Ábalos, que dormía en el gallinero del Congreso como un mastín debajo de un escritorio, se ha despertado para abstenerse o para rascarse, para desvelar o advertir a Sánchez, que también es como un señorito durmiendo ante el carrito de los licores. Ha sido en el reconocimiento de Edmundo González como presidente electo de Venezuela, apenas un halago o una despedida con placa a un muerto político, con la gente más pendiente de los equilibrios cortesanos de Sánchez que de los equilibrios elefantiásicos de Maduro. Pero Ábalos ya no levanta la mano con el PSOE, se ha abstenido mientras la secta de Sánchez ha votado en contra, por esa cosa extraña que tiene nuestro presidente en Venezuela entre la geopolítica, el estraperlo y el rancho en el Más Allá. Casi nos habíamos olvidado de que Ábalos seguía ahí, que sólo lo veíamos de entrevista condescendiente y de aventura pasada, presente o eterna con la Jesi, como las andanzas de un Ben Affleck y una Jennifer López de parador. De momento, Ábalos, allí en el gallinero o bajo el escritorio, sólo ha levantado un pesado párpado de perro de Flandes o de mosqueperro malo, pero quién sabe lo que nos puede dejar.

Ya he dicho estos días que Sánchez, que mira las votaciones en el Congreso y la vida española en general como se mira desde una carroza de duquesito un mercado de casquería y coles, no se asusta con nada. Pero sí va viendo cómo se le rebela la tropa, cómo pierden la paciencia o la fe los acreedores y los creyentes, y cómo se empieza a cuchichear en el partido. El PSOE ya tiene comadres malmetiendo detrás de las sonrisas escalofriantes de sus comités, que parecen ese tendido recreado en el Museo de Cera madrileño con toreros igual vivos que muertos, con oreja en la mano o con cuerno en el ojo, con actores indistinguibles de destripadores y con novias indistinguibles de viudas o de mironas. Es cierto que nadie puede echar todavía a Sánchez de ese columpio del PSOE que empujan mozos y mozas de servicio y de cursillo como mozos y mozas de pajar, ni mucho menos pueden echarlo de la Moncloa, donde se ha atrincherado zumbonamente “de huésped o de gorrón”, que decía don Mendo. Pero Sánchez ya no es ese comandante de la mayoría natural, festiva e indiscutible de España, que él sacaba siempre en los discursos y en los saraos igual que se saca el jamón.

El PNV se ha movido sólo un poco, para que se vea su gruesa silueta de árbol moviéndose, que da un poco de respeto sobrenatural, y Ábalos también se ha movido un poco, apenas para despertar a las moscas negras y gruesas de la tarde, que parecen abadesas de la siesta. Pero mientras Sánchez ignora el Congreso y esas votaciones que conciernen a otros continentes o a otras realidades, va dejando de ser el líder de esa mayoría apabullante, sociológica o mainstream, de la España plurinacional y tutifruti, del progresismo (o simplemente progreso) tan amplio, transversal, perezoso o pervertido que llegaba hasta la derechona étnica si hacía falta. Ahora, aunque esas mayorías sólo promuevan glorietas con obelisco o escolapio, o tachones simbólicos en la actualidad, ya Sánchez sólo puede decir que es líder de la República Independiente de su Casa, sentarse con un calcetín con tomate en sus sofás geopolíticos o en su sillón de Emmanuelle. Sánchez, ciertamente, ahora sólo parece defender su casa, su señora, su porche con mecedora y escopeta, y hasta el fiscal general del Estado se levantó el otro día, como un sonajero de collares, para hacer un discurso de defensa de la casa de Sánchez, un discurso de mayordomo.

Estas mayorías endebles y breves inspiran ya a los soñadores o a los desesperados, que a lo mejor no tienen otra cosa, pero la verdad es que sí hay una diferencia entre el voto del PNV y el de Ábalos. El voto del PNV sigue siendo un sombrerazo en el teatro parlamentario, en ese Poder Legislativo que Sánchez ya considera un poder extranjero o un ballet extranjero, como cuando viene el ballet del Bolshói lleno de bellos y frágiles cisnes cojos con sus tragedias de cisnes cojos, totalmente ajenas a nuestras tragedias de sangre y trabuco. Sin embargo, ese voto de Ábalos con un ojo cerrado y una ceja levantada, espantando a las moscas de las tardes parlamentarias, que parecen guardias civiles de la siesta; esa abstención de Ábalos no es un palote más o menos en las votaciones, como esos palotes de los lances de naipes.

A Sánchez no lo puede echar nadie, sumando o restando palotes en esa taberna nuestra de la democracia. Pero a lo mejor Ábalos sí puede

A Sánchez no lo puede echar nadie, o casi nadie, sumando o restando palotes en esa taberna nuestra de la democracia, la compraventa o el mus que es el Congreso. Pero a lo mejor Ábalos sí puede, no con su voto camastrón sino con todo lo que sabe, y que yo creo que guarda como una bala envuelta en un pañuelo, igual que una navajita nacarada. Ábalos, que ha transitado de la mano seductora y turbadora del poder como de la mano de la Jesi, por ahí por esas catacumbas de los ministerios como esas galerías con yelmos de los paradores; Ábalos, que ha estado en ese Barajas y esas marisquerías de Delcy, Koldo y Begoña, que son como palacios llenos de fantasmas, no es que tenga un voto, sino una bala de plata.

Sánchez no le teme al Poder Legislativo, que le parece una invocación de Rappel, pero sin duda aún le teme a la bala de Ábalos, lenta y cara pero seguramente mortal. Mortal para ambos, eso sí, que es lo que tranquiliza a Sánchez. Ábalos, con un ojo irreal y el otro guiñado, legañoso o muerto, como un ciervo disecado de mesón, se ha despertado para abstenerse o para apuntar con el dedo o con el tenedor. Aunque quizá todo esto son sólo fantasías de los soñadores, los desesperados o los cansados. A Sánchez lo terminarán echando, solamente, los gorrazos del pueblo en una noche electoral castiza, bulliciosa y festivamente cruel como una tomatina, que ese tomatazo del pueblo hace más justicia que la bala del licántropo o de la traición.