Hay seres de luz empeñados en deslumbrarnos, en provocarnos unas cataratas irreversibles con cada fogonazo de su inteligencia compartida. Esas personas-brújula –cada vez más ruidosas, más pugnaces y mejor organizadas– están dispuestas a señalarnos el norte de nuestro futuro, a interceptar nuestras ansias y aspiraciones y convertirlas en sueños dulces y alcanzables, como esos mieleros errantes del Madrid de Galdós, prestos ahora a edulcorar nuestra existencia con el almíbar de sus avisos y los alcances de su sapiencia.

Consejos doy que para mí no tengo. Perdidos como andamos entre el pan y las quimeras, saltando sin freno del precio del aceite de oliva al bitcoin y a la Eurocopa; incómodos y desconfiados ante la declaración de la renta, los trasvases o el gazpacho de aguacate, llegó de repente a nuestros móviles una categoría excelsa de nuevos profesionales, una estirpe de filiación casi familiar –tu cuñado en Linkedin–, esa generación de ejecutivos desatados y verbosos que medran en las redes sociales y para quienes la polinización y fecundación global del saber mediante píldoras de pareceres humeantes y micro-tutoriales a demanda se ha convertido en un trabajo más en un país en el que las cifras de productividad por jornada caen estrepitosamente.

Tocadas por el espumillón del filtro digital, gentes antes tímidas y anodinas se convierten en gigantes de la ayuda, en proveedores infalibles y ruidosos de consejos

Hombre muy parlero no puede ser buen consejero. ¿Pensando en un cambio de aires laboral? Allí irrumpe, con ruido de tambores y aspersión de propuestas el experto en gestión del talento, señalando la huerta de los trabajos más demandados y no amenazados, con dos guiños al inagotable maná narrativo de la Inteligencia Artificial.

¿Flojo en inglés, en liderazgo o en tagalo? Conecta conmigo para sacarte del pozo de tu ignorancia y de las nocivas emanaciones de tu anodina existencia, pues dos talleres en la Cámara de Comercio de Astorga y la universidad de mis vídeos en TikTok avalan mi trayectoria. ¿Cansado de publicar posts que nadie lee? ¿Aun no has dado –ay– un libro autógrafo a la humanidad? Apártate y deja trabajar a la raza expansiva y uniformadora del lenguaje de los nuevos copywriters, para los que la subordinada o las trampas del subjuntivo son territorios inexplorados, meandros oscuros y pantanosos de los que huir antes de presentar batalla.

Reconozco mi insaciable fascinación por estos episodios de travestismo digital de tantas personas incapaces de organizar su vida, de poner orden en el maletero del coche o de imponer jerarquías en su nevera; mi éxtasis mundano ante esas gentes, antes tímidas y anodinas entre semejantes que son capaces de escamotear un buenos días en un ascensor y que, tocadas por el filtro digital y el espumillón de los perfiles sociales y profesionales, se convierten en gigantes de la ayuda, en proveedores infalibles y ruidosos de consejos que harían callar a todo un Tayllerand, al príncipe Metternich o al mismísimo Paulo Coelho, quien, para entendernos, vendría a ser a Gracián como el Lambrusco a un Viña Tondonia, que todo se mide en esta Liga Histórica de los Exhortos y las Sabiendas.

Pertinaces, frondosos, locuaces y épicos cuando toca, no hay rango del saber o región del hacer cotidiano en la que estos senseis contemporáneos no irrumpan con abrumador despliegue de sentido común y baratija de asesoramientos. Tantos que a veces terminamos convencidos de las bondades de ir a una entrevista de trabajo en el banco exhibiendo chanclas y riñonera, de proponerle al jefe que financie un curso de reiki para los negocios a los del departamento o nos descubrimos –verba volant–, citando frases apócrifas de Steve Jobs, Gladiator o Rosalía en una visita de la inspección de trabajo, que tal es esta osadía prestada y el brío recuperado de nuestro espíritu frente a la grisura de los poderes fácticos y la ejecutoria decadente de las instituciones establecidas.

Con un consejo y un duro sale el hombre de un apuro, me espetó hace unos días un monitor al que afeé que la playlist de la clase de zumba incorporase tantos anuncios y muy pocos himnos de los Nuevos Románticos, mientras caía en la cuenta –ay– de la liberalidad y el desprendimiento con el que amonestamos y prevenimos a los demás y lo barato que nos sale este trabajo sublime a tiempo parcial en la República del Aviso, tiesos como estamos y nos reconocemos, contraviniendo esa ley antigua y no escrita que pide acudir al sabio para el consejo y al rico para el remedio.

Pocas veces erró quien por consejo se rigió, dicen que dijo Nicandro de Colofón. Ya me gustaría ver a uno de esos nuevos y concupiscentes ejecutivos de la felicidad a paladas, a un Chief Happiness Officer de los que asoman por nuestras pantallas gestionando, qué se y-, el compliance del Obispado, la biblioteca de Rubiales, la agenda de los rayos UVA de Trump o la nómina de los directores de los másteres de la Complutense, ahora que nos sorprendemos al descubrir que las universidades son un coladero de medianía e intereses.

O encontrarlo, tal vez, completando estas jornadas de brillo estelar en las redes con la práctica de nuevas profesiones de riesgo muy 1.0 junto a un secretario judicial en el desahucio de una familia en una barriada, organizando las vacaciones del personal de un centro de atención primaria de costa en verano o distribuyendo –ponle peguitas– las peonadas para el tomate cherry bajo los plásticos del implacable verano en el poniente almeriense.

Quien oye consejo no llega a viejo. Yo, que tantas veces transité por las breñas del exhorto no solicitado, haré ya como aquel Marqués de Collera al que Llorrenç Villalonga nos presentó en su Mort de Dama como un acomodaticio hombre público dotado de un sentido innato para la prudencia y visto lo visto “no diré palabra alguna mientras persista este estado de cosas”.

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