A Felipe y a Guerra los ha entrevistado Susanna Griso como viajando entre tiempos o dimensiones, que es lo que pasa siempre cuando vemos a Felipe y a Guerra, pero esta vez más. Sí, porque Guerra nos aparecía teletransportado en una pantalla como de cuerpo entero, allí frente a los otros dos, cosa que nos hacía pensar que habían contactado con un malvado de la categoría, la distancia y los recursos del Dr. Infierno. La verdad es que Guerra en una videoconferencia con pantallón vertical era a la vez moderno y antiguo, que no sabíamos si hablaba desde una fortaleza espacial o desde el mágico interior de un armario de lunas. El caso es que con Felipe y Guerra siempre hay esa sensación de salto al pasado o asalto a una diligencia, entre la nostalgia, la ternura y el ridículo, algo que dice ahora sobre todo el PSOE de Sánchez. Sin embargo, es falso que Felipe y Guerra representen una política antigua o muerta. En realidad, toda la política que se hace ahora la inventaron Felipe y Guerra. Sánchez sólo la ha convertido, finalmente, en antipolítica.

Felipe evocaba los viejos tiempos como desde el sillón de Emmanuelle, Guerra parecía que se probaba chaquetas dentro del espejo de la pantalla, como un viejo verde, y aunque llegaran a Suresnes y a la foto de la tortilla sin tortilla (alguien trajo quesos franceses, solamente), eso de que son dos carcamales hablando de una España que suena como Troya, toda lata y mitología, es falso. Felipe y Guerra no son dos teleñecos de palco de esta España que siempre fue una platea de pueblo, sino los constructores de la España moderna, para bien y para mal. Cuando Felipe y Guerra aparecen yo creo que lo hacen siempre en calidad de inventores de la propia política española, o de toda la cosa española, como inventores de la fregona, del futbolín o de la propia tortilla española. Más que devolvernos al pasado, lo que hacen es ponernos delante del espejo para que nos miremos las galas o los lamparones, ese espejo al que Guerra parecía que le limpiaba la plata desde dentro, 

Felipe y Guerra lo inventaron todo, cosas que salieron bien, cosas que salieron mal o muy mal, y cosas que no salieron, como esos inventos de Leonardo. Con su libertad y su pelotazo, con su partitocracia y su corrupción, lo que tenemos es obra suya, desde estar en Europa sin boina hasta que a los jueces les sigamos mirando la sigla como la etiqueta de un levitón; desde los partidos eclesiales y piramidales hasta la colonización institucional y social. Los pimpollos de ahora (gran palabra de viejuno, pimpollo, o mejor sólo pollo) enseguida dicen que su política o su armario son viejos, que aquélla era otra época, que España ha cambiado y ninguno de estos dos amigos o enemigos, como viejos tunos o mariachis amigos o enemigos, la entiende. Pero no es así. Ellos inventaron la política, los trucos y las estructuras que ahora usan unos y otros. Guerra hasta inventó lo de la derechona, como si la cosa hubiera salido, ayer mismo, de los amanuenses y galeotes del feroz sotanillo de la Moncloa. Eso sí, Felipe y Guerra nunca se atrevieron, como Sánchez, a quitarle a la política la ideología ni el sentido.

Sánchez ha sacado la ideología de la política, convierte cualquier disidencia en traición, y va camino de revertir el Estado de derecho hasta dejarlo en una suma de pactos particulares entre privilegiados e interesados

Aun cazados entre el sillón y el palanganero, o entre la pantufla y el galán de noche, o entre fantasmas sucesivos de Dickens, que así parecía que los había cazado Susanna Griso, con gorro de dormir e insomnio de reloj de péndulo, Felipe y Guerra no hablan de política más vieja o más nueva como de música más vieja o más nueva, sino de algo que es política y algo que no es política. Aunque ahora los políticos hayan dejado el terno y la gafa gorda (salvo Bolaños), y haya más mercadotecnia que convicciones, la política no puede cambiar tanto que deje de ser política. Y menos aún la democracia. Felipe y Guerra no suelen mencionar cómo ellos también tensaron la Constitución y los poderes del Estado, pero su enfrentamiento con Sánchez no es generacional, como contra un reguetonero, ni ideológico, como contra un cura. Sánchez ha sacado la ideología de la política, convierte cualquier disidencia en traición, y va camino de revertir el Estado de derecho hasta dejarlo en una suma de pactos particulares entre privilegiados e interesados. Por no hablar de dejar el PSOE en una secta de porro y cama redonda. Como inventores de la cosa, y hasta de sus triquiñuelas y oscuridades, Felipe y Guerra lo que dicen, sobre todo, es que eso no puede ser así, no porque no sea ortodoxo ni socialista sino porque vamos a terminar perdiendo la democracia misma.

Felipe y Guerra, viejo matrimonio de mesa camilla, de dominó o de pequeño crimen doméstico (esas como teteras rotas que dejaron ellos también por España y por la democracia), es cierto que son de otra época pero no hablan de otra época, sino de ésta. Y no hablan de otra política sino de política sin más, lo que pasa es que a algunos se les ha olvidado qué es la política y hasta la misma democracia (nunca lo supieron, seguramente). Felipe y Guerra tuvieron los dos su decadencia, su castigo y su panteón, y ahora los vemos un poco cementados y un poco congelados, como parecía Guerra en esa pantalla vertical. Pero tampoco ha cambiado tanto la cosa, ni España, que aunque para el sanchismo ya no haya principios y la política sea antipolítica, sigue habiendo sotanillos, bodeguillas, cafelitos, mandados y mangantes. Hasta la Audiencia de Madrid recordó a Juan Guerra para argumentar su postura sobre Begoña Gómez. Así que no había que saltar tanto en el tiempo ni en tartana, esa tartana al pasado en la que los meten. Ni darles la vuelta a las mecedoras ni a los espejos, ese espejo en el que Guerra todavía sabía hacer de bruja con espejo como nadie.