Veíamos en artículos anteriores como la guerra comercial entre EEUU y China ha sido el detonante del fin de la globalización y está ocasionando una sensible reducción de los flujos de capitales en el mundo, sobre todo en inversión directa. Comenzó con la Administración Trump, que acusó a China de malas prácticas comerciales, impropias de los usos internacionales. Lejos de remitir, el conflicto ha aumentado con la Administración Biden y estamos viviendo una auténtica guerra económica, que, unida a la guerra de Ucrania, está volviendo a dividir el mundo en dos bloques.
Este aumento de la tensión se debe, no solo a cuestiones comerciales, sino a razones de seguridad nacional, en gran parte originada por la aparición de la inteligencia artificial (IA). Como señala la revista The Economist en un reciente artículo, la IA va a cambiar drásticamente las guerras, su diseño, dirección y armamento.
Ello me recuerda a algo que pasó hace casi 120 años y que fue uno de los detonantes principales de la I Guerra Mundial.
En la actualidad, muchos historiadores británicos se preguntan por qué su país entró en la Gran Guerra. No tenía sentido apoyar a un país de reciente creación, Serbia, que era un nido de terroristas; ni a Francia, que por encima de todo quería vengarse de la vergonzosa derrota de la guerra franco-prusiana de 1870; ni mucho menos a la última autocracia, casi feudal, el imperio de los zares. La verdadera razón fue el desarrollo tecnológico.
Al empezar el siglo XX, el Reino Unido era la gran potencia naval y sus gobiernos seguían la política de que su flota debía, al menos, igualar a la de la suma de las dos potencias siguientes. La guerra naval se planteaba entonces igual que en los doscientos años anteriores. La figura principal era el acorazado, continuador del navío de línea de las guerras napoleónicas. Eran barcos pesados, capaces de aguantar duros castigos, con mucha artillería de múltiples calibres, donde los mayores eran casi los menos importantes, ya que se limitaban a cuatro cañones. Una de sus principales ventajas era el alcance, pero acertar a un blanco de cien metros de eslora a veinte kilómetros de distancia era una casualidad.
Las batallas se iban a dirimir, sino a unos cientos de metros, como en Trafalgar, a pocos kilómetros. Los cañones grandes ocupaban demasiado espacio y peso por lo que eran poco útiles. Pero la tecnología fue evolucionando, con motores más potentes, cañones más precisos y, sobre todo, con una óptica que era capaz de medir la distancia exacta al blanco enemigo.
En 1906 los británicos botaron un nuevo acorazado que era totalmente revolucionario, el 'Dreadnought', que incorporó todas esas tecnologías dejando obsoleta a la flota de acorazados existente. Era más rápido y su artillería principal era la de mayor calibre, lo que le permitía iniciar las batallas a larga distancia y, si el enemigo era superior, su velocidad le permitiría huir indemne.
El problema era que cualquier país podía imitar ese diseño e igualar o superar a la flota británica. Y este fue el caso de un recién llegado, el imperio alemán, que quiso entrar en la carrera colonial, para lo que necesitaba una marina potente. De acuerdo con la política naval británica antes descrita, se inició una carrera armamentística, carísima para el Reino Unido. Tanto es así que la máxima autoridad naval británica, el almirante Fisher, llegó a proponer bombardear los astilleros alemanes, lo que su gobierno desestimó, para no desencadenar una guerra, que aun así estalló poco después. Ello explica la rápida adhesión del Reino Unido a la I GM.
Ahora, en el siglo XXI, puede que la inteligencia artificial sea el 'Dreadnought', que deje obsoleta toda la gran reserva armamentística americana. Como dijo Edmund Burke, quien no conoce la historia está condenado a repetirla. Esperemos que en EEUU y en China haya personas cultivadas en sus gobiernos.
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