Los palestinos -y los árabes en general- estamos agotados. Buscar la empatía y el reconocimiento de nuestra lucha por parte de la opinión pública a veces parece inútil. Como nuestros padres y abuelos antes que nosotros, cada día lloramos nuevas masacres, éxodos forzosos, casas derribadas, revueltas aplastadas. Incansablemente, tenemos que justificar nuestro derecho más básico a vivir libres en nuestra propia tierra, con la esperanza de no ser acusados de antisemitismo o apología del terrorismo. Un año después, la pregunta es: ¿cómo avanzamos? Acabar con la impunidad de Israel, alimentada por nuestra deshumanización, sigue siendo la clave.

El genocidio en curso en Gaza es sin duda uno de los peores episodios de la historia contemporánea del pueblo palestino. Israel ha matado a más de 40.000 palestinos y exterminado a 902 familias enteras del censo de población. Es difícil mantenerse al margen cuando nos encontramos en el torbellino de un momento histórico y de una deflagración semejantes, en los que la urgencia es detener la carnicería, dejar de cavar fosas comunes.

La violencia no empezó el 7 de octubre, y el «conflicto» tampoco comenzó ese día

Sin embargo, para construir un camino político y social basado en los valores de la libertad, la equidad y los derechos humanos en toda la tierra desde el Jordán hasta el Mediterráneo -hoy totalmente controlada por Israel- es necesario comprender el momento actual en su contexto -incluso el más inmediato- a la luz de los hechos y no de la desinformación y los anatemas, porque las narrativas están íntimamente ligadas a las decisiones políticas.

La violencia no empezó el 7 de octubre, y el «conflicto» tampoco empezó ese día. Hacer de esa fecha el punto de partida para explicar la situación -y convertirla en el centro de la cobertura mediática de la situación- es ya formar parte del problema. Utilizar la violencia sufrida por los israelíes como prisma, en lugar de reconocerla como síntoma, es descartar de plano décadas de políticas genocidas, invasiones de países vecinos, bombardeos de capitales extranjeras y expolio de tierras. Esto trivializa la violencia, al tiempo que exige sumisión, silencio y, sobre todo, la prohibición de resistir por un futuro mejor.

Preguntar a los palestinos qué piensan de la violencia o si la condenan -una táctica de entrevista muy trillada- es pasar por alto el hecho de que experimentamos esta violencia a diario. Invade nuestra carne, bajo las bombas, en los puestos de control, entre rejas, en la calle o simplemente mientras recogemos aceitunas. Ningún padre, ya sea cristiano, judío, musulmán o budista, debería tener que enterrar nunca a su hijo.

Palestinos inspeccionan la destruida mezquita de los mártires de Al Aqsa en la Franja de Gaza. | EFE

Hace 76 años, en 1948, 750.000 palestinos fueron expulsados de sus tierras y obligados al exilio -incluida toda mi familia paterna- en una campaña de limpieza étnica conocida como la Nakba. Desde octubre de 2023, dos millones de palestinos de Gaza han vuelto a ser desplazados, muchos de ellos ya refugiados de la Nakba de 1948.

Los palestinos siempre han vivido la Nakba como un proceso continuo de desposesión y no como un acontecimiento limitado en el tiempo. La violencia es palpable, tanto en brotes extremos como el de Gaza hoy, como en el complejo sistema de colonización impuesto por la ocupación militar y el apartheid, que invaden nuestra vida cotidiana, controlando nuestro tiempo, nuestro espacio e incluso nuestras decisiones más íntimas.

La última década ha estado marcada por el fin de la ilusión de un «proceso de paz», por levantamientos populares masivos como la Gran Marcha del Retorno de 2018 a 2020, reprimida con sangre, y los levantamientos populares de 2021 por Jerusalén, tantos acontecimientos que culminaron en el atentado del 7 de octubre.

El exterminio en curso en Gaza forma parte de un continuo de opresión sistémica que se remonta a los orígenes del proyecto sionista. No es el resultado de una venganza que salió mal o de una respuesta «exagerada» al 7 de octubre, y menos aún de una ofensiva destinada a «eliminar a Hamás». Tampoco es una guerra para recuperar a los rehenes israelíes, que habrían sido liberados hace tiempo si Netanyahu no hubiera rechazado los sucesivos acuerdos de alto el fuego o hubiera hecho asesinar al negociador jefe de Hamás. En cualquier caso, el gobierno israelí habría encontrado otros pretextos para la operación de destrucción total en curso.

La opresión de los palestinos, su resistencia y sus revueltas existían mucho antes de la creación de Hamás en 1987, que a su vez nació en este contexto de medio siglo de represión

El 6 de octubre de 2023 no había ni calma ni paz para los palestinos, sólo una ilusión de tranquilidad para los israelíes, atrincherados tras sus muros y su arsenal militar, asfixiando y haciendo invisibles a los palestinos. Gaza lleva dieciséis años bajo un bloqueo total inhumano, transformada en una «prisión al aire libre». En Cisjordania, 2022 y 2023 fueron los años más mortíferos de las últimas décadas. La violencia cotidiana contra los palestinos, trivializada e ignorada por los medios de comunicación, fue relegada al rango de meros episodios de un «conflicto inextricable», un anatema que borraba toda dimensión colonial y política, exonerando así a Israel de sus responsabilidades.

Hoy Netanyahu y su coalición persiguen una estrategia de destrucción total, empezando por Gaza y extendiéndose a Cisjordania y Líbano. Adopta la doctrina del líder sionista Jabotinsky quien, en 1923, reconociendo la naturaleza colonial del proyecto sionista y que «no hay ningún caso único de colonización llevada a cabo con el consentimiento de la población indígena», abogó por la erección de un «muro de hierro» para aplastar cualquier disidencia.

¿Cómo ha podido Israel dar forma y fabricar tal consentimiento para su conquista colonial y disfrutar de tal impunidad ante el continuo pisoteo de todo el derecho internacional?

La respuesta está en la deshumanización de los palestinos y el racismo que impregna la percepción de la situación entre israelíes y palestinos.

Se presume que los palestinos son culpables, violentos y racistas hasta que se demuestre lo contrario. La atención mediático-política se centra en las víctimas ideales -mujeres, niños, médicos- como si los hombres jóvenes tuvieran menos derecho a la dignidad. El genocidio, filmado en tiempo real, se transforma en un debate semántico, la hambruna se califica de «inventada» y las mentiras del Estado se toman al pie de la letra. Los civiles ya no son civiles, y los límites de lo peor siempre pueden sobrepasarse. La cibervigilancia, la censura, el encarcelamiento, la represión de los movimientos de solidaridad y las acusaciones de antisemitismo completan el arsenal para criminalizar a los palestinos y normalizar la violencia del Estado israelí.

Por otra parte, calificar a Hamás de «grupo terrorista», concepto político sin definición en el derecho internacional, o de movimiento antisemita que pretende aniquilar a los judíos, despolitiza la naturaleza de este grupo y legitima todas las formas de castigo colectivo. Sin embargo, la opresión de los palestinos, su resistencia y sus revueltas existían mucho antes de la creación de Hamás en 1987, que a su vez nació en este contexto de medio siglo de represión.

Por el contrario, la comunidad internacional, en particular los países occidentales, da por sentado que las opciones y acciones políticas de Israel son esencialmente legítimas y se llevan a cabo de buena fe. Los dirigentes israelíes han perfeccionado así la política de los hechos consumados: ganar tiempo para extender su dominio colonial, haciendo retroceder las líneas rojas y dificultando aún más cualquier desafío futuro. La nueva letanía de «negociaciones de alto el fuego» sustituye al «proceso de paz». No se trata de una táctica nueva. Cuando el ejército israelí ocupó Cisjordania y Gaza en 1967, el mundo exigió su retirada inmediata y el fin de la ocupación. Luego, cuando los asentamientos se construyeron y consolidaron sin ninguna consecuencia internacional, las negociaciones se redujeron a pedir la congelación de nuevos asentamientos. Cincuenta años después, más de 700.000 colonos reinan en Cisjordania y la Asamblea General de las Naciones Unidas vota de nuevo para pedir a Israel que «ponga fin a la ocupación».

Pero después de un siglo desafiando la empresa colonial sionista, los palestinos siguen ahí, exigiendo sus plenos derechos.

Lo que exige el futuro inmediato es, ante todo, un embargo de armas y energía contra Israel para poder llegar a un alto al fuego.
En paralelo, la reconstrucción de un movimiento político nacional palestino unificado que pueda reivindicar nuestra lucha histórica. Un poder que debe abarcar a todos los actores políticos, desde Hamás a Fatah, pasando por los no afiliados y los refugiados en el exilio, sin que nuestra movilización política sea aplastada antes incluso de organizarse.

Mientras tanto, debemos resistirnos a la tentación de adoptar posturas diplomáticas precipitadas y propuestas para «revivir» «soluciones» y «procesos de paz» diseñados para normalizar hechos consumados coloniales, ocultar las responsabilidades de Israel mientras nos imponen líderes títeres elegidos por sus patrocinadores.

La verdadera cuestión hoy no es si la «solución de los dos Estados puede salvarse», sino qué contrato social queremos establecer sobre todo el territorio que hoy incluye Israel y los territorios ocupados desde 1967. Mientras las leyes e instituciones constitucionales vigentes, racistas por naturaleza, sigan otorgando más derechos a los judíos, mientras los palestinos no puedan regresar a su tierra y mientras cuestionar el sionismo como proyecto político siga siendo un tabú intocable, la violencia prevalecerá.

No habrá alto el fuego sin sanciones contra Israel y sin una conciencia internacional de que la impunidad y la complicidad deben terminar. No habrá paz sin el desmantelamiento del sistema de apartheid y la continuación de la Nakba. No habrá paz sin justicia internacional ni derechos fundamentales para todos.


Inès Abdel Razek es codirectora del Instituto para la Diplomacia Publica (The PIPD).