El verano es tiempo de reencuentros y de esfuerzos adicionales para no decepcionar ni sudar más de la cuenta. Por ética y por estética. Eso requiere no hablar de política ni de la profesión, especialmente de esto último. Siempre he considerado como cierta aquella frase que afirmaba: “No le digas a mi madre que soy periodista. Ella cree que soy pianista de burdel”.

Quien conoce este mundillo no tiene más remedio que ser crítico con el panorama. De lo contrario, a lo mejor es parte del problema o no se ha enterado de nada... o es víctima de su vanidad. Pero es innegable que hay compañeros que pintan retratos al óleo a 'personalidades' prescindibles o corrompidas; o determinados editores que acuden a pedir dinero a las empresas con la pistola en el tobillo. También abundan 'autoridades' de la profesión que hacen pagar sus manías personales y su contrastada mediocridad a quienes brillan en las redacciones. Eso ha provocado una merma del talento y de la discrepancia. Y eso ha impuesto el silencio en las oficinas en las que se desarrolla la profesión, otrora bulliciosas y hoy silentes, aburridas y obedientes.

Diríase que las hipotecas de los redactores pesan más que un elefante. De lo contrario, cuesta entender este fenómeno.

Esta crítica interna es necesaria, pero abundar sólo en ella sería injusto. Especialmente en estos tiempos, en los que el periodismo español padece una campaña pública de descrédito, impulsada por Moncloa y por sus mariachis, cuyo objetivo es restar legitimidad a la prensa crítica, del mismo modo que se hace con los jueces 'fachas', con la oposición ultra... o con todo aquel que se niegue a aceptar una forma de ejercer el poder que pretende ser vertical.

Tensión familiar

Esta guerra sucia ha generado las primeras consecuencias. La más cercana es la familiar. La de los grupos de amigos y los parientes a los que sólo se visita en Navidad y en agosto, pero que esta vez llegaban con las palabras 'bulo' y 'fachosfera' en la boca; y con razonamientos despectivos hacia los medios que no digo que sean injustas, pero que hasta hace un tiempo estaban dedicadas al político de turno.

Los medios y las redes sociales hacen mucho daño” / “Hay que ser crítico con el poder, pero hay que pegar a todos, ¿eh?”.

¿De dónde han surgido estas frases? ¿De la deducción o del soniquete gubernamental y tertuliano? La respuesta es obvia. Están fundamentadas en la lógica de la propaganda. La que impulsa a los gobiernos a manipular la realidad para cumplir un objetivo. En este caso, el de intentar restar veracidad a los mensajes que son inconvenientes para Moncloa. Para un Pedro Sánchez cuyo Gobierno quiere -y lo ha conseguido- que el miedo cambie de bando para que los periodistas sufran al poder; y no al revés.

Complicidad funcionarial

Lo más grave es que esto no sólo sucede en este ámbito. Lo demuestra la auditoría interna sobre la trama de corrupción de las mascarillas que acaba de presentar el Ministerio de Transportes. Un mero vistazo a su contenido permite apreciar el escandaloso trato de favor que José Luis Ábalos y sus hombres dieron a los comisionistas de Soluciones de Gestión y Apoyo a Empresas, actualmente investigados por la Audiencia Nacional.

Como publicó en este periódico Diego Molpeceres, el director financiero de Adif se llevó “las manos a la cabeza” al observar las memorias de cuentas de esta empresa y cerciorarse de sus negocios en Angola, el cual, según la Agencia Tributaria, es “uno de los países más corruptos de África”. Pese a todo, ningún funcionario abrió la boca. Nadie se pronunció, se quejó o acudió a la prensa para denunciar lo que estaba sucediendo mientras cientos de españoles morían al día; y millones estaban en sus casos encerrados.

Este país mediocre merece la arbitrariedad. Y el periodismo, su decadencia

Esto es así porque España es un país donde actualmente todo el mundo traga; donde los altos funcionarios se pliegan ante las órdenes injustas que reciben -al menos, en una buena parte de las ocasiones-, donde los administrativos se limitan a rellenar papeles; y donde los ciudadanos pagan sus sueldos con impuestos cada vez más altos y un poder adquisitivo que se resiente... y nadie dice esta boca es mía.

La gente teme al ministro, al secretario de Estado, al jefe del área, al director, al trol de turno (alguno, con columna semanal en El País), al familiar impertinente o al amigo que se informa en Twitter. Los periodistas se amansan y algunos no tienen el más mínimo reparo en recitar argumentarios y en despotricar contra la prensa porque se lo dice Pedro Sánchez; o en fotografiarse con una cerveza sobre la mesa porque su adorada lideresa madrileña ha declarado que Madrid es la mejor ciudad del mundo para beber.

Un país sin rumbo

Iba a decir que camina España hacia la acrítica, pero esa vía ya la ha recorrido. Ésta es otra etapa: la de la adulación inconsciente y la opinión pública lela. Así que ya se puede decir sin temor a equivocarse que todo esto es culpa de la gente. De la oclocracia, que conduce hacia la tiranía de quien gobierna, quizás en una forma que es todavía suave, pero que no podría imponerse sin aprovechar la mansedumbre y estupidez colectivas.

La auditoría de Transportes es el mejor ejemplo a este respecto: aquí nadie dijo ni mu. Ni los ministros, ni los trabajadores de lo público ni los ciudadanos. Tampoco ahora hay muchos que alcen la voz porque esta lluvia de millones hacia los amiguetes se produjera en la etapa de los ERTEs, los respiradores, los funerales de seis personas, las restricciones de movimiento, la lejanía y la carestía económica.

Aquí todos tragan, todos repiten los mensajes que incluye la última campaña gubernamental y Pedro gana. A quien dice una palabra más alta que la otra se le persigue -el Gobierno o el mediocre de al lado- y a quien discrepa o investiga más de la cuenta, se le cercena. Este país mediocre merece la arbitrariedad. Y el periodismo, parte mollar del problema, su decadencia.