Pedro Sánchez nos ha anunciado el Día de la Liberación, en el que traerá pebeteros y gradas, y majorettes y veteranos, y chelistas y poetas por el 50º aniversario de la muerte de Franco. Claro que nada de eso podrá ocultar que desde el 23-F no ha habido una amenaza tan grande para la democracia española como la que representa el propio Sánchez. El Día de la Liberación, o como lo vaya a llamar la máquina de nombres humeantes de la Moncloa, pretende celebrar el fin del franquismo, pero, antes que nada, eso a uno le parece precipitado. Quiero decir que el franquismo, según el propio Sánchez, sigue aquí, amenazándonos con su vocecilla de ciclán, sus bombachitos de general con poni y sus machos autoritarios y bajitos a la sombra abotijada del cura. Contra el franquismo aún hay que luchar porque está a punto de volver, como si volviera el Seiscientos con monja. O sea, que a ver a qué viene eso de celebrar tan alegremente su caída cuando sigue vivo en cada juez y en cada plumilla. Lo suyo sería aplazarlo hasta que Sánchez “acabe con la derecha”, como planea Isabel Rodríguez. Pero, sobre todo, es que el fin del sanchismo es más imperativo para la democracia que sacarle una verbena o un puente al fin del franquismo.

A Franco lo tienen gastado ya como una peseta de Franco, lo han desenterrado como un cuchillo fenicio, lo han paseado por el cielo como un zepelín de piedra, lo han repescado de sus embalses como una bota vieja, y parecía que ya no se podía sacar más de ese muertito enjoyado en salmuera, como un faraón de lata de sardinas. Pero sí, aún se podía sacar la onomástica, o el cumpleaños (hay que hacerle un aniversario de vivo, porque no sólo es que el franquismo esté vivo, sino que matar a Franco del todo sería como matar la gallina de los huevos de plomo). Es más, yo creo que aún se le podría sacar toda una Semana Franquista, como una Semana Simago, o un año de Franco, como el año chino de la cabra. A mí todo eso me parece estupendo. Lo que a uno le parece mal es que Sánchez quiera ponernos por delante una piñata de muerto, la misma piñata de muerto, el mismo muerto siempre, en realidad, para que no nos fijemos en él haciéndose tan frescamente el vivo.

La Memoria Democrática es o sería una gran idea si no fuera porque, en primer lugar, suele tener mala memoria, una especie de memoria de feriante o de borracho, que sólo recuerda lo que le conviene o lo que se inventa. Por eso se puede declarar vivísimo el franquismo, hasta montarle su tarta rellena de palomas o de calaveras un día cada 50 años, o todos los años, o todo el año, y sin embargo olvidarse por completo de ETA, de sus crímenes, su ideología, sus defensores, su herencia, sus consecuencias, su reguero. La verdad es que no se trata de la memoria, sino de la propaganda política, que es lo único que saben hacer nuestros políticos (lo que les hemos enseñado a hacer, diría). La memoria es otra arma política, como los palabros inventados o como la mentira, ahora convertida en acrobacia con el bulo, que puede llegar a ser la convincente acusación de que es mentira lo que ven nuestros ojos. “Tener la conciencia limpia es síntoma de mala memoria”, dicen que dijeron Les Luthiers, y aunque creo que la frase es apócrifa, es bastante exacta. 

La Memoria Democrática es o sería una gran idea, si no fuera porque aquí casi nadie sabe qué es la democracia. No lo sabe Zapatero y no lo sabe el propio Sánchez, que es el primer engendro chavistatrumpista que uno ha visto aparecer en el mundo

La Memoria Democrática es o sería una gran idea, si no fuera porque, en segundo lugar, aquí casi nadie sabe qué es la democracia. No lo sabe Zapatero (Maduro “ha ganado muchas elecciones”, dice nuestro sabio con apóstrofe en el infinito), ni Puigdemont, ni el patriarcado Iglesias, que aún aspira a ser el ideólogo de la izquierda pura, y no lo sabe el propio Sánchez, que es el primer engendro chavistatrumpista que uno ha visto aparecer en el mundo. No lo saben ellos y tampoco lo saben, o no lo quieren saber, la mayoría de los que andan detrás con el cazo, la pancarta o el moco. Curiosamente, Vox yo creo que sí sabe lo que es la democracia, y precisamente lo usa para sentarse en el borde, a punto de caerse pero sin caerse todavía visiblemente hacia ese lugar en que sus sectas cuelgan sus pósteres y elaboran sus planes de pureza. O sea, lo mismo defienden la Constitución y el imperio de la ley que te sale un friki con pinta de ayatolá de Burgos alabando el franquismo, cosa que ningún demócrata puede hacer, como no puede alabar el castrismo o el chavismo. 

A mí me parecen bien la celebración y hasta el jolgorio un 20-N, que no veo por qué un demócrata iba a poner pegas a eso y no sé por qué se las pone Ayuso. No creo, como sí cree la presidenta, que vaya a arder la calle por esos cuatro con muelle en el sobaco que salen a pastar cada 20-N para demostrarnos que, efectivamente, y en contra de lo que dice Sánchez, el franquismo son cuatro pastando. Ayuso más bien le da la razón a Sánchez al sacar la tea, evocando la imagen de un franquismo que aún podría desfilar llevando antorchas, multitudes y acojone, como si fueran indepes, y con poder no para tumbar la democracia pero sí para estropearle a España un día de fiesta.

Aquí estamos con la Memoria Democrática y ni tenemos memoria ni sabemos qué es la democracia, así que hablamos del Día de la Liberación como podríamos hablar del Día de San Wenceslao. Yo me conformaría no con que Sánchez tuviera memoria de un par de años, que claro que la tiene, sino con que la tuvieran su partido y sus votantes. Eso haría más por nuestra democracia que tantos aniversarios, enterramientos, aventamientos y fusilamientos simbólicos y retrospectivos de Franco. No, a mí no me importa un 20-N con fuegos artificiales o norias conmemorativas, a mí lo que me importa es Sánchez, el chavista-trumpista que quiere acabar con la separación de poderes, con el imperio de la ley, con la prensa libre y, en general, con todo el que no le siga. Uno lo que está esperando es celebrar el Día de la Liberación del Sanchismo.