Ayuso espera ya a Óscar López detrás de una marina de camareros antiguos como barberos antiguos, que es un poco esperarlo acodada en la barra o en el piano para una cita con desprecio o con asesinato. En la Casa de Correos de Sol, donde acababan de desenvolver la Navidad como un alfajor o un Nenuco, Ayuso presidía la entrega de los premios Lito a camareros, metres y jefes de sala, que a mí me parecía una demostración de poder semejante a hacer desfilar su ejército de botellines como aquel ejército de martillos de El muro de Pink Floyd.

Para la promoción de Óscar López, que no deja de ser alguien que acaba de salir de un tonel de la bodeguilla de la Moncloa para llegar directamente al telediario o al juez todavía ciego de luz; para su promoción o su presentación, como un desconocido pretendiente opositor con diamante de dioptrías que le hubiera salido a Ayuso, le van a dar mucho tiempo y caña a la presidenta madrileña. Y es cuando ella saca otro anuncio de cerveza, con sus risas de espuma, sus ombligos de espuma y sus camareros surfeando con la bandeja, y el opositor, o sea López, siente que ha perdido toda la vida bajo el flexo, que sólo es un sol o una luna sin bares.

Óscar López, que parece un comisario de la ley seca, no tiene nada que hacer en Madrid, donde Ayuso es la camarera con burbujas en los ojos y espuma en la cintura a la que desean todos

Los camareros de Madrid, camareros de ayer y de hoy, con pajarita de ventrílocuo o delantal de curtidor o de anestesista (esos camareros de ahora que parece que te van a operar el bazo con un soplete más que a traerte unas bravas); los camareros como del Pasapoga que nunca conocí, del Chicote que sólo me suena o del Café Gijón donde se han quedado en blanco y negro como camareros de Casablanca; ellos u otros parecidos, más los de ahora, con moño y tattoo, que te sirven en sitios con nombre canalla o folclórico que dan también hambre canalla o folclórica; todos los camareros del Madrid del plátano frito o de las veleidades Michelín, de la casa de comidas o de la franquicia lolailo, de los elegantes y los currelas, de los tiesos y los guapérrimos; todos parecían samuráis en las fotos del pantallón del escenario, con botonera de guerra, metales rituales y ferocidad antigua. Con Ayuso se meten mucho por eso del cerveceo y el bareteo (yo también), pero a ver quién es capaz de ganarle aquí a alguien que les da premios a los camareros como si fueran nadadores olímpicos. Menos, un opositor a muerto de cementerio civil o de oficina del catastro, como Óscar López.

Al periodista Ángel Expósito, que presentaba el acto, se le escapó una lágrima como de pipermint (la tristeza o la melancolía de los bares saben a pipermint) recordando a su padre camarero, y es que todos tenemos a alguien que trabajó en un bar como si hubiera caído en la guerra. Hasta Ayuso contó luego que su abuelo tenía un bar y que ella solía estar mucho por allí, haciendo esa vida como de carromato que se hace en los bares, con fogata, canturreo y pan con manteca. Al camarero, o al trabajador de hostelería en general, se le pone siempre de héroe estoico por no ponerlo de esclavo, cree uno, que tanta vocación de servicio y tantos años destapando botellines están más cerca de ser una condena que una vocación.

Premiaron a un señor que por lo visto se ha llevado, o aún lleva, unos 70 años de camarero, y a uno le pareció tristísimo, como si tu abuelo de 90 años llegara con la mochila de Glovo. Aunque a Ayuso se le humedecían los ojos con él, como a Heidi con el abuelo. Yo me acordé, sin embargo, de la camarera del bar de la esquina de mi casa, el día que se despedía de todos, radiante como si la hubieran hecho miss Venezuela, porque había encontrado trabajo en una inmobiliaria: “Ea, salió de la hostelería”, suspiraban sus colegas. Se quedó la chiquilla, en fin, sin premio de Ayuso y sin heroísmo artrítico.

Esta romantización del currante de la hostelería, como si fuera un misionero que reparte cerveza como salmos o un pintor que pinta en las buhardillas de la necesidad, entre tiritonas y vomitonas, a mí me parece algo bastante más derechón que meter la libertad en una caña como en la antorcha de la Estatua de la Libertad. Ángel Expósito fue el primero que recordó como “éxito político” abrir los bares en la pandemia, aunque uno sigue pensando que en aquellos tiempos sólo se acertaba por casualidad, o sea que tampoco hay que darse mucho bombo, por si aquello era libertad o sólo chamba. Ayuso, luego, recordó que no sólo se trataba de “salvar la libertad”, sino el esfuerzo de los hosteleros. Según la presidenta, es un “falso debate maniqueo” contraponer libertad y salud, pero ella también cae en el maniqueísmo de considerar la libertad algo que se otorga abriendo persianas metálicas y, quizá, no sé, considerar liberticida que un hombre de 90 años se jubile por fin dedicándole al jefe y al cliente un corte de manga que le descuelgue el trapito y la cadera.

Los héroes de la hostelería, jóvenes o viejos, condenados o esperanzados, recibían su premio con galas y posado, y si había alguno que no estaba para recogerlo enseguida señalaban que estaba “currando”, que a lo mejor el valor supremo no es la libertad sino no poder dejar de trabajar ni para que te den un premio por tu trabajo. Pero estos premios tenían algo de premio de consolación, de gallifante ayuser, algo que en realidad no se puede comparar con ese premio de miss Venezuela que le habían dado a aquella chiquilla contratándola en una inmobiliaria. Pero claro, uno es que también tiene familia en el gremio y sabe que no se abotonan la chaquetilla como los pianistas ni como los filántropos. A pesar de todo, un premio es un premio y los galardonados sacaban pecho en el fotocol y charlaban mucho con Ayuso, que se llevó todo el acto con ojos de niña en Navidad que desenvuelve ese Nenuco que es para las niñas la Navidad. En este caso, una Navidad de productos de la tierra, vinos de la tierra, economía de la tierra y camareros de la tierra, que venían haciendo de la necesidad virtud como si vinieran patinando con la bandeja. 

Por aquel patio de la Casa de Correos, convertido en bareto con mesas y barrilitos o en tablao flamenco (el anuncio de Tío Pepe de la Puerta del Sol se colaba por allí como un tío jerezano de Lola Flores); por aquel patio convertido en Navidad de menú, con muérdago y tarjetón en las mesas, con árboles de la Coca Cola, quizá esa cocacola de la famosa pizza de Ayuso; por aquel patio con un piano en un rincón, como una caja de bombones cerrada, y un belén descongelándose, por allí corrían la libertad y los camareros, igual que sus alegorías con alas de corcho. “No es cuestión de alcohol, sino de comunidad”, decía Ayuso como dejando una frase a los corintios, porque sigue sintiendo la necesidad de explicar que ella sea la chica de la cerveza, como el Gambrinus femenino que nos seduce por los bares. Quizá por eso yo creo que Óscar López, que parece un comisario de la ley seca, no tiene nada que hacer en Madrid, donde Ayuso es la camarera con burbujas en los ojos y espuma en la cintura a la que desean todos. Al final, con los camareros haciendo otra vez de camareros, y ya no de discóbolos con bandeja, se sirvió cerveza como sangre de Ayuso y todos entendimos el significado y el poder de la ceremonia.