Según mis documentos militares ecuatorianos soy "remiso sancionado" porque no realicé el servicio militar obligatorio cuando en el país había un sistema de tres llamados y, luego de ser exonerado en los dos primeros por excedente de cupo, no me presenté al tercero porque coincidió con una guerra con Perú y mi instinto de supervivencia pudo más que mi patriotismo. Durante un tiempo viví en la "ilegalidad castrense" debido a que no podía pagar la multa que me permitiría regularizar mi situación hasta que no se licenciasen todos mis quintos. Por ese motivo fui reclutado durante una leva forzosa, una experiencia que me permitió ver de cerca cómo los códigos y prejuicios sociales operan entre los miembros de las Fuerzas Armadas y en la propia institución.

Hace más de 30 años Quito tenía una segmentación social muy clara. Las clases medias altas y altas vivían mayoritariamente al norte, mientras el centro y el sur de la ciudad eran más diversos. El día de actos me encontraba en la estación de autobuses, que quedaba en el centro, cuando una patrulla nos reunió a todos los hombres jóvenes y, al pedirnos la documentación militar y no tenerla, fui reclutado. Ser uno de los primeros me permitió sentarme detrás de los encargados y escuchar todos sus comentarios, que fueron haciendo patentes sus prejuicios a lo largo del recorrido y en función de los chicos a los que perseguían para reclutar. Y digo "perseguían" porque, a partir de ese momento, el bus en el que íbamos se detenía cada vez que las personas a cargo decidían que el joven o grupo de jóvenes que se cruzaba cuadraba en sus parámetros para ser movilizado por edad o por la "pinta". Muchos de ellos, al ver a los militares, salían corriendo. Mientras alguno pudo escapar, mezclándose entre las personas que estaban en el mercado, los que intentaron huir sin conseguirlo terminaron vejados e insultados.

La jornada se hizo larga porque no completaban el número de reclutas que tenían como objetivo y, de todas las cosas raras que vi, una de las que más llamó mi atención fue que el bus militar nunca cruzó la Avenida Patria. ¿Y qué tiene eso de raro? Esa avenida que cruza Quito a lo ancho era en ese momento una especie de límite simbólico que dividía el norte del centro y el sur, o sea, los militares nunca cruzaron a la zona donde vivían las clases medias y altas con el fin de reclutar jóvenes para el servicio militar obligatorio, a pesar de que, me consta, la casi totalidad de los que allí vivían no lo había hecho.

Pero la cosa no terminó ahí. Al llegar al cuartel, un oficial de más alto grado ordenó que avisaran "a los que les van a sacar para que no nos hagan perder el tiempo". Es decir, daba por sentado que algunos de los reclutados tenían contactos con influencia para eximirles de cumplir su deber con la patria. Yo fui cauto y prudente durante todo el proceso y evité cualquier confrontación. El militar a cargo de mi registro me preguntó por mis estudios, a qué universidad iba y cuál era mi dirección, entre otros datos. Al terminar, me dijo directamente: "A usted lo van a sacar". Para evitar responder directamente, no sabiendo qué sería lo correcto, recurrí a una serie de eufemismos y le hablé de los exámenes que tenía que realizar en la universidad y de las dificultades que me generaría quedar acuartelado. Me escuchó sin mayor atención y mi expediente quedó a un lado.

Quienes lean esto pensarán que no resulta extraño que los militares compartan los mismos prejuicios clasistas y racistas de la sociedad de la que forman parte, pero esos estereotipos no son inocentes y pueden ser letales como demuestra lo ocurrido estos días en la ciudad de Guayaquil, donde han desaparecido cuatro personas en un operativo militar. Se trata de Steven Gerald Medina Lajones, de 11 años, Nehemías Saúl Arboleda Portacarrero, de 15, y de los hermanos Josué Didier e Ismael Eduardo Arroyo Bustos, de 14 y 15 años respectivamente.

Según el testimonio de la familia, los chicos salieron a jugar al fútbol y no volvieron. Se sabe a ciencia cierta que fueron capturados por un grupo de militares que participaban en los operativos de control a la delincuencia en el marco de la declaratoria de conflicto interno y emergencia que hizo el presidente Daniel Noboa.

En un video que se ha hecho público se ve cómo golpean a uno de los niños mientras otro levanta las manos asustado antes de que lo suban a un vehículo militar. Las primeras versiones oficiales trataron de criminalizarlos, si bien luego se demostró que no formaban parte de estructura criminal alguna ni tenían ningún tipo de antecedentes. Entonces, ¿qué les hacía sospechosos? Simple y llanamente que eran "negros" que estaban cerca de donde supuestamente se había robado una cartera y eso, para una sociedad que ha racializado el delito, es suficiente.

Es desgarrador ver a sus valientes familias –a las que doy toda mi solidaridad– buscando a sus niños. Gracias a ellas y al apoyo social y político que han tenido ante el horror de los hechos, ya sabemos que los militares los capturaron y los llevaron a una base militar para luego liberarlos desnudos en medio de una carretera lejos de sus casas. Uno de los chicos consiguió hablar por teléfono con su padre y le dijo lo que les había pasado. Después, no se ha vuelto a saber nada de ellos. Se sospecha que los cuatro cadáveres que se encontraron quemados en la proximidad de la base militar podrían ser ellos.

No podemos creer que la delincuencia se soluciona aterrorizando a grupos poblacionales que comparten hábitat con miembros de organizaciones criminales

No se puede justificar ningún crimen en nombre de la crisis de seguridad que vive el país, ni podemos deshumanizar a las personas como se hizo con el eufemismo de los "falsos positivos" que trataba de ocultar las muertes de inocentes en Colombia. No se puede asumir que los afroecuatorianos, por el simple hecho de serlo y por vivir en barrios conflictivos, son sospechosos, pues sus zonas de residencia tienen más que ver con sus condiciones socio económicas que con sus vínculos con mafias. Y, sobre todo, no podemos creer que la delincuencia se soluciona aterrorizando a grupos poblacionales que comparten hábitat con miembros de organizaciones criminales.

La pantomima de la mano dura sirve para retomar la sensación de control por parte del Estado que perdió la batalla contra esas complejas organizaciones criminales. En el caso del Ecuador está claro que la violencia se disparó debido al tráfico de cocaína, producto que genera colosales ganancias gracias a su ilegalidad. Es ahí donde debe trabajar el gobierno si quiere realmente detener el crimen organizado, aunque me temo que la voluntad para atacar la causa del problema choca con los intereses de un producto que, entre otras cosas, engorda el sistema financiero de paraísos fiscales y hace ricos a los lavadores de dinero, muchos de ellos señores muy distinguidos con MBA de universidad cara en el extranjero. De ellos es gran parte de la responsabilidad del terror social, no de pillos o carteristas, menos aun de niños y adolescentes cuyo delito es el color de su piel y vivir donde viven.


Francisco Sánchez es director de Instituto de Iberoamérica de la Universidad de Salamanca. Aquí puede leer los artículos que ha publicado en El Independiente.