"Europa no se hará de una vez ni en una obra de conjunto: se hará gracias a realizaciones concretas, que creen en primer lugar una solidaridad de hecho". Lo dijo Robert Schuman, entonces ministro francés de Asuntos Exteriores, el 9 de mayo de 1950, en una declaración que hoy se considera el discurso fundacional de la Unión Europea. 

Hoy, casi 75 años después, yo me pregunto: ¿se podría frenar de golpe un proyecto como la UE?

Tras la reunión celebrada hace una semana en Madrid con Vox como anfitrión, toda la atención mediática se centró en los insultos de Javier Milei y la crisis diplomática surgida entre España y Argentina. El ruido, una vez más –como ya es norma en la escena española– impidió una lectura política de la foto de ese encuentro, más cavernario que libertario. Una foto, además de con el mencionado Javier Milei, con el exprimer ministro de Polonia, Mateusz Morawiecki, del Partido Libertad y Justicia (PiS); el líder del partido ultra portugués Chega, André Ventura, la primera ministra italiana Giorgia Meloni, la ultraderechista francesa Marine Le Pen y el presidente húngaro Viktor Orbán.

Si a esto sumamos a Los Verdaderos Finlandeses y Los Demócratas de Suecia, en el norte, y al ganador de los pasados comicios en Países Bajos, el PVV de Geert Wilders, el resultado es un retrato de familia casi completo del nacionalismo de extrema derecha; la estampa de lo que podría ser el tercer –o incluso segundo– grupo del Parlamento Europeo tras los próximos comicios del día 9.

La reunificación en un solo grupo parlamentario depende de la voluntad de dos mujeres: Giorgia Meloni, líder de ECR (Conservadores y Reformistas) y Marine Le Pen, de ID (Identidad y Democracia), los dos grupos en los que se ha dividido la ultraderecha europea en esta legislatura, lo que no ha dejado ver con claridad la fuerza y el amplio respaldo popular con que cuentan. De haber estado unidos, habrían sido el tercer grupo del Parlamento, solo por detrás del Partido Popular Europeo (PPE) y de Socialistas y Socialdemócratas (S&D).

La mayor y más profunda diferencia entre ambos grupos era la posición pro Putin de Marine Le Pen y los suyos, y la oposición frontal al dictador ruso como amenaza existencial que tenían los líderes polacos y húngaros, entre otros. Esa diferencia es la que parece haber sido capaz de superar esta ultraderecha europea, junto con la necesidad de Le Pen de separar su destino político del de los extremistas radicales de Alternativa por Alemania (AfD) a los que recientemente ha expulsado de su grupo tras las últimas declaraciones de su líder afirmando que no todos los miembros de la SS eran asesinos. 

La presidenta de la Comisión y líder de los populares europeos, Ursula von der Leyen, ya ha anunciado su disposición a llegar a acuerdos con Meloni porque "con ella se puede trabajar". La pregunta pertinente es si podría trabajar también con otros –como Orbán, que salió del PPE, o con por la francesa Marine Le Pen que figura en todos los sondeos como posible futura presidenta de la república– si finalmente conforman un supergrupo de extrema derecha en el Parlamento Europeo.

Y más pertinente aún es la cuestión de qué precio están dispuestos a pagar los conservadores europeos por normalizar relaciones con los líderes de la ultraderecha: qué coste les puede suponer pactar con proyectos nacionalistas identitarios, xenófobos y excluyentes que escribieron las peores y más tristes páginas de nuestra historia reciente.

El precio de sus votos se medirá en exigencias concretas que destruirán sin duda la solidaridad de hecho de lo que Schuman consideraba la argamasa necesaria para construir el proyecto europeo. 

El peligro es la paralización de las políticas comunes sobre las que avanza la UE: el pacto verde, el pilar social, la política fiscal y el espacio Schengen de libre circulación vinculado a las exigencias de una política migratoria de control de fronteras contra lo que ellos entienden como amenaza existencial para Europa… El peligro es que entre sus primeras exigencias estará eliminar la condicionalidad de los fondos europeos vinculada al cumplimiento del Estado de derecho, una de las herramientas que permiten a la Unión evitar que un determinado país vaya en contra de los valores que deben regir el espacio comunitario y que compartimos los demócratas: respeto de la dignidad humana y los derechos fundamentales, libertad, democracia e igualdad. El Estado de derecho, elemento primigenio de lo que hoy es la UE, acabará maltrecho.

Sin duda las primeras en sufrir este recorte de derechos fundamentales serían las mujeres. Los ataques a los derechos sexuales y reproductivos son santo y seña de los grupos ultraderechistas, que no dudarán en limitar todo lo posible lo conseguido por los colectivos feministas en las últimas décadas. 

La Europa que surgiría de la cesión al nacionalismo ultraderechista europeo no tendría nada que ver con el proyecto que hemos venido construyendo los últimos 75 años

No sé si, como mantenían esta semana en el Financial Times los líderes alemán y francés, Olaf Scholz y Emmanuel Macron, Europa está en peligro de muerte; pero, desde luego, la Europa que surgiría de la cesión a las exigencias del nacionalismo ultraderechista europeo no tendría nada que ver con el proyecto que hemos venido construyendo estos últimos 75 años. 

En definitiva, y como cada vez que los demócratas necesitan votos de los ultras para mantenerse en el poder, salen perdiendo los derechos de los ciudadanos. Estos pactos siempre se hacen a costa de unas democracias cada vez más vapuleadas y débiles. La socialdemocracia europea que denuncia estos acuerdos de la derecha con la ultraderecha y que debería ser su dique de contención tiene una enorme responsabilidad.

España es el ejemplo más reciente. Paradójicamente, mientras Pedro Sánchez y Yolanda Díaz gritan en los mítines que no se puede tener ningún tipo de connivencia con la ultraderecha, ambos representan el mejor ejemplo de los costes que tiene pactar con ella, suprimiendo cualquier reparo ideológico exclusivamente para mantenerse en el poder: ahí está la amnistía para un grupo de políticos corruptos aprobada esta misma semana, un acto de corrupción sobre el que descansa esta legislatura.

Los aplausos de diputados socialistas, de Sumar y de Podemos en el Congreso al ser aprobada esta amnistía ad hominen que vulnera el principio de igualdad y la separación de poderes son aberrantes, Ellos saben –como los entusiasmados independentistas con los que coincidieron en los aplausos– que esta cesión inadmisible abre el camino a pactos con el secesionismo de corte xenófobo e identitario en Europa. 

Es la antítesis de los valores europeos. Hasta ese punto llega lo incompresible de un pacto firmado en nombre de la democracia con los nacionalismos identitarios y los populismos que conspiran contra ella.

Aliarse con Puigdemont equivale a hacerlo con Meloni, con Orban y Le Pen

No están tan lejos las amenazas que sufre Europa con las que sufrimos aquí: pactar con partidos antieuropeos que quieren destruir el proyecto comunitario es lo mismo que pactar con aquellos que quieren destruir España, una democracia nacida del gran acuerdo del pacto de la Transición del 78. Salvar el corto plazo a cualquier precio destruye el futuro. La ausencia de escrúpulos, que para algunos equivale a astucia política, lo que hace es corromper las democracias. 

Lo digo con más claridad, porque cuando se ignora el sentido de las palabras para romper con más comodidad las promesas hechas parece que todo da igual, que nada importa. Lo digo con nombres propios: aliarse con Puigdemont equivale a hacerlo con Meloni, con Orban y con Le Pen. Ganan ellos, perdemos todos.


Soraya Rodríguez, eurodiputada, es candidata de Izquierda Española en las elecciones al Parlamento Europeo