El jueves Vox evidenció con su volantazo que la menor de sus aspiraciones es el servicio público y el mayor de sus alardes radica en un golpe de efecto. No está mal para una formación que, forzando dos mociones de censura, ha convertido una forma excepcional de acceso al Gobierno en la forma normal de hacerse notar.
De hecho, si miramos con perspectiva, puede que aquello fuera el inicio de un viaje que pasó por entrar en gobiernos autonómicos para terminar en la rueda de prensa de hace dos días. Da qué pensar.
Si hay un recurso reciente en el discurso político (sin que importe la ideología o el posicionamiento) es calificar un hecho como “histórico”. De hecho tengo una porra en la que apostamos cuál será el siguiente acontecimiento que un político calificará como “acuerdo histórico” o “avance histórico”. El caso es que la valoración subjetiva es tan fluida que hay días en los que, sin venir a cuento, salta el término.
Ahora, siendo serios, tengo grandes esperanzas y elevadas apuestas en el momento en que Yolanda Díaz pueda anunciar la reducción de la jornada laboral. Con tanta intensidad creo que quiere decir que es “un avance histórico” que hasta ha concedido que la patronal forme parte de las negociaciones. Este es el nivel.
'Hemos alcanzado unos niveles de productividad históricos', dirán, cuando, en realidad, lo que habrán logrado será hacer mayor un cociente simplemente reduciendo el denominador
En consecuencia, mi siguiente apuesta irá a la recuperación de la productividad. “Hemos alcanzado unos niveles de productividad históricos”, dirán, cuando, en realidad, lo que habrán logrado será hacer mayor un cociente simplemente reduciendo el denominador. Puro cálculo con fracciones (para la generación anterior a la mía, “quebrados”). Lo que la ministra Díaz calla es que la diferencia que pretende colar como “histórica” la va a hacer pasando ese denominador de 40 horas semanales a 37,5, cuando la jornada laboral media efectiva (real) está en 30 horas semanales.
Bienvenidos al desierto de la realidad.
Si todo se califica como histórico, acaba ocurriendo que nada lo es, así que anticiparse así está más cerca de la promoción que de los hechos. La historia se basa en la realidad y la realidad se ve afectada por múltiples variables, lo que casi la convierte en algo caótico. No hay una linealidad que diga Si A, entonces B, por eso Kahneman y Tversky estudiaron los sesgos cognitivos, Thaler estudia la racionalidad y Tetlock la destreza a la hora de precedir. Determinar qué será histórico y qué no no es una tarea sencilla y, mucho menos, se resuelve con una frase al final de un párrafo en un discurso.
Si algo va a ser histórico, lo determinará el tiempo y, en ocasiones, el esfuerzo que generaciones sucesivas pongan en ello. La Segunda Guerra Mundial, por ejemplo: hoy sabemos que se vino gestando desde el Tratado de Versalles (1919), pero nadie en ese vagón de tren podía adivinar que un austriaco consideraría ese acuerdo una traición, que intentaría un golpe de estado en 1923 (Bierkeller Putsch); tampoco que ese mismo austriaco ganaría unas elecciones y sería canciller de Alemania; que firmaría un pacto de no agresión con la URSS para poder invadir Polonia; que los japoneses, aprovechando un pacto con esa Alemania, atacarían suelo americano y que el empuje a ganar la guerra… demostraría que se puede dominar el átomo… y todo en 27 años. Suena muy aleatorio, ¿verdad? Pues es historia.
Así que, creer que un sistema como la democracia se sostiene solo y tiene margen infinito es, en el mejor de los casos, engañarse a sí mismo y, en el peor, ventajista. Decía Alexander Hamilton que la democracia en sí no garantiza nada. Que de hecho puede ser la puerta a la tiranía, como demostraron la antigua Grecia y Roma. Practicar la democracia, por tanto, es cuidarla y, cuando el jueves Santiago Abascal hizo una semblanza de los pactos entre PP y PSOE para justificar su “actitud”, obvió que esos pactos, en gran medida, implican equilibrio y evitan lo que Pedro Sánchez lleva intentando (y en ocasiones consiguiendo) que es la colonización de las instituciones.
De hecho, ellos estaban en gobiernos autonómicos, que también son instituciones, y los han abandonado, lo que no deja de ser una enorme paradoja. No tan grande como que el detonante de su huida no ha sido uno de los pactos de los que se quejaban, sino una decisión solidaria para amortiguar una situación muy problemática para Canarias.
Ya ven: demasiada actitud y búsqueda de grandes momentos, históricos incluso, pueden llevar a olvidar las cosas verdaderamente importantes, las que pueden evitar grandes fracasos.
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