A Puigdemont tenían que haberlo amnistiado con su nombre y apellidos en un rollo de pergamino desplegado en la Moncloa como las trenzas de Rapunzel, quizá con la presencia de Félix Bolaños vestido de sota, niño tamborilero o querubín trompetero. En realidad, esto de la amnistía con nombre, apellidos, mayúsculas góticas y espadón gótico, como si fuera la concesión de un ducado, es lo que han intentado Sánchez y Puigdemont, pero pretendiendo darle apariencia de ley.

Lo que ocurre es que es difícil, o imposible, hacer una ley que proclame una impunidad total y arbitraria no ya para ciertos delitos sino para un beneficiario particular, más un heredero que un amnistiado. Tarde o temprano, Puigdemont y Sánchez tenían que chocar sus testas de paja o marmolillo contra la imposibilidad lógica de una ley que proclame que un particular está más allá de la ley sólo por ser quien es. Podría haber sido la justicia europea, pero ha sido el Supremo, al que ahora Puchi llama "la Toga Nostra". Y eso que uno creía que la Toga Nostra era más bien la justicia que se iban a hacer ellos para su republiqueta, a medida y a dedo como un dedal de ganchillo.

La amnistía, ese trozo de madera hecho de hierro, esa democracia hecha de arbitrariedad o esa ley hecha Ducado de Puigdemont (o de Begoña)

La amnistía es, como creo que dijo Schopenhauer de Dios, algo así como la idea de un trozo de madera hecho de hierro, claro que a lo mejor eso mismo es la figura de Puigdemont, una aporía lógica, democrática y física, una singularidad de contradicciones y absurdos sustanciada en esa especie de nudo humano que parece el propio Puigdemont.

Uno está lejos de ser jurista, porque para eso hay que ser más especialista en las oscuridades del lenguaje (como el que pilló al PP con un sintagma en el pacto por el CGPJ) que en sus iluminaciones. Pero uno, inocente o ignorante, sigue pensando que si tal aberración fuera posible y constitucional, cualquier mayoría parlamentaria se podría amnistiar de todas las malversaciones, desobediencias, traiciones y barrabasadas que le diera la gana y nadie podría hacer nada. Eso no es democracia, sino tiranía, y por eso la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos es un principio fundamental del Estado de derecho.

La amnistía, ese trozo de madera hecho de hierro, esa democracia hecha de arbitrariedad o esa ley hecha Ducado de Puigdemont (o de Begoña) todavía está dando sus primeros pasitos antes de que, inevitablemente, se estrelle como ya se están estrellando Puigdemont y hasta Sánchez con la justicia. Lo que ha dicho el Supremo no finiquita ni acota el asunto, que esto aún va a rodar mucho hasta que se imponga el Estado de derecho o hasta que se imponga Sánchez, claro. Pero lo que dice el Supremo tiene toda la lógica y todo el desconcierto del mundo, no "políticamente" como acusa el Gobierno, sino jurídicamente. Ya no sólo se trata de que una ley se vaya retocando ad hoc, casi a bote pronto, dificultando su interpretación o haciéndola imposible, sino que cae en absurdos como la malversación sin ánimo de lucro, que es algo así como el robo sin ánimo de lucro o como el hierro sin hierro. Nos aclaraba santo Tomás que ni siquiera Dios puede hacer que una contradicción lógica no lo sea, menos aún nuestros legisladores, que en realidad son sólo Gonzalo Boye, abogado de Puigdemont, que así se otorga impunidad o pernadas a sí mismo a través de pajes o sotas, igual que Sánchez, por cierto.

El problema no es Puigdemont, sino Sánchez. Si no fuera por Sánchez, Puigdemont sería ahora sólo un Rapunzelón con cabeza de nido en un shakesperiano torreón de Waterloo

Uno sigue creyendo que la única manera de que esta amnistía salga adelante es que Sánchez destruya no ya la justicia sino toda la democracia. En realidad es en eso en lo que está desde hace mucho, pero sobre todo desde que le tocaron a la señora, Begoña Gómez, que no es sólo empresaria de éxito y presidenta sentimental sino santa súbita, como una monja de LinkedIn.

Lo que extraña no es que Puigdemont llame mafia al Tribunal Supremo, sino que Sánchez también tiene ese concepto de una justicia que se debe plegar no a la ley y a la Constitución sino sólo a la calculadora que él guarda muy apretada en la huevera. Nuestro autócrata "de ceñido pantalón" (que me perdone Joaquín Sabina), igual que se dispone a instalar la censura y los tribunales de honor para la prensa (con la colaboración de numerosos e ínclitos periodistas de olla y relicario), también se dispone a convertir a la justicia en su palomar particular, que al fin y al cabo la justicia emana del pueblo y el pueblo, a través de la simple suma de tendero, lo ha elegido a él.

El problema no es Puigdemont, sino Sánchez. Si no fuera por Sánchez, Puigdemont sería ahora sólo un Rapunzelón con cabeza de nido en un shakesperiano torreón de Waterloo. El lawfare de Puigdemont, o de Pablo Iglesias, era sólo un aullido de desesperación o de escarmenamiento de coleta o de flequillo en ese torreón de princesito abandonado o de fantasma emparedado (también Iglesias tiene un torreón con espejo, ecos y rueca). Es el lawfare de Sánchez el que nos aterra, claro. Al señor presidente le investigan a la señora y a sus algarrobos de corte y de repente el control de los medios y de la justicia le parece a él, y les parece a otros aguilillas, una medida “de regeneración democrática”. Sí, suena como suena porque es lo que es.

La "Toga Nostra" de Puigdemont es sólo un tuit, pero la de Sánchez es un proyecto cierto y cercano. La republiqueta de Puigdemont fue de un minuto, pero la Banania de Sánchez puede ser de 40 años. Desde la Moncloa despliegan pergaminos trompeteros para otorgarle indulgencias o principados a Puigdemont, a Begoña y lo mismo hasta a Koldo. Pero los edictos que vengan a partir de ahora de la Moncloa no harán rodar papeles ni pelucas, sino cabezas enteras igual que manzanas.