Pedro Sánchez se ha ido a los Juegos de París rojo de polito oficial, mojado de bandera como un regatista, y sólo le falta el gorrito de waterpolo para ser uno más en el equipo y en el heroísmo. Lo acompaña por supuesto la presidenta Begoña Gómez, que yo creo que en la mente o en el guion de Sánchez hace un poco como de mujer de Nadal en su decadencia, entre el orgullo, el sufrimiento, la abnegación, el cotilleo y la gloria. La verdad es que Sánchez practica el olimpismo de sí mismo, ese deporte alicatado de espejos y piscinas, desde el primer día en que salió a correr por la Moncloa con perrito y camarógrafo. Ya nos sorprendió entonces ver a un presidente con épica de anuncio de Coca Cola, avisándonos de lo que se nos venía encima. Pero ahora que no puede aprobar presupuestos ni leyes, la presidencia del Gobierno sí que sólo puede ser ya un deporte, el deporte de pasearse como presidente con mucho equipamiento de presidente y con mucho rótulo de presidente, como un tenista o un piloto forrado de pegatinas y proclamado en viseras y zapatones.

A Sánchez sólo le queda vestirse de presidente como los campeones se visten de campeón, que es algo así como los samuráis se vestían de samurái o como Rambo se vestía de Rambo. Sánchez con el polito oficial, con España bien grande en la espalda, como si eso lo convirtiera ya en Romay; Sánchez con el polito de Joma (como aquel plumas de Joma que se puso para ir a Ucrania, para llegar allí como si fuera Rosalía en parka); Sánchez, con aquel polito puesto, en fin, se fue incluso a saludar a Anne Hidalgo, y parecía que a la alcaldesa de París la estaba saludando un jugador de balonmano (diría Urdangarin, que es lo más cercano que tiene ahora Sánchez). Algunos objetarán que también la princesa Leonor y la infanta Sofía van con equipación oficial, pero es que ellas nacieron con la bandera puesta, como un sello postal, y además la monarquía tiene algo de selección nacional constitucional. Sánchez con polito oficial lo que parecía es Benny Hill vestido para hacer aerobic.

Si le sirviera para conseguir votos, o para freír jueces, Sánchez se vestiría hasta con camiseta de propaganda del Mercadona

En esta época sin héroes y sin esperanza sólo nos quedan los héroes y la esperanza deportivos, a los que los políticos, incapaces de ofrecernos gestas ni ilusión, se arriman como a estatuas milagreras, por si se les pega algo de fervor o de favor. Sánchez se pondría no la camiseta de España, sino la camiseta del Waterloo F.C., que no sé si tiene equipo de fútbol, si eso le sirviera para algo. Si le sirviera para conseguir votos, o para freír jueces (yo creo que Sánchez se los imagina como berenjenas friéndose o ablandándose bajo su piel negra, fina y dura), Sánchez se vestiría hasta con camiseta de propaganda del Mercadona. Se vestiría incluso de aquel Baco azul de la ceremonia de inauguración, al que yo creo que le faltaba no un racimo de uvas sino una manzana en la boca o un bocado de cuero, un poco como a nuestro presidente. Por cierto, yo no sé si aquello era una Santa Cena queer o alguna versión del tema del festín de los dioses, muy tratado en la pintura, pero si en París se organizara un sarao que no pudiéramos distinguir de uno en Toledo, habría que tirar la historia, el arte, el amor, la absenta y hasta el propio París. 

Sí, cómo no iba a estar Sánchez en París, por ese olimpismo de la Coca Cola y de sí mismo, por esa épica del deporte o de su resiliencia o agonía, y sobre todo por el romanticismo rendido y mortecino de un hombre profundamente enamorado como él. Begoña estaba ahí no tanto como Begoña particular, ni como empresaria de éxito, ni como presidenta, ni como una antirreina igual que una antipapisa, sino como objeto de amor en París, como si fuera Leslie Caron. Begoña es el objeto de amor de un presidente enamorado que escribe cartas a la luz putrefacta de candelabros y de lunas llenas blancas como culos, como el Valmont de Las amistades peligrosas. Y había que llevarla, por supuesto, al Olimpo o al Elíseo del amor, que es ese París donde las baguetes y las boinas son absurda y eficazmente afrodisiacas. 

Sánchez y Begoña están los dos en París como presidentes y como enamorados (el juez Peinado tendría que haberle dejado claro a Sánchez que lo citaba a declarar como enamorado, no como presidente, ahí estaba la clave). Sánchez, es verdad, tenía que ir con Begoña a París, por ir a ver las competiciones de judo o de lo que sea y hacer ver que aún pueden dar ánimos o buena suerte, que han espantado el gafe que les sobrevuela a ambos. Y por pasearse los dos en barquita con merienda, o en tándem con canotier, para que no nos pensemos que el amor de Sánchez tiene tanto cuento como su política o su equipación olímpica. Pero, sobre todo, Sánchez y Begoña tenían que ir porque ya sólo les queda ese deporte, esa coreografía o ese turismo que es estar en la Moncloa como estar ahora en París.