Circula estos días un vídeo de Magdalena Álvarez en el que denuncia el haber sido víctima de una injusticia. Lo hace con ceño fruncido, boca arrugada y voz temblorosa. “Mi objetivo es que mis nietos no busquen en internet y lean que su abuela es una corrupta”, viene a decir, intentando disimular su honda satisfacción por la decisión del Tribunal Constitucional de estimar parcialmente el recurso de amparo que presentó, tras ser inhabilitada en 2019 -durante 9 años- por prevaricación. Después de ‘Maleni’ llegará José Antonio Griñán; y, posteriormente, la cuestión más relevante, como es el reescribir la historia del caso EREs para subrayar que el PSOE no tuvo nada que ver en ese robo a mano armada al esforzado contribuyente. Ya se sabe, con la corrupción sucede como con el dopaje deportivo: nunca es cosa de las organizaciones, sino de los vicios de particulares.
Poca duda cabe de que el Tribunal Constitucional de Cándido Conde-Pumpido tiene una agenda; y que esa agenda no es ‘especialmente incompatible’ con los intereses del Ejecutivo por la razón que sea, que en realidad es la de siempre. Triste, oprobiosa y política. Es la que lleva a cualquier institución a funcionar en función de si su mayoría es progresista o conservadora... con mayor o menor disimulo. Ésta es la manifestación contemporánea del turnismo, en lo que supone una estafa al contribuyente y a la lógica democrática. En lo que deriva en el secuestro del país y en el engorde de unos partidos convertidos en plantas trepadoras.
Se preguntará el ciudadano el porqué esto sucede así. La respuesta no por vieja es menos incómoda: esto es lo que hay. Aquí siempre ha funcionado así. De hecho, no ofrece signos de mejora, al revés. El fiscal General del Estado ejerce estos días como el ministro número 23. Y el perdón de los pecados a Magdalena Álvarez, a Griñán o a los autores de la ‘revolución catalana’ de 2017 transmiten la sensación de que los vicios en el ejercicio del poder no derivan en penas contundentes. Al contrario.
¿Buen pacto? Veremos...
Así que suena bien el pacto para renovar el Consejo General del Poder Judicial tras 2.000 días de bloqueo. También parece lógico el compromiso que prevé el refuerzo de las mayorías necesarias para aprobar las decisiones en este órgano. O el que dejará al Gobierno al margen en el proceso de selección del presidente del Tribunal Supremo. Ahora bien, entre los fuegos artificiales que suceden a los anuncios importantes y la puesta en marcha de lo acordado hay una distancia grande… enorme. Tanto, que ese trecho ha conducido hacia el abismo en no pocas ocasiones.
Porque -por poner un ejemplo- pactaron PP, PSOE, PNV y Podemos en marzo de 2021 la renovación del Consejo de Administración de Radiotelevisión Española para desbloquear esta empresa y anunciaron la despolitización definitiva de esta corporación, que cuesta 1.200 millones de euros al año.
Para conseguir este objetivo, pusieron al frente a un independiente, como era José Manuel Pérez Tornero, y proclamaron que, a partir de entonces, debería respetarse en Prado del Rey el “espíritu de consenso” alcanzado por los grupos de parlamentarios, que permitió que el presidente fuera elegido por una mayoría más amplia incluso que la de dos tercios que necesitaba.
A la hora de la verdad, las batallas partidistas han impedido que RTVE vuele libre. En realidad, esto no sucede desde 2021, sino desde que en 2007 se creó la corporación y se decidió que su presidente fuera elegido en las Cortes Generales; y no en Moncloa. El espíritu de la ley no se ha respetado. El filibusterismo parlamentario y la irresponsabilidad de los sucesivos dirigentes -tanto el PP como el PSOE impulsaron modificaciones legales aberrantes- han alejado a esta empresa del objetivo de la despolitización. Si a esto se le une la extrema irresponsabilidad sindical interna y la tendencia de muchos de sus trabajadores a defender a un partido o a una facción, se puede concluir que el resultado ha sido desastroso. Una auténtica estafa para el ciudadano.
Sin lugar al optimismo
Por eso el sentimiento que aparece tras el pacto para la renovación del CGPJ -y la tramitación de una nueva ley orgánica para regular el Gobierno de los jueces- oscila entre el escepticismo y el pesimismo. Porque a la hora de la verdad nadie asegura que el Gobierno que ha traspasado todas las líneas rojas para conseguir el voto independentista (y el presidente cuya palabra vale lo mismo que un duro de madera) vaya a renunciar a influir en las decisiones de la justicia en el futuro, cuando estén en disposición de hacerlo. O, al menos, a bloquear sus nombramientos cuando convenga. Sucede igual con el Partido Popular, que ha incurrido en prácticas similares, que no por habituales son menos lesivas para el sistema. Y que son las que explican el deterioro democrático de la España contemporánea.
Cabría hacerse una pregunta en este sentido: ¿por qué los jueces no eligen a los representantes del CGPJ? Y otra todavía más incisiva: ¿y por qué asociaciones y particulares se identifican con uno o con otro partido? ¿Cómo afecta eso al ciudadano? ¿Y a las corruptelas de los administradores de 'la cosa pública'? ¿De veras es un juez libre e independiente cuando le debe su silla a un partido? ¿Todavía hay quien considera que este tipo de pactos, aún quizás necesarios para terminar con los bloqueos, no son una manera de perpetuar algo que fluye como agua turbia?
Puede parecer esta argumentación de perogrullo, pero hoy más que nunca es necesaria ante los discursos grandilocuentes que han sucedido al pacto alcanzado entre el PP y el PSOE. Las experiencias anteriores obligan a ser cautelosos. Y sucesos como el de Magdalena Álvarez o los relacionados con indultos y amnistías a gusto del consumidor, llevan a pensar que son demasiadas veces las que han tomado a los ciudadanos por idiotas integrales.
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