El otro día Arcadi Espada perdió una sandalia en Menorca. El periodista lo cuenta en su blog. Fue durante una arriscada aventura marinera en una cala medio secreta. Había comprado aquellas abarcas en el verano de 1999 allí mismo, en Menorca. Estaban en las últimas, pero le seguían sirviendo y les tenía cariño. Al día siguiente volvió al lugar con cierta esperanza de encontrarla. No tuvo éxito. Pero en un inesperado gesto, después de besarla, decidió lanzar al mar la sandalia desparejada. Como para que aquellas viejas compañeras que tan buen servicio le habían hecho durante un cuarto de siglo reposaran juntas en el fondo de la cala Morts, aunque el mar las acabe devolviendo y las deposite separadas en cualquier orilla próxima o lejana.
La historia de Espada sorprenderá a muchos de sus lectores, que le tienen por un hombre híperracional, como le sorprendió a él mismo mientras sucedía. “De vuelta iba meditando, y no era bonito. Chocheas, era el abucheo dominante en la cabeza”, reconoce. Pero irremediablemente me hizo observar mi propio par de abarcas, que llevaba puestas mientras leía su historia. Tienen ya 20 años. No las compré en Menorca, donde no he estado nunca, sino en Madrid, en una tienda añorada y perfecta como Vinçon, pero son unas auténticas abarcas: anónimas, sin marca, de cuero y con suela de neumático reutilizado. Estéticamente nunca me han entusiasmado. No me gustan las sandalias, no me gusta enseñar el pie ni siquiera un poco. Tampoco me encanta la silueta del objeto, ni la forma que tiene mi pie con ellas puestas. Ni la connotación vinculada a mis prejuicios, y que las asocia no a payeses menorquines sino a pijos irritantes y veraneantes flagrantes.
Pero todas esas reservas hacen especialmente valioso mi aprecio por ellas. Las he usado mucho. Son muy prácticas y muy cómodas. Parece imposible que la recia tira de cuero pueda rodear el talón sin magullarlo y que tampoco haya quedado vencida por el uso. Ahí sigue, obedeciendo al leve movimiento que hago cuando quiero quitármelas y sujetando eficazmente el pie al caminar. La costura de zapatero rudo que une las tres piezas parece a prueba de bombas. Y la suela, que está hecha de un caucho fabricado para recorrer sobre el asfalto decenas de miles de kilómetros a alta velocidad, probablemente siga aquí, incorrupta, cuando todos hayamos muerto.
Cojo mi teléfono móvil para buscar una foto mía que sé que tengo ahí. Es del verano de 2006. Estoy en una playa de Asturias, abriendo la puerta del coche que heredé aquel año. Mi primer coche, mi primer verano con coche. Un viejo utilitario italiano pintado de un bonito color azul metalizado con el que fui a Barcelona, a Lisboa, a Valencia, a Almería, a la Costa Brava, al sur de Francia. No recuerdo bien aquel verano ni las circunstancias de aquella foto que probablemente me hizo mi madre, entonces no con un móvil sino con una cámara digital. Para conservar el recuerdo de aquel día, o de lo guapo que estaba o de ambas cosas. Pero ahí estoy abriendo la puerta del coche con las sandalias puestas. Las mismas que llevo puestas hoy, 18 veranos después.
“Es probable que la relación con los objetos se pervierta con la edad. Pero también cuenta el mudo y vicioso diálogo que entablan con ellos los hombres solitarios”, concluye Espada su apunte vacacional. No sé si vicioso, pero parece inevitable establecer ese diálogo mudo, un vínculo, no sé de qué tipo, entrañable, mágico, lo que sea, con este calzado viejo y funcional, que solo sacamos del armario cuando llega el verano y que asociamos con la felicidad vacacional, que hemos utilizado para ir a muchas playas con mucha gente querida que está o ya no y con el que hemos disfrutado de muchos momentos gratos, que son los que acuden a la mente cuando pensamos en todo ello. Y que también nos hace pensar en cómo éramos entonces, lo que queríamos ser y lo que somos ahora.
Hay un placer sencillo e íntimo en seguir usándolas, en presumir ante quien tenga la paciencia de escuchar de que tienen veinte años e insistir en que son comodísimas, en recrearse en la virtud de la austeridad de usar estas viejas abarcas con las que llevo media vida y que espero no perder nunca en ninguna cala, porque tienen pinta de aguantar lo que les eche y no hay nada mejor que un viejo par de zapatos viejos, amuletos prácticos, reliquia y fetiche de uno mismo, para el hombre solitario.
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