Imagine usted que alguien le quiere hacer la puñeta. No me refiero a una persona despechada o con un trastorno severo, sino a un tipo que simplemente le tenga manía. Que no le aguante. Que no le quiera ver cerca en el trabajo o al que no le guste cruzarse con usted cada día. Piense ahora que se inventa una serie de hechos y que los distribuye entre todos sus contactos en una red social; o que utiliza unas capturas de pantalla de forma sesgada para intentar hundir su reputación.

De la lucidez a la perversidad hay a veces una fina línea, así que estas cosas pasan. Internet tiene la capacidad de acelerar las comunicaciones, pero también de destruir reputaciones con una total efectividad y hay quien ha aprovechado este factor. Sucede que la mayoría de las veces somos muy crédulos o lo queremos ser, así que si alguien difunde algún día un mensaje en cadena que afirma, por ejemplo, que usted es un acosador, probablemente la mayoría de quienes lo reciban le den crédito y le demonicen sin ni siquiera escuchar su versión. Es decir, dando por supuesto que usted es un peligro público.

Póngase ahora el lector en la posición del jefe, del amigo y del cuñado que lean las falsas acusaciones sobre usted... y no olvide que es totalmente inocente. ¿Considera que la posición de esas personas es sencilla en ese caso? Su pagador no querría verle en la oficina por miedo a que agrediera a otros miembros de su equipo... o a que un buen día le siguiera con el coche hasta su casa. Su amigo le evitaría y su familiar, lo mismo en la cena de Nochebuena. Imagine que un buen día se levanta y se encuentra solo. Ni las personas inmunes al horror vacui le entenderían o le otorgarían la confianza que merece un inocente.

He aquí la gran consecuencia de la 'cultura de la cancelación': cuando se aplica el asesinato social, la muerte es instantánea. Si usted fuera culpable de acosar, su castigo ante su entorno sería el mismo que si no hubiera hecho nada, como en este ejemplo que le propongo.

El comunicado de Carlos Vermut

Pensemos ahora que Carlos Vermut efectivamente ejerció "violencia sexual" contra las mujeres que, de forma anónima, denunciaron este hecho en el periódico El País hace unos meses. Ahora haga el ejercicio contrario y asuma que no es un agresor. Las consecuencias serían iguales en ambos casos: el vapuleo. Si es culpable, habrá quien piense que estos procesos populares y mediáticos son una forma de hacer justicia, así que seguramente ese perfil de persona celebrará el 'juicio paralelo'. Si es inocente, no tendrá la oportunidad de defenderse.

Tampoco importará mucho a los acusadores esto último. En este tipo de casos se produce un comportamiento que llama la atención: hay a quien le da exactamente igual lo que ocurriera. El señalado no tiene derecho a demostrar su inocencia. Es el agresor o, en tal caso, un error necesario para mantener viva una causa que –consideran– es justa.

Este caso resulta paradigmático en este sentido: las mujeres no han revelado su identidad, no han denunciado los hechos y no han aportado pruebas sólidas. Tan sólo unos testimonios y unas capturas de WhatsApp. Pese a todo, hay personas –algunas importantes– para las que el caso estuvo visto para sentencia desde el primer momento. Carlos Vermut ha decidido denunciar lo sucedido. He aquí el comunicado que difundía hace unos días el despacho de su abogada, Guadalupe Sánchez.

Irene Montero, el ministro de Cultura, la Asociación de Mujeres Cineastas (CIMA) y, por supuesto, la flor y nata de Prisa tardaron tan sólo unas horas en situarle en la diana tras la publicación del artículo. Todo el feminismo patrio se movilizó en su contra; y lo hizo tan sólo tras leer el testimonio de unas mujeres anónimas. Unas palabras que pueden ser ciertas o no... pero que se las lleva el viento y que en ningún Estado de derecho sólido sirven para condenar a nadie.

Pero, al final, todos creemos siempre lo que queremos creer. Nuestra conciencia sitúa la verdad donde le conviene –o donde apuntan primero nuestros ojos– y, en ese caso, tocó hacer un juicio popular contra Carlos Vermut, como sucedió con Kevin Spacey; o con las exparejas de María Sevilla, Rocío Carrasco o Juana Rivas. La cultura de la cancelación es así: machaca mediante el método tradicional del linchamiento, que a veces se lleva por delante a inocentes.

¿Dónde está aquí la verdad?

Ahora piense usted en un caso ante el cual una parte de esa izquierda inquisidora ha reaccionado de forma distinta. Es el de Begoña Gómez. Contra ella no sólo existen testimonios, sino pruebas documentales que prueban que le dieron una cátedra extraordinaria en la Universidad Complutense o que firmó cartas de recomendación para incrementar las opciones de ganar unas licitaciones de su amigo Carlos Barrabés.

Unas horas después de que el juez comenzara a investigar a Gómez –aquí existen denuncias y pesquisas–, Pedro Sánchez publicó su famosa Carta a la Ciudadanía y apeló a la teoría de la conspiración. Culpó de aquel proceso a la ultraderecha judicial, política y mediática; y habló de la necesidad de legislar para limpiar España de pseudo-medios y de fuerzas oscuras, pertenecientes al 'franquismo sociológico'. Manipuló tanto la realidad que cualquier ciudadano pudo llegar a pensar que se dirigía a Manos Limpias, a El Confidencial, a El Mundo... o a El Independiente.

Una parte de quienes no dudan en considerar culpable a Vermut –como Yolanda Díaz– no dudaron en comprar estos argumentos, pese a que en el caso de Gómez existen testimonios y soporte documental. Y, ojo, la mujer del presidente es inocente hasta que se demuestre lo contrario, pero hay quien ya la considera como una delincuente, en otra demostración de que la verdad está en el ojo de quien mira; y no en el lugar que le corresponde.

Todo esto prueba dos cosas. La primera es que estos inquisidores de nuevo cuño sólo claman contra los juicios populares cuando les afectan o cuando no pueden sacar provecho de ellos. De hecho, es curioso cómo, unas horas después de que El País difundiera su primer texto sobre Vermut, el ministro Urtasun anunció un plan para luchar contra el acoso de las mujeres artistas.

Lo segundo sobre lo que ilustran estos hechos es más controvertido. Si la verdad es un concepto tan difuso, tan relativo y tan pervertido, y depende de los intereses y los prejuicios de cada uno, ¿no resulta un poco peligroso erigirse como el defensor de la misma frente a la mentira y la desinformación; y ofrecerse a legislar sobre ello para resolver el problema?

¿A lo mejor, y sólo a lo mejor, lo que pretende quien lo hace es imponer sus argumentos frente a los del resto? La respuesta parece evidente. Porque los conflictos sobre la verdad, en un Estado de derecho, suele dirimirlos un juez. O, al menos, así debería ser, para evitar caer en juicios populares y en manipulaciones de caciques con deje autoritario. De tanto manipular sobre el tema, a alguno parece que se le ha olvidado.