Después de Rusia, Irán, China y Corea del Norte, le llega el turno a un enemigo que, oficialmente, no lo es en absoluto: Marruecos. Esto es lo que dice sobre nuestros vecinos del sur la vigente Estrategia de seguridad nacional: «La relación de España con Marruecos y Argelia es de buena amistad, desde la premisa de la cooperación leal y el respeto a las fronteras mutuas».
Lo de Argelia, pese a las recientes disputas políticas y comerciales a cuenta del cambio de la posición nacional sobre el contencioso del Sahara Occidental, puede pasar desapercibido; pero, referida a Marruecos, la mención al «respeto a las fronteras mutuas» más bien parece una ironía. Muchos de los españoles que nunca han leído nuestro principal documento estratégico —y algunos de los que sí— situarían a Marruecos en el primer lugar de la lista de los países más peligrosos. No es un secreto que en el propio Ministerio de Defensa se hacen planes para «gestionar las amenazas no compartidas», un eufemismo que mal puede ocultar que Marruecos nos preocupa. ¿Cuáles son las razones?
Desde una perspectiva global, la frontera entre España y Marruecos es una de las grandes líneas de fractura de la humanidad. Separa la Europa próspera —que aún lo es más vista desde fuera— de un continente, el africano, superpoblado y pobre. Separa también la cultura islámica de la occidental, dos modos de vida en los que el grado de adhesión a los principios democráticos, incluso donde estos se ponen teóricamente en práctica, es muy diferente.
Desde una perspectiva global, la frontera entre España y Marruecos es una de las grandes líneas de fractura de la humanidad
A las inevitables tensiones que se producen alrededor de ese capricho de la geografía que es el estrecho de Gibraltar, hay que unir otros dos factores adicionales que vienen a echar más leña al fuego. El primero es de naturaleza histórica. A pesar de que el moderno Marruecos lleva décadas tratando de alinearse con Occidente —hoy es quizá el aliado más fiable de los EE. UU. en África— los españoles seguimos recelando del antiguo enemigo. No hace tanto tiempo que tronaba el cañón en torno a Melilla, en la bahía de Alhucemas, en Ifni o en el Sahara. En nuestra memoria colectiva, todavía pesa lo ocurrido en Annual y en el Barranco del Lobo.
El segundo de estos factores es, cómo no, político. Cuando necesita una cortina de humo para tapar sus propias flaquezas, el Gobierno de Marruecos no duda en jugar la baza del nacionalismo y reclamar, como supuesto legado del Imperio almorávide, tierras y mares que son españolas. Incluso en el país de la mítica Casablanca de Bogart y Bergman, mal puede ser ese el principio de una buena amistad.
De vecino incómodo a enemigo de España
De lo dicho se deduce que, además de un socio imprescindible de la Unión Europea, Marruecos es un vecino incómodo de España, pero ¿es un enemigo? Si extendemos las cartas de Rabat sobre el tapete de la trinidad de la guerra es fácil ver las condiciones que reúne y las que le faltan.
El reino alauí tiene a mano todos los pretextos que puede necesitar para una disputa vecinal: la geografía es la que es y la historia —que registra un enfrentamiento de siglos— siempre puede reescribirse. No obstante, como le ocurre a Rusia en Ucrania, Marruecos tiene en contra la Carta de la ONU, que consagra el derecho de España a que se respete su integridad territorial.
Si algún día Marruecos fuera incapaz de satisfacer las necesidades de su población, el reino podría radicalizarse
Para arremeter contra este derecho, la trinidad de la guerra marroquí se queda muy corta. En la parte superior del triángulo, el reino alauí no tiene a un Putin que, por las buenas o por las malas, sea capaz de arrastrar a sus compatriotas a una guerra contra España. Y, en el lado derecho, el que da la medida de sus capacidades, le faltan dos herramientas imprescindibles para moverse en el lado oscuro de la humanidad: la independencia estratégica y el arma nuclear.
En algún momento del futuro, ¿podría cambiar esa situación que hoy es razonablemente tranquilizadora? Por desgracia, sí. Al menos en parte. Si algún día Marruecos fuera incapaz de satisfacer las necesidades de su población, el reino podría radicalizarse. En un caso como ese —y no hay nada que indique que vaya a suceder en un plazo previsible— surgirían por docenas los émulos de Putin.
De la mano de un líder populista y malvado que quisiera pasar a la historia como el «liberador» de las ciudades españolas, nuestro vecino incómodo podría romper sus lazos con Occidente. No tardaría en encontrar aliados para reemplazar a los EE. UU. en tres de los países de los que hemos hablado en los capítulos anteriores: Rusia, Irán o China. Dependiendo de cuál fuera el mentor de ese nuevo Marruecos, España podría llegar a encontrarse, en la puerta de su casa, con problemas parecidos a los que sufre Israel alrededor de la franja de Gaza o la comunidad internacional en el mar Rojo.
Con todo, lo que Marruecos no está en condiciones de alcanzar es el arma nuclear. Algo que limita mucho la tolerancia de la comunidad internacional a las agresiones militares. Con Rusia, es verdad, no terminamos de atrevernos a enfrentarnos al invasor; pero los países que carecen de ojivas nucleares —recordemos lo que les ocurrió a Saddam Hussein, Milosevic o Gadafi— están obligados a portarse un poco mejor.
La polémica de las alianzas
Imaginemos un escenario de política-ficción. En un momento indeterminado de un improbable futuro, Marruecos sufre un proceso revolucionario y se convierte en un Estado islámico. Como en su día hizo el Irán de Jomeini, conserva los vastos arsenales adquiridos en los EE. UU., con las lógicas limitaciones que se derivan de la ruptura con la cadena logística norteamericana, poco predispuesta a apoyar el yihadismo.
Bajo el disfraz de la religión, los nuevos líderes de ese Marruecos radicalizado buscan en el exterior —qué original— los enemigos que justifiquen sus abusos de poder. Argelia está muy bien armada. Si España no lo está, ¿por qué no aprovecharlo? Con pretextos de manual, como los empleados por Putin en Ucrania —los derechos históricos, la defensa de la fe contra el libertinaje occidental, las supuestas ofensas a los ciudadanos marroquíes en Ceuta y Melilla o la amenaza de los carros Leopard desplegados en las ciudades autónomas— un aspirante a califa, hambriento de gloria, da la orden a sus tropas de cruzar las fronteras españolas en tierra africana.
Inevitablemente, la invasión de Ceuta y Melilla por tropas marroquíes resultaría en una guerra con España
Pongámonos en lo peor: en el Consejo de Seguridad de la ONU, China se abstiene y Rusia, todavía enfrentada a Occidente y dispuesta a apoyar cualquier causa que pueda hacernos daño, veta cualquier resolución que condene la agresión marroquí. ¿Qué puede España esperar de sus aliados?
El papel de la OTAN en la defensa de Ceuta y Melilla se ha debatido hasta la saciedad. Literalmente, el artículo 5 del Tratado de Washington no deja mucho margen a la interpretación: «Las Partes acuerdan que un ataque armado contra una o más de ellas, que tenga lugar en Europa o en América del Norte, será considerado como un ataque dirigido contra todas ellas...». No hace falta ser un lince para concluir que esto no se aplica a las ciudades autónomas.
A pesar de ello, si uno se toma la molestia de leer el tratado completo —es bastante breve— encontrará que la diferencia no es tan importante. Ni el artículo 5 obliga a hacer otra cosa que adoptar «de forma individual y de acuerdo con las otras Partes las medidas que juzgue necesarias», ni el resto del tratado impide que se haga lo mismo en aplicación del mecanismo de consultas que dispone el artículo 4.
Lo que sí carece de sentido, y lo reseño como ejemplo de la desinformación que rodea este debate, es asustar a los españoles afirmando que la OTAN no defenderá Ceuta porque está en África y luego recordarnos que los cohetes que Marruecos acaba de adquirir para sus nuevos HIMARS pueden llegar hasta Granada. O es vaca o es buey, pero no las dos cosas a la vez.
Inevitablemente, la invasión de Ceuta y Melilla por tropas marroquíes resultaría en una guerra con España, en la que nuestro territorio peninsular e insular, nuestros buques en la mar y nuestros aviones sobre el Mediterráneo o el Atlántico sí estarían protegidos por el artículo 5 del Tratado de Washington. ¿Cómo puede combatir Marruecos sin vulnerar estos límites?
El papel, como sabe el lector, lo aguanta todo; pero la realidad es diferente. Al final, como bien nos ha explicado Jens Stoltenberg, secretario general de la Alianza, la respuesta de la OTAN a un hipotético ataque marroquí quedará en el terreno de la política. Y pocas dudas debiera haber de la actitud política de la Alianza Atlántica si, en lugar del Marruecos actual, aliado de los EE. UU. y socio de la UE e Israel, es una franquicia del Daesh la que envía sus carros de combate contra España.
Aún menos dudas suscita la postura de la Unión Europea, esta sí obligada por el artículo 42.7 del Tratado de Lisboa que establece que «si un país de la UE es víctima de una agresión armada en su territorio, los demás países de la UE tienen la obligación de ayudarle y asistirle con todos los medios a su alcance». Un compromiso que, si el lector se toma la molestia de comparar las frases entrecomilladas, es mucho más exigente —compromete todos los medios y no solo las medidas que cada Gobierno juzgue necesarias— que el de la propia Alianza Atlántica.
Desde la perspectiva española, el talón de Aquiles de este artículo está en estas dos palabras: «agresión armada». ¿Es eso lo que podemos esperar de un Marruecos radicalizado? ¿Fue la marcha verde una agresión armada? ¿Lo fueron las intifadas en Palestina? ¿Lo son los asaltos masivos a las vallas de Ceuta o de Melilla? Tiempo habrá de hablar de ello, pero lo que sí tengo por seguro es que si un Marruecos radicalizado decidiera atacar militarmente Ceuta o Melilla —tiene opciones mucho mejores en el extenso catálogo de la guerra híbrida, especialmente indicadas para escenarios como este y que dejaremos para otro capítulo— tanto la Alianza Atlántica como la UE estarían a nuestro lado.
Dicho esto, también es cierto que, al contrario que Rusia, Marruecos no necesariamente es enemigo de todos. Recuerde el lector que, incluso en las directivas del Ministerio de Defensa, se le difumina bajo el término de «amenaza no compartida». Por eso, no cabe esperar que sean los soldados de otros países los que defiendan la soberanía española. Ni en el norte de África, donde no se aplica el artículo 5, ni en las islas Canarias o Granada, estas sí dentro de los límites geográficos del Tratado. Defenderlas en caso de agresión es algo que, con el apoyo de nuestros aliados, tendríamos que hacer nosotros. Como manda la Constitución. Solo queda por determinar si somos capaces de hacerlo.
Extracto de Tambores de guerra: contra el desarme moral y militar de España, de Juan Rodríguez Garat, publicado por La Esfera de los Libros.
Juan Rodríguez Garat es almirante retirado. Durante los 47 años de su carrera militar —24 de ellos embarcado— mandó tres buques de superficie y diversas unidades navales colectivas de España, de la OTAN y de la UE. En sus últimos años de servicio fue comandante del Cuartel General Marítimo Español (COMSPMARFOR), almirante de la Flota y, al pasar a la situación de reserva, director del Museo Naval y del Instituto de Historia y Cultura Naval. Es diplomado de Estado Mayor en el Reino Unido y tiene un máster en Estudios de Defensa por el King’s College (Universidad de Londres).
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