Ha vuelto a llover a espuertas, y esta vez, pese a la sed antigua, el cielo nos ha destrozado el alma.

Como si de una plaga bíblica se tratase, como si contempláramos un plúmbeo y maldito capricho de los dioses, un diluvio veterotestamentario ha dejado decenas de muertos prematuros, enormes daños materiales, heridas en la hacienda y el espíritu de tantas personas que, refugiadas en la seguridad del hogar, en la equívoca protección del vehículo o en la solvencia y fortaleza del negocio o la paz de una cafetería, lo han perdido todo, hasta la vida, que eso ya no se recupera.

Gota fría, DANA, la Borrasca de las Azores, no se ponen de acuerdo los meteorólogos con el nomenclátor, con el canon pluvial y su fenomenología, aunque en Utiel, en las periferias de Valencia capital o en ese insólito Letur, enterrados bajo la estadística de los muchísimos litros por metro cuadrado, sepultados por toneladas de barro y el inexpugnable muro de aguas marrones, poco importe ya quien selle el debate, quien se apunte el tanto de poner nombre a lo que los griegos, siglos antes de tanta tontería, bautizaron como tragedia, dando nombre a esas representaciones y episodios en los que la fatalidad del destino se imponía a la mísera condición de los hombres, con una intención didáctica provocadora de horror y compasión que estamos reviviendo durante estas horas fatales ante el televisor.

Los afectados. Ayer, haciendo los deberes con el niño, preparando un pedido en el almacén, dorando un bizcocho para la merienda o conduciendo a casa desde el gimnasio -y hoy, -ay- en la puta calle, mojados como perros, con los ojos llenos de limo y el susto en el cuerpo, empotrados a la fuerza en ese inquietante escenario prebélico de macizos convoyes de la UME, en el drama ruidoso de los helicópteros que los rescataron del set de Lo Imposible para entregarlos a la tristísima hora de las cuadrículas perfectas de colchones hinchables en los pabellones deportivos, a la urgencia de la manta, al alivio del bocadillo y el termo de café, en esos palacios del pueblo improvisados en los que descontar este tiempo desgraciado en compañía de tantos otros a los que la generosidad de las nubes marcaron de por vida un fatídico 29 de octubre.

Sin tiempo de llorar a los muertos y a los desaparecidos, habiendo vertido todas las blasfemias y dicterios contra el cielo y su prodigalidad de aguas, empieza el camino de sirga para los desahuciados por el torrente.

Creedme, sabemos ya, -lo hemos visto antes por aquí- que pasado el ímpetu de los abrazos primeros de los desconocidos, vertidas las indispensables promesas de tantos alcaldes indistinguibles con sus chalecos amarillos, será la vergüenza, el indescriptible pudor que sólo sienten quienes se ven de repente sin nada y en la intemperie los que helarán el corazón de los dolientes parias valencianos, con parada en esa primera estación de servidumbre en la que se empieza a asumir el despojo radical de la intimidad, la pérdida de la integridad del hogar familiar, la imposibilidad cierta de regresar ya a la confortable cotidianeidad del gesto de cerrar con llave la puerta de casa cuando todos están dentro, por culpa del aluvión funesto y su fuerza disolvente y devastadora.

Pasan las primeras horas, y crece la infame montaña de enseres y objetos anónimos que se amontona, goteando, en las palas de las excavadoras de los Ayuntamientos,  mientras se empieza a caer en la cuenta, se alcanza a entender el degradante proceso por el cual un recuerdo que presidía el aparador del hogar, el álbum de fotos de la boda o el diploma de karate del niño, pierden para siempre su carga de vida y sentimientos y mutan en un desecho chorreante apto para el contenedor y el sumidero.

Ha diluviado como nunca en Valencia, en Málaga, en Castilla-La Mancha. Se ha desplomado el cielo con tal ferocidad que no hemos sabido verlo ni protegernos

Es justo en ese preciso momento en el que los objetos exhalan su última carga afectiva bajo los cepillos de los operarios de las brigadas de obras públicas cuando el destino empieza a ordenarse dramáticamente para los afectados por la riada. Noqueados, incrédulos ante su desgracia, se ven empujados, a su pesar, a la voracidad de los telediarios, a los brazos de una estructura asistencial pública, al automatismo de un sistema de ayudas y paliativos que ya sabemos que pronto mutará en desesperante burocracia, en la parálisis metálica de los procedimientos, en acarreo de papeles y trámites deshumanizadores, los mismos que descontaron los afectados por la insólita ferocidad del Volcán de la Palma, sin ir más lejos.

Ha diluviado como nunca en Valencia, en Málaga, en Castilla-La Mancha. Se ha desplomado el cielo con tal ferocidad que no hemos sabido verlo ni protegernos. Son horas tristes, de recuentos de fallecidos -decenas ya- mientras esperamos a que bajen las aguas y hagan su desembarco los tramitadores de las compañías de seguros, los agrimensores del consorcio, los peritos de las mutuas y los delimitadores de las primaveras.

La métrica tramposa de las guerras del agua, la inflexibilidad ante los trasvases y los caudales mínimos han dado paso, por unas horas, al luto compartido, a la declinante solidaridad territorial entre españoles y a una paz institucional desusada, que pronto romperán los oportunistas habituales, los políticos procaces, los tertulianos expertos en inteligencia artificial y numismática reconvertidos -ope legis- en pronosticadores de tormentas y ventiladores de cadenas de culpas y responsabilidades.

Lo imposible ha pasado, y Valencia se ha ahogado. Antes de regresar, sin tasa, al laboratorio de miserias del errejonismo, a las rabietas de Vinicius o a los hitos de la carrera de honores de la primera dama, mostremos respeto, apoyo y solidaridad con los afectados.

Y silencio, un deseable silencio que no rompa el duelo de esta hora de oscuridad y dolor inmenso.