Nuestra Españazuela es Zapatero con túnica de santo pordiosero y sedoso, de Rasputín castrado, al servicio de los tiranos. Es Monedero con todo el fanatismo de las mieses podridas y los cementerios blanqueados de las revoluciones en sus ojos desnutridos y vengativos. Es Yolanda con la admiración adolescente y menstrual por los dictadores como por cantantes con flecos (“el más digno libertador”, llamaba a Hugo Chávez cuando ella todavía era morena y él había hundido ya a Venezuela en mierda, sangre, furia e hidrocarburos, como si el gran gorila fuera sólo un James Dean del socialismo). Es Bildu mirando con envidia los batallones armados de la patria, venciendo con orgullo y suficiencia sobre la libertad y la vida. Son el Gobierno y el PSOE de Sánchez esperando cobardemente, como siempre, el veredicto del interés y de la oportunidad por encima de los principios y la verdad. Nuestra Españazuela es la que ya sabíamos, no hacía falta esperar a que en Venezuela pasara nada, ni extraordinario ni previsible, ni trágico ni festivo.

Venezuela hace mucho que no es una democracia, pero eso no importa para los que no quieren democracia ni aquí ni allí, sólo que se mantenga su iconografía de libertadores con poncho, de pueblo con hoces y espigas, y de señores del dinero o de la Coca-Cola ajusticiados por bieldos relumbrantes, todo como muy de mural (a veces las ideologías más enrevesadas se resumen en un mural sencillo e incluso cateto, como la teología se resume en un cuadro del Juicio Final). Hablar de fraude en la Venezuela de Maduro no sólo remite a una redundancia sino a una estridencia, como si habláramos de la Rusia de Putin. Es cierto que las evidencias han sorprendido incluso al presidente de Chile, Gabriel Boric, que no se puede decir que sea un moderado ni que no haya manifestado su simpatía por el chavismo en otras ocasiones. Pero tampoco hay mucho que investigar cuando el propio régimen, como en Rusia, se encarga de reconocer lo que es al hacer ostentación de poder y legitimidad unilaterales y absolutos.

Ni en la Venezuela bolivariana ni en la Españazuela sanchista se trató nunca de la democracia sino del poder

Por supuesto, ni en la Venezuela bolivariana ni en la Españazuela sanchista se trató nunca de la democracia sino del poder. Hay una izquierda que se considera legitimada lo mismo por el fusil un poco crístico del Che que por las urnas reventonas, incluso reventonas de votos amañados, que al fin y al cabo el Espíritu Santo del pueblo, el motor marxista o hegeliano del mundo, se puede manifestar de extrañas maneras (ya estamos otra vez con el mural, o sea con el retablo para beatas que es esta izquierda de beatas). Si ahora se enfocan en las urnas es porque el fusil está ya un poco pasado de moda o mal visto, salvo cuando se ponen esas camisetas que transforman en fieros guerrilleros a pasotas de mecherito, como beatas de velita, y a funcionarios de moscoso sagrado, como beatas de novena y escapulario (sigue siendo, como ven, beatería).

El chavismo, o lo que queda de él con Maduro, con Delcy y hasta con sus franquicias de por aquí como franquicias pringosas y sospechosas de tacos, arepas o cantinas, seguramente no es ya ni socialismo ni revolución ni nada, sólo un negocio con el Cielo izquierdista como con el Cielo vaticano. Pero sí es verdad que necesitan las urnas, ya apenas quedan dictaduras puras, nadie se atreve a ser dictador de frente y de perfil, como César, sino que prefieren verse como mesías o gurús democráticos que enseguida, claro, dejan de ser democráticos. Lo que ocurre con las dictaduras con folclore de democracia, sean de izquierdas o de derechas, es que las urnas democráticas tienen el curioso efecto de permitirles abolir automáticamente la democracia, o sea el derecho y los derechos, sustituidos por la “voluntad del pueblo”, que puede y suele ser tiránica pero eso a ellos les da igual.

Sabemos que no son democracias, aunque se vistan con bandera waterpolista de la gente, como Maduro (o como Sánchez), porque, insisto, enseguida acaban con el derecho y los derechos. Me refiero a los derechos universales e inalienables de los ciudadanos, no a concesiones o favores a colectivos, clases, ideologías, partidos, regiones o particulares concretos. Si hay poder para ello, o sea fuerza coercitiva más suave o más violenta, como en Venezuela, en vez de derecho se instaura una autoridad absoluta y arbitraria, que no deja de serlo aunque apele a la legitimidad de los cálices de las urnas o de la blanca paloma del pueblo. Si no hay poder suficiente, lo que se instaura es la negociación entre las diversas facciones, una negociación entre particulares que llaman “diálogo” o “acuerdos” democráticos pero que son igualmente arbitrarios si no reconocen nada por encima de ellos, ni siquiera las leyes. Así estamos nosotros ahora. Esto es lo que ha estado haciendo Sánchez con sus indultos, sus amnistías y su ataque a los medios y al poder judicial, una especie de Españazuela de querer y no poder.

Nuestra Españazuela no es que los socios de Sánchez vean el telediario bongosero de Maduro y digan que hay que aceptar el veredicto sagrado de las urnas, así un poco con fe de beata, a pesar de lo que ven sus ojos. O que como mucho le pidan, como ha hecho Yolanda, “transparencia”, que es como pedirle a Putin piedad. Nuestra Españazuela es que aquí también se defiende que la democracia puede ser la negación de la democracia; que la democracia más pura, en realidad, consiste en negar la democracia, que es lo que han hecho siempre Bildu y la muy diversa izquierda paleomarxista o fetichista-leninista. Y con mucho más éxito y frescura que los obscenos pero ridículos reductos falangistas o franquistas. Lo que nos queda por saber es cuántos de estos próceres de nuestra Españazuela lo son por negocio, por venganza, por ingenuidad, por estupidez, por vanidad o por burgués aburrimiento. Salvo el caso flagrante de Sánchez, a los demás los tenemos un poco difusos o temblones entre el dogma, el diletantismo y el dinero.