Se nos está cayendo el cielo encima, como nos habían avisado, y no me refiero al aviso del móvil pitando ni al presidente autonómico que sale como un inglés con paraguas, a última hora, inútil como un cirio bajo la tormenta. Los coches flotando parecían rebaños bíblicos y los muertos y los pueblos parecían estatuas de sal y barro, pero no se trata de la venganza de los dioses caprichosos y celosos, sino de la venganza del planeta contra sus bichos más estúpidos y malvados, que somos los humanos. Ni el móvil agonizando, resonando como un gruñido de matadero, ni el presidente autonómico con su chalequito de albañil, ni Ursula von der Leyen activando la solidaridad europea con su cosa de presentadora de telemaratón o de tómbola de crucero, ni siquiera Pedro Sánchez volviendo de Bollywood, de su musical de flecos y flores, para retomar el tono de los apocalipsis, que él conlleva como los sarpullidos primaverales; ninguno de ellos, en fin, puede hacer nada contra eso. Con Sánchez nos acostumbramos al fin del mundo político, pero el fin del mundo de verdad aún nos coge con el paraguas desvarillado y la ropa en el tendedero.

Ni estos políticos que salen rígidos, pesados y amarejados, como tinajas llenas de agua que quieren moverse, ni los bomberos que pierden su guante de héroe como un guante de baile o como lágrimas en la lluvia, ni la burocracia que empieza a planear sus lentas paladas de arena y dinero, ni el vecino que contempla su pueblo convertido en un neolítico arrasado, pueden hacer nada, insisto. No es que uno quiera ponerse pesimista, que quizá es fácil en este otoño de anublados y muertos, ni que crea en el fin del mundo como el que cree en Jehová o en Raticulín. La verdad es que a la naturaleza no le importa lo que creamos ni cómo nos sintamos. La naturaleza simplemente es. Y la ciencia que dice que el aumento del dióxido de carbono en la atmósfera nos lleva al desastre climático es tan directa y pura como la que dice que el hierro se oxida o que el hielo se derrite en el copón de soberbia e ignorancia de los patriarcas del mundo, de sus naciones, de sus ideologías y de sus religiones.

“Yo no vengo a debatir, yo vengo a contar lo que va a pasar”, suele decir Neil deGrasse Tyson con lo del cambio climático. Sí, es como debatir sobre la oxidación, decir que la oxidación sólo es una opinión más o que uno no cree en ella, como si fuera el monstruo del lago Ness. Por supuesto, a la oxidación no le importa lo que pienses y seguirá oxidando nuestros clavos, nuestras cafeteras, nuestros cañones y hasta nuestro cuerpo (el envejecimiento es oxidación), y al orgulloso incrédulo se le caerán las tetas y tendrá que cambiar de paraguas, como todos. Pero no se trata del paraguas, sino del planeta. El mar intenta equilibrar la concentración de dióxido de carbono desprendiendo más energía a la atmósfera, como una gran burbuja en una olla que hierve, y lo que nos acaba de pasar es que una de estas burbujas nos ha estallado encima, haciendo flotar los coches y las casas como si fueran ataúdes. Mientras esa olla planetaria se siga alimentando, los eventos climáticos serán cada vez más extremos y frecuentes. El incrédulo puede cambiar de paraguas o de gemelos, pero no de planeta.

Fíjense que todavía siguen haciendo política o politiquilla, demorando el luto o la acción para asegurarse el control de RTVE, o buscando en el partido enemigo las culpas eternas

Se nos cae el cielo encima y nos coge en chanclas, no ya a nosotros ni a nuestras pobres autoridades con su chubasquero de impotencia y su policía de salvar gatitos, sino a toda nuestra especie. Fíjense que todavía siguen haciendo política o politiquilla, demorando el luto o la acción para asegurarse el control de RTVE, o buscando en el partido enemigo las culpas eternas del partido enemigo. Yo me acordé de una comparecencia de Carl Sagan ante el Senado estadounidense, todavía en los 80, en la que se le pedía una evaluación de lo que entonces sólo se llamaba “efecto invernadero”, que sonaba hasta bonito, como si la Tierra se fuera a un balneario. Carl Sagan no sólo explicó la gravedad de la cuestión, sino que planteó la necesidad de un esfuerzo conjunto de toda la humanidad para superar esta amenaza, por encima de bloques, naciones y políticas. Entonces, en plena Guerra Fría, aquel llamamiento parecía una ingenuidad, pero ahora creo que se ha convertido finalmente en condena. Aquellos bloques parecen nada al lado de los bloques de ahora, con sanchistas y ayusistas, con negacionistas y margaritos, con wokes y putinescos, con propalestinos y sionistas.

Hemos visto los pueblos borrados de este a oeste y de sur a norte por esa mano enguantada de barro y poder que no es sobrenatural sino natural y brutal; hemos visto furiosos tornados en la España de ventolera y hemos visto autopistas apocalípticas, como si en vez de una DANA hubieran pasado los zombis. Los veranos ya no son veranos, las tormentas ya no son tormentas, esto no lo hemos visto nunca, empieza a decir la gente. Aunque la ciencia lleve tiempo explicándolo y advirtiéndolo, creo que por primera vez el personal se está dando cuenta de que el paraguas se le oxida en la mano y el clavo se le oxida en el ataúd, o sea de que el planeta se va al garete bajo sus pies con tanta inevitabilidad como la que hace que se les caigan el culo o el pelo.

Yo no es que sea pesimista o cenizo, lo que pasa es que las leyes de la estupidez humana aún me parecen más inexorables que las leyes de la física, así que doy a nuestra especie por condenada (el planeta podrá seguir hasta que el sol, convertido en gigante roja, se lo trague en unos 5.000 millones de años). Si no es el cambio climático será la IA o el pepinazo atómico, pero no creo que podamos sobrevivir a la vez a nuestra tecnología y a nuestra estupidez. Quizá deberíamos empezar por dejar de hablar de “cambio climático”, como si fuera el cambio de armario de cada temporada, y llamarlo simplemente el puto fin del mundo. Y, ya que no hemos hecho nada o casi nada por evitarlo, encararlo en chanclas y hasta con camisa balinesa, como hace Sánchez.