En la última escena de 1936, tras casi cuatro horas y media de función, el actor Guillermo –Willy– Toledo se inclina sobre la enorme bandera republicana que cubre el escenario y que representa el cementerio que se supone sigue siendo hoy España, 85 años después del final de la Guerra Civil. Tras abrir un agujero en la bandera y cavar levemente con una pala, Toledo –que a lo largo de la obra ha hecho del general Yagüe, de Alfonso XIII, de Andreu Nin, del defensor de Madrid José Miaja, de un señorito déspota detenido por una partida de jornaleros y que ahora parece hacer de sí mismo– extrae un cráneo de una fosa común. Una buena mujer del pueblo interpretada por Blanca Portillo se le aparece y le dice que ese cráneo es el suyo.
De debajo de la bandera comienzan a salir muertos vivientes. Y sale, también, el abuelo de Guillermo Toledo, un combatiente republicano con el que se funde en un abrazo mientras siguen saliendo muertos que también se abrazan, y suena “War”, el clásico del soul de Edwin Starr, un himno contra la guerra de Vietnam. Mientras, por un flanco del escenario, con un loden verde y una escopeta de caza en la mano, ha entrado el Franco terminal y tembloroso de párkinson de los últimos años.
Son casi las once y media de la noche. El público que abarrota la sala grande del Teatro Valle-Inclán para uno de los estrenos más esperados de la temporada madrileña lleva ahí desde las siete, pero conserva fuerzas para brindar un aplauso cerrado a los miembros del elenco. En un encomiable tributo al teatro popular, han cambiado varias veces de personaje, han movido el sucinto decorado, han cantado y han tocado el piano para hacer posible este "encuentro pedagógico y político", tal y como ha definido 1936 Albert Boronat, uno de los autores que firman la obra junto a Juan Cavestany, el académico de la Lengua Juan Mayorga y Andrés Lima, su ideólogo y director, que ha concebido esta obra como una nueva aproximación, "analítica, crítica y documental", al drama de la Guerra Civil.
Almodóvar, presente
Entre el público se reconoce la cabellera blanca de Pedro Almodóvar, vestido con la misma cazadora de Bottega Veneta que se puso el día que llegó al Festival de San Sebastián para presentar La habitación de al lado. Aplaude en pie y se sentirá seguramente concernido por este final, que se parece de algún modo al de su antepenúltima película, Madres paralelas. Y por las intenciones de esta obra que según Andrés Lima es también, cómo no, una reacción al actual resurgimiento del mismo fascismo y la misma ultraderecha que en los años 30 del siglo XX abocaron a España y a Europa a la guerra.
Lima no se anda por las ramas. Tras un arranque coreográfico, que confronta los juegos olímpicos organizados por el nazismo en Berlín y las Olimpiadas Populares de Barcelona de aquel verano del 36, pone a ladrar a Queipo de Llano, y se hace por momentos insoportable, para acallar el pacífico "Himno a la Alegría" ensayado por Pau Casals para la ceremonia de apertura de los juegos catalanes. Queipo personifica la feroz represión en el sur de España durante las primeras semanas de la guerra junto al torero Pepe el Algabeño, que al son de "Mi jaca" encabeza una escuadra asesina de banderilleros y señoritos. No tarda en manifestarse Yagüe, las "piras de cadáveres ardiendo", las violaciones y saqueos, la matanza de la plaza de toros de Badajoz. Como poderoso contraste se suceden las solemnes apariciones de un pacifista Manuel Azaña.
Los discursos históricos documentados se confunden con el texto dramático puesto en boca de los protagonistas. Ocasionalmente, Blanca Portillo y otros actores se salen de sus papeles y conferencian transformados en narradores, en voces en on, un poco audioguías didácticas de esta Guerra Civil Z para Zetas, o para dummies. Siguiendo a los historiadores Paul Preston, Julian Casanova y Ángel Viñas –"otras cosas nos las hemos inventado", reconocen–, abruman con datos al espectador, explican "los elementos comunes del fascismo" español con el alemán y el italiano, y que el peor quizá fue el de Franco, porque "mató a más en menos tiempo". Todo para, hacia el final de la obra, acabar perpetuando el mito del "millón de muertos" que acuñó la novela del mismo título de Gironella –correlato del "todos fuimos culpables" del socialista Vidarte que el franquismo maduro hizo suyo–. La acción se ve punteada con entradas del diario adolescente de la barcelonesa Pilar Duaygües, que aquí funciona como un simulacro de Ana Frank.
Caudillos y protomártires
Para entonces, Alba Flores ya ha hecho su singular aparición bifronte. Tiene gracia ver a la nieta de Lola Flores pronunciar el "No pasarán" de Pasionaria y despojarse a continuación de su riguroso hábito comunista para transformarse en una alegre y faldicorta Celia Gámez cantando "Ya hemos pasao", aunque todavía quede mucha guerra y mucha obra. Después mutará en un poco convincente Vicente Rojo, como de función escolar, auxiliando en la defensa de Madrid a un histérico y jadeante Miaja-Toledo y diseñando la ofensiva del Ebro.
Cuando Juan Vinuesa entra en escena caracterizado como Franco y abre la boca por primera vez, el público se ríe. Los demás generales franquistas son temibles, pero Franco, defendido con solvencia por el actor granadino, es una vez más risible, sobre todo cuando es humillado por su padre, Ramón –aunque los autores de 1936 compran el mito del Caudillo ejemplar e incorruptible cuando este se niega a traficar con su influencia a favor de su progenitor–.
Enseguida le toca el turno a la Iglesia. Parece que viene a llorar a sus muertos, los casi 7.000 religiosos asesinados, pero en realidad comparece para ser acusada por la carta colectiva de los obispos en favor del bando franquista, mientras los 20 miembros del Coro de Jóvenes de Madrid, que cantan y complementan y mueven la dramaturgia, se disparan coreográficamente entre sí.
La cosa va de muertos, y la segunda parte de la obra comienza con un resucitado José Calvo Sotelo. El líder derechista y protomártir de la Cruzada, cuyo asesinato detonó el alzamiento, vuelve de ultratumba dispuesto a contarnos los secretos de una conspiración que se remonta al mismo día de la proclamación de la República. En la reunión en casa del conde de Guadalhorce del 14 de abril de 1931 ya estarían recaudando dinero para el golpe del 36. El equivalente a 336 millones de euros de hoy, repite varias veces la audioguía –"336 millones, 336 millones, 336 millones"–, ahora vestida de criada. Cuando el dinero de Juan March comienza a caer del cielo, los conspiradores recogen los billetes ávidamente del suelo.
Paseos y 'fake news'
Primo de Rivera –excelente Blanca Portillo, hay que decirlo– funda Falange en el 33 como parte de esa misma conspiración contra una república sin problemas que ante todo ha consagrado la libertad y la igualdad de la mujer. Y aquí vemos a Clara Campoamor pronunciando uno de sus preclaros discursos como si no hubiera encontrado resistencia al sufragio femenino entre la izquierda. La derecha comienza a armar "la ideología que justificaba el exterminio", nos sorprende de nuevo la audioguía didáctica. "Las fake news no nacieron en el mundo digital”. Inevitablemente, “la retórica no tardó en contagiarse al otro bando”, pese a los esfuerzos del buen socialista Indalecio Prieto rogando a los suyos, "no les imitéis".
Los paseos, el terror, los juicios sumarísimos son cosa exclusiva de los facciosos. El único asomo de justicia informal en zona republicana lo ejerce una simpática partida de jornaleros. La revolución descontrolada es ebria y analfabeta. El líder del POUM Andreu Nin aparece como portavoz de la revolución seria en Barcelona. Su asesinato a manos de los comunistas, encubierto por el Gobierno republicano, ni se menciona. George Orwell, notario de los desmanes estalinistas en Cataluña, es retratado apenas como un simpático fantoche dando brincos en el frente de Aragón.
Prólogo a un 2025 'antifranquista'
Al comienzo del tercer y último acto, la Guerra Civil se presenta como una anciana de 88 años que vive en la Elipa en un edificio sin ascensor y que tiene cuerda para rato. Este número sin gracia, como del Un, dos, tres..., podría haberlo firmado un guionista de El Terrat. La compañía de Mediapro fundada por Andreu Buenafuente, y responsable de programas como La Revuelta de David Broncano, participa en la producción de 1936 junto a Andrés Lima y el Centro Dramático Nacional.
Una oportuna participación en una obra que se estrena, oportunamente, en vísperas del cincuenta aniversario de la muerte de Franco que el Gobierno se ha propuesto capitalizar a su favor con medidas como la expulsión de los monjes de la abadía de Cuelgamuros, la prohibición de la Fundación Francisco Franco y quién sabe si proyectos como este.
Según Andrés Lima, la historia de la Guerra Civil, "más que contada, ha sido descontada y desinformada" por los vencedores, "y esta falta de educación histórica nos alcanza hasta hoy". Lo cierto es que abundan, sobreabundan y en las últimas décadas predominan la bibliografía, la literatura y los productos culturales sobre la Guerra Civil que esclarecen minuciosamente la historia siniestra del franquismo. Pero también los que, con demasiada frecuencia, como 1936, omiten aspectos clave de la historia con un objetivo: el aprovechamiento político del mito republicano para esgrimirlo contra un adversario actual que se identifica con el franquismo.
Lima dice que "la mirada teatral de este montaje no se basa en la dicotomía de los vencedores y los vencidos", pero el resultado le desmiente. Nos encontramos con la misma versión de parte de siempre, la misma historia de buenos y malos, que se proyecta peligrosamente en el presente, instrumentaliza el excombatientismo y hace un flaco favor a las víctimas a las que pretende desagraviar. Y sobre todo con un teatro malo que desperdicia el trabajo actoral, otro ejemplo de la pesadillesca ramplonería de la cultura oficial española cuando se pone al servicio del poder.
"Antes la ultraderecha se imponía por golpes de Estado, pero hoy son votados en las urnas. ¿Por qué?", se pregunta Andrés Lima en el texto de presentación de la obra. Si quedaba alguna duda sobre la intencionalidad política de 1936, su autor nos la despeja.
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