Como dijo Iñigo Errejón tratando de explicar su reprochable conducta, en un político hay una persona y un personaje. Los ciudadanos casi siempre vemos solo la segunda parte de esa ecuación y por eso debemos prestar atención a su caracterización para, de alguna forma, entender al personaje en toda su dimensión. Aunque el hábito no haga al monje, no cabe duda de que el outfit ayuda, por eso, no he podido dejar de darle vueltas a tratar de entender lo que Nayib Bukele quiere transmitir con su cambio de apariencia, más aún tratándose de un publicista que conoce el poder de una imagen, tal y como nos explicó con su famoso selfi en la tribuna de Naciones Unidas o como nos lo muestra con los cinematográficos vídeos en los que promociona su modelo punitivo.

Buscando pistas visité su perfil de X (antes twitter), donde se autodenomina Philosopher King y aparece en una foto de medio cuerpo flanqueado por dos banderas salvadoreñas. Su rostro tiene un rictus marcial que se remarca gracias al fondo de escuadrones militares alumbrados con una luz amarilla, cual stormtroopers de una película de Star Wars. Acrecienta su aire regio haber dejado de lado la juvenil cazadora de cuero y la gorra de beisbol, con la visera hacia atrás, para vestir una casaca de paño cuyos bordados en cuello y puños evocan los uniformes de gala de los mariscales del siglo XIX.

Nayib Bukele, con gorra y aspecto informal/ Europa Press

Sorprende además que se atavíe de forma tan poco adecuada al clima del país que gobierna, algo que también pasaba con Bokassa I, quien, cual Napoleón en el cuadro de su consagración, se arropaba con una capa de armiño en pleno centro de África. El conjunto gráfico trasmite dos claros mensajes: el poder es él y su respaldo está en un poderoso aparato militar.

Esta nueva imagen de hombre fuerte coincide con su mayor protagonismo a nivel internacional, como se observó en la Conferencia de Acción Política Conservadora de Washington, donde fue estrella invitada; en su activismo proisraelí; o en la visita al presidente Javier Milei de Argentina. Pero hay un cambio mayor al que se debe prestar atención porque guarda relación con la consolidación de su modelo autoritario de gobierno.

En un primer momento, la elección y apoyo social a Bukele pudieron interpretarse como síntomas del fracaso de la democracia y el Estado de derecho en El Salvador. Su autoritarismo y gobierno en permanente estado de excepción se aceptaron como la solución a los problemas de inseguridad que los gobiernos del bipartidismo FMLN/ARENA no habían sido capaces de controlar y que habían dado lugar a una situación que no garantizaba los derechos a los ciudadanos, amenazados por unas maras que habían arrebatado al Estado el monopolio de la violencia.

A pesar del evidente cambio que ha experimentado el país en lo que se refiere a la reducción del nivel de violencia y de que son manifiestas las consecuencias negativas de un sistema de encarcelamiento masivo, sin garantías de un juicio justo donde se dirima si las personas son o no culpables de los delitos de que se les acusa; a pesar también de la aparición de una serie de demandas sociales, como mostró la multitudinaria Marcha Blanca convocada en protesta por los recortes en salud y educación propuestos por Nayib Bukele para 2025, él insiste en mantener el proceso de concentración de poder y el estado de excepción declarado en 2022. De esta manera puede gobernar al margen de las garantías constitucionales y mantener la militarización de la sociedad, como dejó patente con el despliegue de 2.000 militares y 500 policías que hizo esta semana para cercar un barrio en el que, según él, aun quedaban mareros. Es decir, luego de 81.900 detenciones (el 1,35% de la población), según organizaciones humanitarias, aún es necesario militarizar un barrio para buscar a alguno que quede suelto.

El problema de Bukele y su gobernanza punitiva está en que tiene un difícil retorno al Estado de derecho, base fundamental del sistema democrático. Como es evidente, una democracia no puede tener a los 40.000 presos de su cárcel modelo, el Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot), sin juicio, sin sentencia o en condiciones de trato degradante bajo el argumento de que se merecen el peor de los castigos por haber aterrorizado –"mantenido de luto" como les gusta decir– a El Salvador. Pero mucho me temo que la democracia se ha quedado sin defensores en el país y se ha instalado una especie de transacción en la sociedad desde la que se asume que solo un gobierno autoritario, sin la limitación de las leyes, puede funcionar. Sospecha que parece confirmarse al ver la aplastante mayoría que obtuvo en las elecciones de este año.

Cada vez son más los ciudadanos de América latina que quieren un gobierno de 'mano dura' como solución a los problemas de inseguridad"

El problema es más grave al no ser patrimonio exclusivo de El Salvador. Como señala Benedicte Bull, el "método Bukele" se ha convertido en un símbolo del poder blando salvadoreño y cada vez son más los ciudadanos de América Latina que quieren un gobierno de mano dura como solución a los problemas de inseguridad y aumento de la delincuencia. Al igual que lo ocurrido en El Salvador, el apoyo a estas políticas es de sectores sociales que asumen que las herramientas de un sistema democrático no sirven para controlar a las organizaciones criminales, lo que genera una mayor desafección a dicho tipo de régimen.

Uno de los efectos que tiene el aumento de la violencia criminal es la ruptura de los lazos de solidaridad y confianza interpersonal. Pero no solo eso, lo peor es la deshumanización que, al arrebatar la condición de "humanas" a algunas personas, las hace desiguales en derechos y, por tanto, no dignas de un mismo trato. El resultado es que se rompe el pacto de convivencia entre iguales y uno de los grupos pasa a convertirse en Untermensch (infrahombres). El argumento de este proceso de deshumanización es que, antes y en primer lugar, el criminal deshumanizó a las víctimas. Visto así, es fácil entender el trato que dan a los presos en El Salvador y cómo la sociedad consiente.

La pregunta es ¿cómo convencer a los latinoamericanos que viven amenazados por poderosos grupos delictivos de que la democracia funciona y que, ante todo, no deben romperse las normas del Estado de derecho y el respeto a los derechos humanos? Es muy difícil, pero la suerte de la democracia en América Latina está muy vinculada a la reducción de la amenaza de las organizaciones criminales porque hay una relación directamente proporcional entre el aumento de su poder y la demanda de soluciones autoritarias. Por eso, hay que pensar en mecanismos que las debiliten y uno de ellos es reducir las ganancias que obtienen de productos como la cocaína gracias a la alta demandada por las sociedades del primer mundo y al prohibicionismo.


Francisco Sánchez es director del Instituto Iberoamericano de la Universidad de Salamanca. Aquí puede leer todos los artículos que ha publicado en www.elindependiente.com.