Óscar Puente le anda haciendo auditorías a Ábalos antes que a sus propios trenes, que se paran como camellos reventados por esos desiertos cervantinos que España tiene entre dos estaciones o dos ventas, y este celo no lo entiende Ábalos ni lo entiende nadie. Lo que pasa, claro, es que Puente le quiere echar las culpas de todo a Ábalos igual que le quiere echar las culpas de todo al Talgo, esa herencia algo luterana que dejó don Alejandro Goicoechea y que aquí es gloria nacional e industrial como el queso manchego o el futbolín. El caso es que Talgo funcionaba más o menos como siempre, transportando estudiantes y novios, y el ministerio de Transportes funcionaba también más o menos como siempre, transportando política de arriba abajo, escalonada, mecánica y españolísimamente, como un acueducto, hasta que llegó Puente dando cambaladas. Ahora, con él, nuestros trenes vuelven a ser de carbonilla en el ojo y de yesca de soldado, y los ministerios se sorprenden a sí mismos de sus propios chanchullos y silencios. En cualquier caso, algo increíble, que es lo que le pasa a Puente, no que sea mejor o peor ministro o esbirro sino que es sencillamente increíble.
De todo lo que pasa con nuestros trenes sólo puede quedar el señor del Talgo, todavía con bombín, y de todo lo que pasó con las mascarillas sólo puede quedar Ábalos, todavía con servilleta de comida ministerial, y si acaso Koldo, todavía con pañuelo anudado en la cabeza (él era como el tractorista bruto del ministerio). Eso, aunque sepamos que todo lo que pasa con nuestros trenes es Puente y todo lo que pasa en España desde hace mucho tiempo es Sánchez. Sánchez, que se olvida de todo, de lo que fue, de lo que dijo y de lo que defendió (se olvida de todo menos de darle la vuelta periódicamente al colchón de la Moncloa como a una botella de la bodeguilla), por supuesto también se ha olvidado de Ábalos. Ábalos ya no es un exministro suyo sino un señor que se coló en el Gobierno aprovechando esa pinta suya de llevar ocas y lechones para los banquetes presidenciales. Ábalos tiene que parecernos ahora tan lejano a Sánchez como el inventor del Talgo o del tranvía, más cercano a Franco o hasta a Alfonso XIII, o sea a la derechona, que a quien nombra los ministros o dirige los trenes ahora.
Si hay que hacerle una auditoría a Ábalos, pues se le hace, como si se le pusiera una multa al conductor del cáterin o al conductor del Talgo. Queda raro, eso sí, hacerle la auditoría a tu propio ministerio, salvo que lo consideres un ministerio ya excomulgado, como un Palmar de Troya o un convento de monjitas rebotadas que le salieron al papa joven y guapo que es Sánchez, como un papa de Sorrentino. O al menos un ministerio que ya es como del Ministerio del Tiempo, más de Spínola o de Isabel la Católica que de Sánchez. Una auditoría y lo que haga falta, mandarle a todo el cuerpo de inspectores de Hacienda como los Cien Mil Hijos de San Luis, o al fiscal general del Estado, con su pinta de ditero antiguo o de bachiller con quevedos y espadín, o al propio Conde-Pumpido, que te puede echar de la Constitución como del Cielo de oro, vicio y enagüillas bordadas de los Borgia. Eso sí, seguro que en la auditoría no va a salir nadie por encima de Ábalos, ni nadie después de Ábalos, que aquel ministerio fue como un buque pirata.
Óscar Puente hace auditorías a Ábalos antes que a sus trenes despeñados o desguazados en los viaductos, como trenes del Oeste por Despeñaperros
Óscar Puente hace auditorías a Ábalos antes que a sus trenes despeñados o desguazados en los viaductos, como trenes del Oeste por Despeñaperros. Pero no es que no nos funcionen los trenes, sino que no nos funciona España, y eso no es por el señor del Talgo, todavía con pajarita, ni por Ábalos, ni siquiera por Puente, sino por Sánchez. Sánchez requiere tantos recursos, tanta energía, tanta atención, que aquí sólo puede funcionar su discoteca de la Moncloa, a toda pastilla, y todo lo demás se apaga o se para. Decía nuestro ministro que si los trenes no funcionaran bien no los usaría la gente, como si uno pudiera llegar a Jerez, a Don Benito o a Ciudad Real en góndola. Cuando lo oí yo pensé en ese momento absurdo en el que me vi comprando y cargando un ventilador portátil para mi último viaje, por si uno de los trenes de Puente se volvía a quedar parado en mitad de esa España sin sombra y con alacrán. Y se paró, efectivamente se paró. Todo se apagó, todo se silenció, nos quedamos sin aire acondicionado y las señoras sacaban el abanico o se arremangaban el vestido como molineras de corvas gordas. Yo ya iba a echar mano del ventilador, absurdo en aquel sitio como un molinillo de café, cuando, después de unos 15 minutos, el tren se volvió a encender, a trozos, como un alumbrado municipal mal enchufado o mal desenchufado. Tuvimos suerte, pero yo pensé que nuestro ministro de Twitter pronto será el ministro del botijo, que a nuestros trenes sólo les falta llevar un botijo atado a una cuerda, como en una viñeta de Ibáñez.
No es Puente, ni Ábalos, ni el pobre señor del Talgo, todavía con un maletín lleno de mostachones de Utrera o todavía dormido en la estación de Espeluy, donde nacía el sol en los trenes de antes, despertando a los soldados y a las comadres. Es Sánchez, que todo se lo lleva Sánchez, toda nuestra energía y todos nuestros recursos. Claro que nuestros trenes se quedan sin engrasar, y hasta los estudiantes se quedan sin novia; claro que nuestros relojes de estación, casi confiteros, como lunas de Méliès, se quedan sin poner en hora. Y más que se nos irá parando o cayendo, porque todo se lo llevan los socios de Sánchez, insaciables; y los ministerios, convertidos en granjas de bots que sólo sirven para defender la última burrada indefendible de Sánchez; y el sotanillo de la Moncloa, chupando dinero público como un sótano plantado de marihuana chupa electricidad. Toda España se ha quedado parada entre dos estaciones o entre dos ventas, bajo nuestro cruel sol de uralita, y ni siquiera tenemos el botijo colgando de la cuerda, sólo esa lagartija frita o tiesa en la que el gran Ibáñez retrataba al españolito frito o tieso.
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