Margarita Robles, ministra institutriz, gobernanta con candelabro, monja generala, autoridad agriada por el poder o por la pequeñez, como un Napoleón que regenta una pensión, echaba la bronca a los pobres vecinos de Paiporta y eso no es falta de empatía, sino carácter y oficio. Margarita Robles grita y manda con su voz de madrastra y su poderío de paraguazo igual que Sánchez tima y sonríe como un ligón de solteronas por Internet. Eso es carácter. A Margarita Robles no le importaba estar delante de unos vecinos que lo han perdido todo menos la bayeta, los ojos y la boca, y gritarles que ella “no tiene la culpa”, y a Sánchez no le importa estar delante de la ruina de las ciudades, de los españoles, de la moral y de la democracia y seguir con sus planes personales. Eso es oficio. Cada uno tiene su carácter y sus maneras, pero el oficio del sanchismo dicta que nada importa salvo el propio sanchismo. Luego, cada uno lo defiende como puede o como es, Robles agitando la cuchara de palo, Bolaños dirigiendo una escolanía con mucetita, o María Jesús Montero aplaudiendo como en un espectáculo de Loro Parque (a un lado o a otro, no sería capaz de decir).
A Margarita Robles no es que le hayan podido los nervios allí en aquel sótano anegado, entre vecinos como entre anacondas. Simplemente, ella ha manifestado su distancia, su indiferencia, su oficio de sanchista (que es como un oficio de ditero) a través de su carácter autoritario y escuchimizado, o sea gritando sobre el agua igual que una ranita de charca y gritando sobre el eco burocrático y la incertidumbre ciudadana igual que una funcionaria de ventanilla. Lo importante no es lo que pasó, ni lo que sigue pasando, ni cómo arreglarlo o mitigarlo, ni entender o consolar a las víctimas siquiera, sino que “ella no tiene la culpa”. Y si no nos queda claro, nos lo dice ella sacándose la zapatilla o la estampilla, o nos lo dice ese general de la UME que es como el Mortadelo de la UME. La verdad es que el sanchismo nunca tiene la culpa, está gobernando constantemente contra apocalipsis y volcanes, además de contra el fango, el bulo y ese lawfare que ya llega a la Fiscalía anticorrupción y hasta a los seguratas del Museo del Prado, que yo creo que ya se disfrazaron de meninas para hacer aquella foto en la que Begoña Gómez casi le hacía el fundraising a Biden como Jesulín hacía la lechuga.
El sanchismo cada uno lo maneja como puede, y no siempre es como lo maneja el jefe, o sea así como se maneja una bomba o un pezón. Robles está acostumbrada a mandar desde una trona, entre primogénita celosa y papisa con muchos encajes y cojincitos, mientras que Sánchez está acostumbrado a que el personal le coma los marrones como los morros y le compre las mentiras como un perfume con su nombre (hay que sacarle para Navidad una colonia, así con mucho esmoquin desabrochado y mucha señorita desfallecida). Lo que importa es que la realidad no los toque, por eso Robles iba a Paiporta como con escafandra y Sánchez ha despachado a Aldama apartándolo como con un rascador de espalda o quizá con ese palo de escoba ya mitológico y deicida, como la lanza de Longino. “Menuda inventada”, decía el presidente que se inventó a sí mismo primero como reformista, luego como pragmático y luego como cínico, hasta que no ha quedado más verdad en él que su nombre, como el nombre de aquella rosa de Umberto Eco.
Robles está acostumbrada a mandar desde una trona, entre primogénita celosa y papisa con muchos encajes y cojincitos, mientras que Sánchez está acostumbrado a que el personal le coma los marrones como los morros y le compre las mentiras como un perfume"
El sanchismo cada uno lo defiende como puede. Robles lo defiende con afonía pero con mazo, ese mazo que es como el sartenazo de un juez. Lo que ocurre es que uno diría que a Robles, como a Marlaska, se le ha olvidado lo que es un juez y hasta lo que es el derecho, y a los dos se les ha quedado el mazo sólo de cascanueces o de gong. Sánchez, por su parte, defiende el sanchismo, o sea se defiende a él, como lo ha defendido siempre, o sea haciendo su número de mentalista, intentando que olvidemos lo que ha olvidado él y convenciéndonos de que no hemos visto lo que hemos visto ni ha pasado lo que ha pasado. Aldama, al que vimos ante los focos sorprendido, asustado y amenazador, todo a la vez, como un venado en la carretera, dijo de Sánchez “que era un mitómano y tenía alzhéimer”, que es una verdad a medias porque las mentiras de Sánchez sí parecen patológicas pero su desmemoria no. Sánchez, con Aldama o con Begoña, hace lo que hace siempre, arrugar la nariz, tapársela con pañuelito, apartarse como un aristócrata rococó y echarle la culpa a la chusma. Pero pronto el relato no importará.
Margarita Robles, con agua hasta el sobaco o al menos con las botas de agua hasta el sobaco, había ido a Paiporta para anunciarles a todos, de la mano incluso de un general trompetero, que ella no tenía la culpa de los anegamientos ni de los anublados (ya saben que el papel del Ejército es disuasorio y tal). Sánchez tampoco tiene la culpa de nada, que se le vienen encima los cataclismos, los volcanes y los corruptos como se te viene encima un lamparón de dandi (“huraño como un dandi con lamparones”, cantaba Sabina). Cada uno defiende el sanchismo como puede, la mayoría mintiendo sin más o aplaudiendo sin más, como sus señorías en el Congreso, ese nuevo Loro Park, o en TVE, otro Loro Park más. Pero el relato, ya digo, pronto no importará.
Ni siquiera importará el sentido común, o sea esa sorpresa o ese milagro de Aldama (un poco como el milagro de Begoña), que estaba en todos los saraos y en todos los cuartuchos pero Sánchez aún lo confundía con Andy o con Lucas o con Andy y Lucas a la vez. Ni esa sorpresa o ese milagro de que Ábalos, Koldo y Cerdán fueran los escuderos del Peugeot de Sánchez, aunque ahora nos parece que ya entonces eran más bien inversores en futuros, y con buena vista. Pronto sólo importarán los hechos. Llegara un momento en que ni siquiera el oficio del sanchismo, con perfume de bandolero de uno o mala leche de tarima de otra, pueda con tanta realidad.
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