A los que llegamos a estudiar latín en el colegio nos enseñaron aquello de volo, vis, velle, volui: la conjugación del verbo querer, tan esencial en nuestra lengua. De ese extraordinario eje semántico latino viene una de las palabras con más acepciones en español, al menos una docena: voluntad.
La voluntad es la facultad de decidir y también el acto con el que la expresas; es la libertad de hacer y la elección con la que ejerces esa libertad, pero también la intención, el deseo y el afecto que te guían; es el mandato y también el asentimiento. Es hasta la propina, esa muestra cotidiana de todo lo demás. Atribuyen a Einstein la frase que dice: “Hay una fuerza motriz más poderosa que el vapor, la electricidad y la energía atómica: la voluntad”.
Y voluntario viene de voluntad. Que es acto o persona, siempre en acción por elección o deseo, no por obligación o deber.
Valga esta introducción para centrar el foco en lo que hoy tenemos en mente cualquiera de nosotros cuando hablamos de voluntarios: miles de jóvenes de una absurdamente llamada generación de cristal a los que les suspendieron las clases y, sin pensárselo dos veces, se fueron a las calles anegadas por el fango y la destrucción para ayudar con sus manos a las víctimas de la DANA en Valencia. Mochila a la espalda y escobas en ristre, equipados con conmovedores trajes de faena improvisados y sin callos en las manos, futuros arquitectos, psicólogos, enfermeros, médicos, ingenieros, economistas, abogados, la mayoría de Valencia y alrededores, se convirtieron en la más básica mano de obra para limpiar el lodo y acompañar a los vecinos de decenas de pueblos en el dolor de la catástrofe.
Apenas un puñado, en realidad. Hay unos ocho millones de jóvenes en España entre 18 y 35 años, en torno a un 20% de la población. Aproximadamente la población de toda Andalucía. Solo unos cuantos miles han acudido como voluntarios a trabajar en las poblaciones arrasadas por la DANA. Pero qué potencia y qué mensaje movilizador el de esos miles…
En un mundo global en el que todo se transmite en tiempo real (menos, por lo visto, las alertas que pueden salvarnos la vida en un momento dado), me atrevería a decir que todos los españoles hemos sentido una mezcla de orgullo y ternura por esos jóvenes, como si fueran nuestros. Y nos hemos lanzado, como no, a la desproporcionada reverberación que todo alcanza hoy al calor del impacto emocional. La visión de esa otra riada, ahora humana, de miles de voluntarios cruzando el puente como soldados al rescate, armados tan solo con escobas y cubos, comenzó a anegar Valencia y a inundar nuestros corazones.
“¿Cómo puedo ayudar?”
Era el caos y ellos eran parte de él. Pero, en medio de la desorientación y la desesperanza de un mundo cada vez más intangible, esos jóvenes encontraron un objetivo clamorosamente tangible.
“Donde ves que hace falta ayuda te metes y te pones a vaciar una casa o un garaje, llevas cubos, barres, lo que sea”. Mucha (propia) voluntad y poca eficiencia dirigida. Ausencia de organización y coordinación en los primeros momentos. Esfuerzos duplicados, mal orientados, alcantarillas llenas de fango, hacer para deshacer. Cansancio y frustración. Mucho espíritu de campamento. A la hora de comer o cenar, sucios y exhaustos pero satisfechos de hacer algo, lo que sea. De ser parte, de estar ahí, en la zona cero, como definen los medios y tanto les gusta repetir a todos. Cuando bomberos y militares se ponen al mando, el alivio por ser útiles de forma eficiente sustituye al impulso.
Para estos nietos y bisnietos de casi un siglo en paz, será lo más parecido a una guerra que vean nunca en directo. La devastación. Las toneladas de chatarra y despojos. La ausencia de lo básico (luz, agua, comida, una ducha) durante días. La suciedad que no se puede quitar. El llanto sostenido en cada esquina. Y eso que la temperatura amable permite estar al raso… Es, en cualquier caso, un Mad Max sobrevenido en el primer mundo, en pleno siglo XXI. A los voluntarios no les falta agua ni comida ni alojamiento. Tienen palas, escobas, mascarillas.
El voluntariado ha cambiado radicalmente, en especial desde la invasión de Ucrania, y los responsables de las grandes ONGs lo describen con detalle. Autoorganización a través de redes sociales, todo se cuenta y se comparte, prima lo que quiero hacer sobre lo que hace falta hacer: ¿por qué dejar que prevalezca lo profesional, lo sistematizado, sobre la fuerza imparable del deseo?
Nadie los ha organizado en Valencia. Aquí ni se han asomado los profesionales del activismo. Recuerdo el chapapote y el Nunca mais. Las proclamas, el transporte, los equipos. En esta ocasión, no han movido un dedo. Ni falta que les hizo: la mayoría de los jóvenes están hartos de que los mangoneen. Pueden y saben moverse, no han tenido miedo a improvisar, a convivir con el desorden inicial, a acomodarse a un ritmo más coordinado.
Y también han sido conscientes, en carne propia, de la tremenda brecha entre su voluntad (su deseo) y la realidad demoledora. Han entendido cuánto debemos a las máquinas, qué necesaria es la fuerza de una excavadora para marcar la diferencia. Lo más importante es que estaban ahí desde el principio, manos jóvenes para ayudar, voces jóvenes para llamar, brazos jóvenes para abrazar. Voluntarios con sus escobas y palas, agricultores con sus máquinas: lo único que tenían los vecinos.
Nihil difficile volenti: nada es difícil si hay voluntad.
“Si los que tienen que actuar no actúan, el pueblo salva al pueblo”. Qué peligroso es esto.
¿Hasta cuándo se quedarán los voluntarios? Las obligaciones, las clases, los trabajos, han vuelto a la normalidad. La reconstrucción tomará meses, años. Ya no se tratará de hacer cadenas humanas para vaciar cubo a cubo un garaje.
"¿Cómo puedo ayudar?"
La primavera pasada, desde España Mejor presentamos en el Congreso de los Diputados los resultados de una macroencuesta a la que nos habían respondido más de 11.000 jóvenes de entre 18 y 35 años. Nos dijeron qué quieren, qué necesitan, cómo creen que los vemos.
Nos dijeron que quieren oportunidades, no solo ayudas. Que necesitan ser escuchados y poder participar activamente en las políticas que nos afectan. Son millones. Una generación realista, que da por perdidas muchas cosas que creímos aseguradas: la emancipación, la independencia y la seguridad económica, la posibilidad de ser su mejor versión, de tener familia, casa, trabajo… la definición de futuro tal y como lo conocimos. Ocho de cada 10 jóvenes creen que se les tiene menos en cuenta que a otros colectivos, que los políticos no se preocupan por ellos. Creen que la sociedad piensa de ellos que no quieren trabajar, que no están preparados, que nos son participativos.
Y yo me pregunto: ¿hay algo más político que ponerse manos a la obra para solucionar un problema común? ¿Qué hay más participativo que empuñar una pala o una escoba y enfangarse hasta las rodillas para limpiar el lodo?
Hemos de poder garantizar como país el papel esencial de los jóvenes en la reconstrucción de una sociedad atrancada de lodo, paralizada por el fatalismo, la polarización y el victimismo. Que el trágico aldabonazo de la DANA sirva para que, de una vez, escuchemos a los jóvenes y actuemos en consecuencia. Cuestión de voluntad, al fin y al cabo. Voluntad política.
Beatriz Becerra es psicóloga y escritora. Doctora en Derecho, Gobierno y Políticas Públicas, fue eurodiputada y vicepresidenta de la subcomisión de Derechos Humanos del Parlamento Europeo (2014-2019) y es vicepresidenta y cofundadora de España Mejor
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