uno sin el otro y juntos son el gran enigma nacional desvelado por fin. El poder o la presencia que desde fuera parecen obviamente ridículos a ellos les supone todo por lo que luchar en esta vida, así muera la política o así muera el inglés mercantil. Cuando Sánchez se baja de la carroza, el único sitio en el que le importa estar, yo me lo imagino reuniéndose con Begoña en el colchón de la Moncloa y revolcándose en diplomas de másteres y estampillas del Estado como los atracadores que se revuelcan en billetes.
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