Se va a estrenar Gladiator II cuando Russell Crowe está ya gordo, empijamado y picado de la viruela calcárea de la piedra vieja, como casi todos los héroes. Sí, ya casi no hay héroes, los políticos son cobardes, miserables e incompetentes; los periodistas recitan los argumentarios de los partidos como letanías de un mendigo de iglesia, y hasta ese general de la UME parece sólo un botones que le trae cruasanes a Sánchez a la hora del Comité de Crisis, que parece la hora del té. Quizá los únicos héroes que quedan son vecinos que se enfrentan con sandalias y rastrillos a la ira de Poseidón, igual que Ulises. Máximo Décimo Meridio, comandante de los Ejércitos del Norte y fiel servidor de Roma, está ya de jubilata o de mirón, de enchufado o de vocal, de conseguidor o de fundraiser, o se pudre en las tabernas o en las librerías de viejo releyendo a Marco Aurelio, un estoico obsesionado con el suicidio que dejó el trono a un hijo vanidoso, cruel y débil, Cómodo. Nuestro Hispano, ahora español de vino y wasap furiosos, quizá vuelve a tener a Cómodo en el anfiteatro nacional, pero ya no hay fuerzas ni hay valientes.
Gladiator fue una de romanos en la frontera del milenio, donde suelen arreciar las profecías, las esperanzas y las cursilerías, incluidas las del héroe caballeresco, bien embutido de molla, honor y justicia, todo listo para calentar dentro de esa lata legionaria romana como una lata de alubias. Sin embargo, el tema de la película no es la justicia, ni siquiera la venganza, sino la legitimidad de los gobiernos y hasta de la violencia, legitimidad encarnada por el buen servidor del Estado. Nuestro gladiador, héroe caído, es el Estado caído que debe restaurarse, y cuya violencia se presenta como legítima porque no proviene de la voluntad de un jefe, coronado o no, sino de leyes, aunque sean las procelosas leyes de esa República que se evoca. Nuestro gladiador es algo así como un Cicerón ninja, aunque la “idea de Roma” que menciona en la película Marco Aurelio (Richard Harris) es casi la idea de República moderna: no sólo gobierno del pueblo, sino imperio de la ley. Viéndose en peligro por la tiranía, el Estado (Marco Aurelio) recuerda su sentido y encomienda su defensa a sus servidores (Máximo). Esto quizá es aún más cursi que el puro héroe de latón, pero es lo que ve uno detrás de una venganza que si no parecería sólo de Steven Segal.
Ridley Scott hizo una película magnífica en épica pero también rica en simbología y pedagogía, aunque torciera la historia y los códigos de vestuario. En realidad Marco Aurelio, alguien bastante deprimente y curil aunque siga siendo un best seller, se saltó conscientemente el sano precedente de los cuatro emperadores anteriores, que dejaron el trono a alguien capaz y fogueado. Marco Aurelio, quizá más triste o pasota que sabio, no sólo eligió como sucesor a su hijo Cómodo, que apuntaba maneras de caligulilla, sino que ya lo había nombrado coemperador cuando tenía 16 años (fue emperador con 19). Cómodo es el gran personaje de la película, porque los héroes se parecen todos pero cada malvado tiene una manera particular de ser malvado. A Cómodo le gustaba jugar a los gladiadores y parece que incluso llegó a luchar en la arena (dicen que con ventaja o con los adversarios drogados), pero lo más acertado de la película es esa mezcla de ambición, miedo, vanidad, debilidad y crueldad que caracterizaba al joven emperador y que Joaquín Phoenix clava. Yo no sé si el actor estaba ya adivinando a Pedro Sánchez, nuestro neroncete de ceñido pantalón.
A Sánchez ya lo habían descrito en Gladiator, que ahora casi parece un péplum de los de Semana Santa, con profecía y catequesis
Hay un momento al comienzo de la película en que Cómodo se revela de una manera absolutamente sincera y catártica, sin duda porque ya sabe que va a asesinar a su padre (como en Blade Runner, también de Ridley Scott, parece inevitable acabar con la figura freudiana del Creador que te ha condenado a una vida de miedo y traumas). Le dice Cómodo a Marco Aurelio: “Una vez me escribiste enumerando las cuatro grandes virtudes: sabiduría, justicia, fortaleza y templanza. Constaté que no tenía ninguna de ellas. Sin embargo, poseo otras virtudes. Ambición, [que] se convierte en virtud si nos conduce al éxito. Ingenio. Valor, tal vez no en el campo de batalla, pero hay muchas formas de valor. Devoción a mi familia…”. Sí, Cómodo es Sánchez, hasta con pichona en litera y hermano con lira. A Sánchez ya lo habían descrito en Gladiator, que ahora casi parece un péplum de los de Semana Santa, con profecía y catequesis. El verdadero Cómodo, además, prefería los placeres y los lujos a las cargas del gobierno, que dejaba en manos de funcionarios o segundones a los que no dudaba en sacrificar si fallaban. O sea, lo que vienen siendo la purga, el escaqueo o la cogobernanza, mientras uno se va a la India en elefante. Sí, Cómodo es Sánchez hasta en la literalidad histórica.
Se estrena ahora Gladiator II, que va del hijo de Máximo o a lo mejor va de Sánchez, nuestro emperador absentista y sibilante, el del colchón monclovita como un triclinio de nata, el de la política y la moral dadas la vuelta como un pulgar de césar, gesto por lo demás apócrifo. En nuestra película tenemos al malvado, que no deja de presentarse en carroza de malvado y con capa de malvado, pero no parece que haya héroes. A lo mejor es que ya es bastante heroico sobrevivir en el caos sanchista, y nuestros héroes se agotan en la vida o en los telediarios. O quizá es que ni el mismísimo Hispano tendría nada que hacer contra Sánchez, sus pretorianos y sus trampas. Pero, como digo, el gladiador no era alguien con una espada ni con un palo de escoba, sino el Estado, la República (la res pública) tomándose su justa revancha y poniendo las cosas en su sitio. No se trata de esperar a un Cicerón con micrófono, a un Russell Crowe delgado ni a un Feijóo sin gafas.
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