Yolanda Díaz ha besado a Borja Sémper y el beso se ha quedado ahí, en la mejilla de él, como en un pañuelo, como en una carta, como en un espejo, como en un verso de Salinas. El carmín es la sangre de los besos, que sangran siempre por fuera o por dentro, así que Borja Sémper, con la mancha de carmín como la estocada de una mariposa o de una flor de lis, se ha quedado herido de beso y asaeteado de mujer, con la cara un poco de tonto, como todos los hombres besados o apuñalados de beso. Yo creo que todos aceptamos el beso de cortesía mientras no dure mucho, mientras se evapore durante el propio beso o ni siquiera llegue a darse, como esa gente que saluda besándose, muy de perfil, su propia oreja. Pero si el beso se queda un poco más, si el beso sangra por el carmín o por el cariño, enseguida nos recuerda que antes que nada somos personas, no compañeros o políticos o rivales, y entonces surge el azoramiento y la ternura, en los que se besan y en los demás, claro.

La izquierda bolivariana y la derecha ultraderecha se han besado sin querer, o quizá queriendo más que nadie

La política era guerra y fango y de repente un beso nos ha parado, como un eclipse con la luna igual que labios, como una Navidad en las trincheras. La izquierda bolivariana y la derecha ultraderecha se han besado sin querer, o quizá queriendo más que nadie, con esa necesidad que tiene a veces el ser humano de abandonar el conflicto al reconocer en el otro no un enemigo sino un igual. No nos hubiéramos enterado si el beso se hubiera volado como la mayoría de los besos, que no cuajan, que no sangran, que se quedan en un segundo de escarcha o de viento. Pero el beso se quedó ahí, en la cara de Borja Sémper, que yo creo que de repente se sintió indefenso ante el beso como ante una gran cimitarra. Quizá el político sabe defenderse de la política pero no sabe defenderse de un beso, o sea de una persona que viene como desnuda de política y te planta un beso apolítico, prepolítico, neolítico o genesíaco, un beso que parece comenzar toda la humanidad otra vez, como el primer beso.

A Sémper se le quedó cara de niño besado por la enfermera o la maestra, de niño besado tras caerse de la bicicleta, un beso tras la mercromina también color de beso, ese beso de la madre en la cara que viene después del primer beso en la rodilla, porque la madre parece besarte no como a un hijo sino como a un cristo. Yolanda, en cambio, práctica como lo son las mujeres por aprendizaje histórico, lo que quería era borrar el beso, que es algo imposible y de ahí la ternura del gesto. Borrar el beso enseguida, borrar la herida de lanza que había quedado en el pobre Sémper como la herida de Amfortas, borrarla con un poco de pudor de haberla abierto sin querer o queriendo, que eso da igual porque ahí quedaba el beso manante y sagrado como el Grial. La mujer curativa, la mujer restauradora, la mujer pacificadora, que es verdad que suena a tópico pero son tópicos que ha usado también la propia Yolanda en la política. Lo que pasa es que ahora no había política, sólo había dos personas mostrando inesperada o inevitablemente ternura, y todas las demás enterneciéndonos con ellas, claro, que es lo que se llama empatía, algo que creíamos abolido no ya en la política sino en el mundo.

Sémper se quedaba con el beso como con una mancha de mora, y Yolanda, ya digo, lo que intentaba era borrarlo lo antes posible, que hay pudor y quizá también coquetería en eso. Hay una ambigua coquetería siempre en querer deshacer lo que se ha hecho sin que nadie sepa si se quiso hacer o no, una coquetería que maneja mucho mejor la mujer, que deja carmín o miradas o pañuelos enigmáticos mientras el hombre sólo deja feas certidumbres igual que deja pelos. Pero, sobre todo, a mí lo que me parecía era que, contra ese beso que había quedado indeleble, o sea contra la humanidad que se había revelado y rebelado por encima de las diferencias, permanecía un pudor no erótico sino político. El pudor del duro político que se ha visto rodeado y vencido por un momento de ternura como el guerrero que se ve rodeado y vencido por un claro de luna. Y una ternura que se nota real, que no se puede disimular, como no se puede disimular a veces el deseo. Y eso es lo que nos ha sorprendido, porque no imaginábamos ya a los políticos siendo personas, a los políticos clavándose y desclavándose besos, aparte de los besos de estatua, besos fríos y repulsivos, que se da Sánchez a sí mismo.

El beso, “tan corto que duró más que un relámpago”, en realidad duró mucho más. Duró más que la caricia de Yolanda, que no era caricia y por eso lo era más, y más que el mareo de Borja, que tenía cara de mareado (los hombres enseguida nos mareamos con los besos, con los perfumes y con las piernas). El beso, como ocurre con algunos besos, pudo ser insignificante pero puede llegar a ser eterno. El beso, o más bien lo que no fue el beso, la conexión o el olvido que de repente propiciaron el beso, yo creo que ha trascendido a la anécdota, a ser la foto del día o el suspirito del día como el beso de mantequilla de dos príncipes herederos. A lo mejor estamos todavía con ese beso, como el adolescente con el beso de ayer, porque es el beso que nos gustaría que pudiéramos darnos todos, o casi todos, un beso no erótico sino simbólico, no como un beso de Klimt sino como un beso de Banksy. Claro que lo mismo los besos eternos, como los amores eternos, duran lo que una tormenta (Brassens) o un prelavado. Igual que la Navidad no pudo parar la Gran Guerra, este beso tampoco parará la guerra de nuestra política. Pero hoy, como dijo el poeta, estamos besando un beso y estamos besando más lejos, que ya es una novedad, un descanso, una tregua.