A Teresa Ribera las aristocracias de Europa le han dado un cargo o un título larguísimo y que parece hecho más que otra cosa para decorar esta Europa nuestra, tan deslucida, o para decorar un plato, como un dicho del Quijote. El puesto o el título es a la vez nobleza y currículum, alcurnia y virtud, realidad e invento, grandeza y cachondeo. Es algo así como comisaria de Competencia y Transición Verde, Social, Libre, Justa, Limpia y Honrá, que parecen méritos de Gracita Morales para pasar el plumero español por la UE, quizá con segundas, como lo hacía todo Gracita Morales. El cargo llegó confuso cuando se anunció y sigue confuso, que lo han ido recargando o embelleciendo por los titulares, las redes y las traducciones, como esos apellidos con guiones y esas genealogías arborescentes, como soperas con flores, de los hidalgos con más escudo que hacienda. La cosa sonaba, y sigue sonando, a que Sánchez ha recomendado a Ribera como a una planchadora y que Europa efectivamente adopta a nuestras planchadoras en sus castillos merovingios como a hijas de campesinas.
El cargo al principio lo tradujo el PSOE como “comisaria de Competencia y Transición Verde y Social” (traducción creativa, como el derecho creativo al que apelan otros socialistas), y al final parece que es comisaria de Transición Limpia, Justa y Competitiva. Aun así, sin más advocaciones, es ya casi un patronazgo de santa. Al final mucha Europa, mucha influencia sanchista en esa escolanía de orla y mucetita de Von der Leyen, pero tenemos a una comisaria que es como una españolísima virgen de corderito o un españolísimo anuncio de Colón o de estropajo. Hasta en Europa nos ponen con la fregona y con el rosario, como si fuera Médico de familia. La verdad es que ni siquiera la Europa calvinista y pálida, que hasta ahora era más de mercaderes fríos que de santos renegridos, más de Van Eyck que de Ribera (Ribera siempre ha sido un pintor más de Rastro que de iglesia, en realidad); ni siquiera Europa, decía, puede resistirse a hacer ahora de la política esa católica ristra de virtudes y llagas que hace supurar igual los nombres de las cofradías de Semana Santa que los nombres de los chiringuitos de la izquierda.
Ya no se trata de gobernar, como bien sabe Sánchez, sino de ponerles nombres largos, ricos, gozosos y piadosos a la inevitabilidad, a la pereza o al timo
Europa ya no hace política sino procesión, y yo creo que eso, tan puramente español y sanchista, es lo que ha llevado a Ribera ahí, a su hornacina con escoba, a su urna con la competencia incorrupta floreciendo o pudriéndose lenta e indistinguiblemente bajo la manga de cera. Europa ya no hace política, sólo procesiona entre nardos y cristales, entre consuelos y culpas, o su equivalente pagano, que también los hay. Junto a nuestra Teresa Ribera, nuestra nueva santa Teresa, justa, limpia, discreta y apañada, veo por ejemplo a otra comisaria que es directamente una ninfa o una náyade, porque tiene la encomienda, nada menos, de la Resiliencia del Agua, algo que está entre Wagner y James Cameron. Ya no se trata de gobernar, como bien sabe Sánchez, sino de ponerles nombres largos, ricos, gozosos y piadosos a la inevitabilidad, a la pereza o al timo. Yo creo que tienen a alguien poniendo estos nombres, alguien tan serio y poético como el que pone nombre a las estrellas, y es el más importante de todos los cargos europeos, como el Dios que crea nombrando las cosas (“conservamos nombres desnudos”, decía Umberto Eco en El nombre de la rosa).
Teresa Ribera, justa, limpia, modesta, decente y muy de su casa, ni siquiera sabemos a qué transición se va a dedicar, que tampoco se explica y a lo mejor no hace falta (aun así la cosa nos resulta menos sospechosa y mágica que lo de la resiliencia del agua, que parece directamente una estafa de la teletienda magufa). La transición en sí, como concepto, como meta, ya es una evolución, ya es un progreso, excepto la Transición Española, que ya sabemos que sigue siendo como una hermandad calatrava en la que sigue mandando un Franco con crucifijo y vellocino. Ni siquiera sabemos si la nueva transición limpia, justa y resultona a la que se va a dedicar ahora en esta Europa con comisarios más de fuente romana que de despacho bruselense es la misma transición a la que se dedicó en España. O sea, esa transición ecológica, verderona, retadora, demográfica o lo que fuera que ella dejó aquí sin transicionar o sin transitar del todo, como un tren de Óscar Puente. A Ribera la han ascendido a los cielos nominalistas de Europa, que bien podría decir María Jesús Montero, dejándonos aquí medio transicionados, medio verdes o medio transidos. Y seguramente en Europa acabará igual, que creerse a estos comisarios con prosapia es como creerse a los santos con gremio o a los ministros de Sánchez.
Teresa Ribera, ya más musa que comisaria, ya más santa que política, ya más aristócrata que gobernante, ya más khaleesi que vicepresidenta, tiene un cargo o un título largo y fluvial como el de una marquesa apócrifa, que ya sabemos que cuanto más largo es el título más tiesos están los titulares y más vacíos están los cajones. Teresa Ribera tiene un cargo o una yeguada, una responsabilidad o un avemaría, un trabajo o un conjuro. Yo creo que ni los méritos ni las virtudes ni los sustantivos de estos cargos son reales, como esos títulos de órdenes caballerescas llenos de espadas y cisnes ornamentales o absurdos. El signo definitivo de la decadencia de Europa no va a ser tanto copiar el movimiento woke americano sino copiar al sotanillo de Sánchez, esa máquina de coser nombres larguísimos a la nada como a los calzoncillos del presidente.
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