Dentro de ese Gobierno de Sánchez que no gobierna, ni lo necesita, está ese otro Gobierno de Yolanda que juega a gobernar. Los ministros de Sumar hacen en el Consejo de ministros como esa mesa de niños de las bodas o esa mesa de ositos de los dibujos, toda de rebozado y dulce. La verdad es que los niños al comer cometen como crueles asesinatos de kétchup y que a los osos no les gusta la miel sino las larvas, o sea que hay un gran trecho de los cuentos a la realidad, igual que con Sumar. Dentro del Gobierno de Sánchez hay otro Gobierno de fanta con tarta o de amiguito con el tenedor en el ojo que a veces se mueve fuera, con sus ruedines, y parece que a Sánchez se le ha escapado cuesta abajo el carrito del bebé. Yolanda sola es otra cosa, es como ver a Pitufina, o a eso nos hemos acostumbrado ya, a aceptar su excepción, a que salga con margarita o gusanito porque está para eso. Ver a todos los ministros de Sumar, juntos en cónclave o en compota, arreglando el mundo con la ignorancia y la crueldad de los niños o los osos, ya resulta menos singular y más siniestro.
Es como un grupo de jóvenes que juegan a resolver asesinatos inventados y han terminado atrapados en el misterio ridículo y en el agotamiento, como los chicos de Scooby-Doo
Yolanda Díaz, Mónica García, Ernest Urtasun, Pablo Bustinduy y Sira Rego se han reunido como en el parque o en un tocón del bosque, entre hadas, rapaces y sátiros, para proponerse cosas a ellos mismos y para hacerse un poco oposición a ellos mismos también. Ellos, quiero decir, son gobierno pero no pueden gobernar, o no saben gobernar, así que siguen haciendo la misma reunión de estudiantes o de scouts, entre la maleza y la pureza, entre la justicia y el pasotismo, entre la urgencia y la irrelevancia, para decirnos lo de siempre con un entusiasmo invariablemente renovado e invariablemente cansado. Es como un grupo de jóvenes que juegan a resolver asesinatos inventados y han terminado atrapados en el misterio ridículo y en el agotamiento, como los chicos de Scooby-Doo. Sí, ya sabemos que los malos son los ricos, que hay que subir los impuestos, que hace falta más vivienda, que hay que proteger lo público, y que el monstruo es el farero disfrazado. Y se llevan años gobernando, o conduciendo la furgoneta del misterio como una furgoneta de helados, y sigue habiendo los mismos problemas, las mismas soluciones y el mismo farero con el saco por la cabeza.
Yolanda Díaz ya digo que es otra cosa, es como un espíritu perdido en este mundo, que de vez en cuando se aparece en camisón para dejarnos una frase sin sentido o sin tiempo, moviéndonos igual al espanto, a la tristeza y a la compasión, como si fuera la chica de la curva. El otro día, en una entrevista con Pepa Bueno que parecía una conversación de ouija, llegó un momento en que la vicepresidenta dijo: “En el acuerdo de gobierno de la coalición progresista decimos que esto es muy urgente. Lo decimos ¿Lo hemos hecho? No. Hay que hacerlo”. Y claro, después de eso ya lo que esperamos es que se gire con el candelabro, se eleve volando con alas de ingrávido cabello, transparente como una medusa del más allá (el más allá debe de ser como una fosa abisal), y desaparezca detrás de un cuadro. Ella hablaba de vivienda cuando hablaba de fiscalidad, o hablaba de fiscalidad cuando hablaba de vivienda, o de todas formas terminaba hablando de Madrid, como un cuervo de Poe que dijera “nunca máis”. O no hablaba de nada porque nadie, ni ella misma, sabe qué la retiene en este mundo, pero en cuanto lo descubra irá hacia la luz y encontrará la paz.
Le hemos dejado a Yolanda un rincón en el castillo y en el corazón, y una hora en el reloj de columna, alto y oscuro como un ciprés, y quizá todo el sinsentido de Sumar nos parece más leve con ella, que nos acompaña dulce, triste y desatinadamente, como el fantasma de un antepasado duelista. Pero ya así, en grupo, en batallón, todos esos ministros de Sumar, esa convención de fantasmas o de cazadores de fantasmas, cada uno con su ministerio absurdo como su cacharro absurdo, como su aspiradora de fantasmas o su pistola para fantasmas; todos ellos fingiendo un oficio, una ciencia, una misión, un monacato, así ya no. Mónica García con su enfermera de lo público como otra Rosie la remachadora que coge por las trenzas a la privatizadora Ayuso; Urtasun con su torero de Almodóvar; Sira Rego vendiendo sólo campanillitas, que no tiene nada en realidad, sólo un ministerio que suena a furgoneta de pervertido; Pablo Bustinduy que no sabemos ni lo que hace, salvo iluminar en neón eso de los derechos sociales, como una atracción de feria (¿quién no quiere derechos sociales, como algodón de azúcar?). Todos parecen sólo merchandising, y así es cuando lo sobrenatural, sea la izquierda o los espíritus, se revela como estafa.
A Yolanda aún la escuchamos hablar entre la maravilla, el terror y la imposibilidad, como a un decapitado, creyéndonos y no creyéndonos que un decapitado pueda hablar. Y sin embargo la oímos ante Pepa Bueno, con la cabeza flotante y el cuello aperlado de joyas o quizá sólo de salamandras de sangre: “Decimos algo importante también: monotorizar (sic) las políticas de vivienda”. Es increíble que un gobierno no monotorice ni monitorice sus políticas, pero es más increíble ver lo que es imposible, o sea a Yolanda, y ahí nos quedamos, arrebatados ante el prodigio, ante la persistencia del prodigio que es ella.
Dentro del Gobierno de Sánchez, que no gobierna, hay otro Gobierno que juega a gobernar o a resolver misterios de sotanillo, aunque a los ministros de Sumar les falta Scooby-Doo (o no, o es Errejón). Viejos aniñados o jóvenes envejecidos, como de rondalla, que no son increíbles como un fantasma sino como un cazafantasmas. Aún nos enternece Yolanda porque yo creo que es la única pura, la única verdadera, la única que no sabe que está muerta en esta película, en esta izquierda con remedios de yerbajos y de ojo de rico como un ojo de tritón. Cuando Yolanda se vaya un día, hacia la luz o con la mañana, que no faltará mucho para eso, no sé qué hará la izquierda, llena sólo de cuervos radiofónicos y osos amorosos con hambre y garras de osos sin compasión. Ni qué hará Sánchez, que es aún más evidente y falso que el farero disfrazado de fantasma.
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