Érase una vez un país remoto e imaginario que, tocado por la mano de Dios, disfrutaba de una ubicación privilegiada y en una zona de la tierra de clima benigno y singular. Dios había hecho que, además, dispusieran de más de tres mil horas de sol al año y estuviese rodeado por más de ocho mil kilómetros de costa, lo que sumado a su diversidad litológica había dado lugar a una de las mayores riquezas en paisaje y en accidentes costeros del mundo. Su variedad de paisajes, su increíble gastronomía y su cultura e historia, únicos en el mundo, le hacían el destino deseado por los turistas de cualquier parte y la envidia de las economías vecinas. Un país tocado por el dedo de los dioses, en definitiva, al que hasta los dioses iban de vacaciones. 

Este imaginario país, sin embargo, no disponía de otros tesoros y riquezas como el petróleo o las vastas extensiones agrícolas o ganaderas que habían aprovechado otros países con climas similares. Tras más de cincuenta años explotando tan exclusivo don, este país había sido capaz de desarrollar una industria floreciente con empresas lideres mundiales en el sector hotelero, potentes aerolíneas o una industria del ocio y la restauración únicos en el mundo, que habían elevado la participación de esta industria en el PIB nacional hasta cerca del 15%, mientras que la falta de políticas incentivadoras  a otros sectores como la industria o la agricultura languidecían, o la de la construcción, que tras la crisis financiera había reducido drásticamente su actividad y su participación en el PIB, y donde la falta de nuevos desarrollos de vivienda y la falta de suelo en las grandes ciudades provocaba una escasez de vivienda y un encarecimiento de la misma. 

Este era sin embargo un país feliz, acunado por un modelo que daban en llamar “el Estado del bienestar” donde las demandas de los ciudadanos y sus necesidades eran cubiertos por el Estado de manera creciente e ilimitada con cargo a un gasto público y un endeudamiento crecientes. 

Qué más se podía pedir en él. Pagas, subsidios, servicios públicos sin límite y sin coste aparente daban a sus ciudadanos un sentimiento de confort y de seguridad inagotables que fueron creando hábitos, costumbres y aspiraciones de mejora continua. ¿Por qué no trabajar menos horas sin cobrar menos? ¿Por qué no disponer de más permisos o de más tolerancia al absentismo? ¿Por qué no un tren de alta velocidad en cada pueblo o un hospital con camas UCI en mi barrio para no desplazarme si lo necesito?

Estos ciudadanos felices y ahítos de servicios y coberturas vivían un nirvana que no parecía tener fin, financiado en gran medida por los inmensos ingresos que los más de noventa millones de visitas recibidas por los turistas aportaban al país, generando más del 12% del empleo directo en el turismo o el 20% de la hostelería. Es decir, que uno de cada tres o cuatro trabajadores vivía del turismo y los servicios.  

Pero no todo era felicidad. Este país remoto adolecía de una falta de productividad endémica que había compensado con importantes ajustes salariales para así mantener su competitividad y, en este contexto, muchos de sus habitantes, principalmente los jóvenes, tenían dificultades para acceder a la vivienda por la escasez de ahorro y la falta de oferta de vivienda que encarecía los precios. Sus padres, acuciados también por el mismo problema y con unas pensiones insuficientes, habían encontrado en el alquiler de las viviendas de su patrimonio, muchas heredadas de sus abuelos, una vía para mejorar sus ingresos. La llegada de los modelos de alquileres turísticos, el turismo estudiantil y la inmigración de alto standing procedente de otros continentes habían hecho subir los precios, y con ello equilibrar muchas de las economías familiares en las grandes ciudades. 

De pronto, los ciudadanos insaciables en sus aspiraciones de bienestar comenzaron a alzarse con voces insatisfechas para las que el Estado del bienestar no era suficiente. Ya no querían a los turistas en las ciudades, que eran generadores de ruido y suciedad, las querían para ellos. Querían vivir en el centro de las ciudades en pisos ahora ocupados por turistas, pero pagando rentas de antaño. La solución de los barrios periféricos era inaceptable para sus demandas de bienestar. Era el centro, vivir a escasos metros de sus ocupaciones en bares, restaurantes o comercios, lo que querían. Los telediarios se llenaron de noticias en contra del turismo, con manifestaciones y agresiones a los turistas; querían prohibir las despedidas de soltero por ser molestas. Echar a los turistas del centro de las ciudades, limitar el aforo a espacios públicos, prohibir los cruceros, reducir los horarios de las visitas, cambiar los horarios de la restauración para trabajar menos y un sinfín de reclamaciones que en su Estado del bienestar parecían tener cabida. 

Los políticos, lejos de plantearse una transformación del turismo para pasar del modelo de cantidad al de calidad con políticas incentivadoras y programas de largo plazo, pusieron en marcha la máquina del populismo para atraer el voto de aquellos ciudadanos descontentos demonizando al turismo, y se lanzaron a prohibir pisos turísticos en las ciudades, regular el precio del alquiler en zonas urbanas, imponer tasas turísticas, poner trabas a nuevos desarrollos y un sinfín de medidas más que, incluso, dificultaban la inmigración al país de ricos y potentados de otros países que decidían trasladarse a este idílico jardín. Los hoteleros, que ya habían elevado notablemente los precios ante la alta demanda llevados por la codicia, jalearon aún más a los políticos en la esperanza de sin pisos turísticos poder subir aún mas los precios. Los ciudadanos se dejaron llevar por la idea de que el modelo beneficiaba a ricos empresarios sin reconocer que eran sus propias familias y ellos mismos quienes vivían del magnífico fenómeno del turismo y se lanzaban a las calles en protestas que terminaron haciendo mella en la imagen y reputación del país.

Y así, todos juntos, consiguieron su propósito. La imagen del país se deterioró. Los turistas empezaron a encontrar destinos más amigables. Las visitas se redujeron drásticamente. Los pisos turísticos se bloquearon y se hicieron desaparecer, así que el turismo de familias y de mayor duración se vio afectado. En varios años el turismo redujo su participación en el PIB sin que otras industrias por falta de políticas coherentes tomasen el relevo. 

Ahora había cientos de pisos libres en el centro de las ciudades, pero sin ocupar, dado que sus potenciales inquilinos habían perdido sus trabajos en el sector servicios consecuencia de la desastrosa caída del turismo. Los propietarios de los pisos, sus padres en muchos casos, se aferraban a los precios de los alquileres para mantener su nivel de ingresos y en muchos casos los ponían en venta, aunque el problema del ahorro impedía a los jóvenes adquirirlos. El centro de las ciudades empezó a despoblarse y a deteriorarse como era antes del auge del turismo. Los jóvenes seguían reclamando vivienda y ahora también trabajo. 

Los gobernantes reaccionaron de inmediato con subsidios, sueldos aún más bajos pero para todos y controles drásticos de precios y de oferta en el sector inmobiliario sin, de verdad, invertir en liberar suelo público o desarrollar viviendas sociales. 

El país así se empobreció, sus ciudadanos sufrían de rentas per cápita muy inferiores a las de los países vecinos, lo que les impedía desarrollarse y viajar.  Los jóvenes nacionales ya no encontraban trabajo en el sector servicios y la inmigración trabajadora se vio expulsada por falta de oportunidad. Las ciudades, muchas, perdieron su alegría, se deterioraron y el centro de otras quedo despoblado. 

Una ola de tristeza inundó a los ciudadanos, tenían bienestar, pero poco. No veían un horizonte de progreso para sus hijos y sus nietos y su patrimonio se había reducido. Hacia falta un cambio. Y, de repente, los políticos encontraron la solución: fomentemos el turismo que genera ingresos y atraerá capital a nuestro país. 

Y,... colorín colorado este artículo se ha acabado.

Juan Pedro Moreno, presidente ejecutivo de WPP Spain