Es fácil odiar Madrid en julio porque hierve y hastía. El desarrollo se frena y las luces se apagan en los lugares tan calurosos y el verano de esta ciudad es para huir o para verlo pasar sin moverse demasiado. Quien prefiera Mogadiscio a Praga es un salvaje. No hay que fiarse demasiado de quienes anteponen el verano frente al otoño o el invierno. Suele ser gente de juicios simples, tendente a montar revoluciones y a afiliarse a UGT para sentirse integrada. El invierno es paño, vaho y elegancia. Lo estival, tirante, chancla y charca.
Entramos en neurosis cuando nos alejamos de la belleza y es lo que sucede este mes. Julio es olor corporal insoportable en los vagones, es infinitas horas de luz y es período de terrazas sudorosas. Todo es mal humor en la ciudad y todas las caras parecen cansadas en los andenes del metro por la mañana. Llamaba la atención el otro día la expresión de una muchacha –de unos 20 años, camiseta verde con la bandera de Brasil, cejas gruesas, como 'la Pedroche'– que esbozaba un gesto de arpía mientras telefoneaba a través de los auriculares de 'manos libres'. Afirmaba: “Es un imbécil, no le quiero volver a ver. / (Hablaba su interlocutor) / Sí, he borrado ya todas sus fotos del móvil y, a partir de ahora, 'contacto 0', Que ni se le ocurra escribirme”.
Me quedé con la última frase y la digerí mientras recorría uno de esos pasillos del Metro, de blanco hospital, frenopático o purgatorio. Esa chica sin alma tenía razón. La tarea de olvidar comienza en estos días por eliminar el rastro del teléfono, el hueso 207, nuestra memoria externa y nuestra ventana a la realidad, resplandeciente en otoño, vaga en verano. El duelo por un muerto termina en el momento en que se borra su número de la agenda y los episodios relevantes se fijan en la biografía después de la primera criba de fotos “para liberar espacio”. Ahí se decide si de verdad era tan interesante la imagen del plato del restaurante –debe estar próximo el fin de la historia–, del enésimo atardecer, del perro en el parque o de su dueño escalando en un rocódromo, perdiendo por completo la dignidad.
La memoria externa
También se borra lo que molesta, lo que genera lagunas importantes en la memory card. Así que en el álbum fotográfico de repente aparece un cuarentón patético en el gimnasio, sudando y perdiendo la dignidad entre corchopán, hierro y licra, pero se omite el proceso que le ha llevado hasta ahí, que es el de la ruptura espinosa. Acumulará a partir de ese momento múltiples fotos de sus ejercicios, pero se habrá deshecho de las imágenes de la escapada a Toledo con noche en cigarral con piscina, de la comida en ese sitio tan hortera de Salvador Bachiller (o en el que sirven cócteles en vasos con la cara de Valle Inclán); o de las de ese día de experimento cinematográfico y cena asiática. Bloqueará el número y eliminará cada uno de los mensajes de WhatsApp mientras se lamenta por su debilidad y traza planes nocturnos de forma totalmente equivocada.
La memoria es hoy virtual –eso se le pasó a Orwell– y más selectiva que nunca porque todo es rápido y sobreabundante. La mayoría, vulgar y zafio
La memoria es hoy virtual -eso se le pasó a Orwell- y más selectiva que nunca porque todo es rápido y sobreabundante. La mayoría, vulgar y zafio. Contenido superficial que llega al teléfono o que fotografiamos de forma compulsiva. Todo es emocional y poco inteligente. Y todo se olvida más rápido que nunca. Después del borrado de fotos, toca que la chica descargue Tinder y vuelva a empezar con el proceso. El jardín de Salvador Bachiller, la rueda de queso pecorino en Villa Capri, el vaso con la cara de un muerto, el viaje a Oporto, las capturas de WhatsApp con reproches, la distancia y el borrado. Y otra vez..., y otra. Se encadenan acontecimientos. Sucede en lo personal y, por supuesto, ocurre en política, que es la actividad que mejor refleja nuestra estupidez en los momentos de convulsión. La opinión pública sufre de la misma 'pedrada' que los individuos.
Serpientes estúpidas
Así que esta semana ya casi nadie ha hablado del 'pajaporte' ni del ataque al derecho fundamental de recurrir a las páginas de adultos sin fichar. Ahora, toca nombrar a su promotor, José Luis Escrivá, gobernador del Banco de España, sin que nadie recuerde que hace unos días quiso burocratizar la masturbación. Los fabricantes de esos memes han dejado este tema para dedicarse al fútbol, al racismo, a Nacho Cano y a Vox; y el tema se ha desterrado de la agenda. Las fotografías sobre ese asunto ya forman parte del tercer o el cuarto scroll en el teléfono, lo cual equivale casi a un recuerdo remoto. A algo que caerá en la próxima purga de imágenes durante un viaje en tren y que llevará a plantearse la misma pregunta de siempre: ¿Cómo me pudo hacer gracia (o indignar) esta gilipollez?
Los debates van y vienen. Aparecen y se esfuman, como si en un instante dejaran de tener importancia para el Ferreras de turno, que hace un par de días los definía como “de máxima relevancia”. Hace unos años, bajaban el ritmo las redacciones de los periódicos en agosto -cuando el mundo no era tan estúpido- y se dedicaban a hablar de temas amables o predecibles: ahogamientos, fichajes del Real Madrid, banderas azules, cornadas en fiestas populares, Gibraltar, comas etílicos, las singladuras del Bribón, balconing, las ideas del personal para aguantar el calor y, a partir del 20, el coste de 'la vuelta al cole'. Ahora, siempre hay un debate, una serpiente estival que sale de la boca de un ministro bocazas y deriva en un tuit indignado que recibes en el teléfono o en otro meme. Y todo es agotador.
Siempre hay un debate, una serpiente estival que sale de la boca de un ministro bocazas y deriva en un 'tuit' indignado
Habrá quien no lo quiera ver o lo considere exagerado, pero, unos cuantos siglos después, hemos emprendido el camino de vuelta, de las ideas a lo anterior; de la reflexión a la exaltación de las emociones, del logos al mito. Lo importante -la economía, las ideas, la producción y el comercio- ostenta un papel secundario en el debate, mientras predominan los escándalos y todo aquello que apela a la nostalgia bobalicona, al pasado glorificado o demonizado y a lo irracional. Mientras tanto, nuestra biografía se imprime de forma irreflexiva -o directamente subnormal- en píxeles en un aparato sincronizado con otros dos o tres. Vida domótica, imbecilidad conectada por bluetooth. Todo el mundo se pronuncia sobre todo. Cualquiera tiene opinión, no existe un tonto sin altavoz y no hay ningún ciudadano que se resista a enviar memes que, con el tiempo, avergüenzan.
Esto nunca para y chupa toda la energía. Pasamos de los memes con las mascarillas a la indignación con el precio del aceite, de alabar el discurso de Steve Jobs en Stanford al falso texto de Pérez Reverte sobre los coches oficiales o las versiones oligofrénicas y supuestamente graciosas de la carta a la ciudadanía de Pedro Sánchez. Votamos a Alvise “porque dice verdades” y leemos atónitos los berridos de Óscar Puente sobre Argentina. Nos indignamos, pero poco tiempo, porque si no, nos perdemos el debate sobre el reconocimiento del Estado palestino, sobre Nacho Cano o sobre los menas. Tu cuñado te envía una fotografía de Abascal con tres emoticonos de aplausos. “Este sí que le echa pelotas”, te dice. A los tres días, se te olvida. Todo es fugaz.
Y, mientras, la veinteañera del metro borra las fotos de su novio, pero deja las 300 que ha sacado de platos en las cenas, a las que parece que fue sola. En su casa, el despechado mirará sus stories para indignarse y borrará la lista conjunta de Spotify mientras se envía memes antifeministas con sus amigos, por despecho. Acabará eliminando sus fotos y a lo mejor haciendo el ridículo en una terraza veraniega, con la camisa sudada y actitud de búho. Somos infames.
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