El funcionario es ese ser gobernado sólo por un reloj ciclópeo y kafkiano que marca horarios y trienios con la exactitud cósmica de un cuásar, de manera que cuando el funcionario sale en las noticias es sólo porque algo no funciona bien en ese reloj. Al funcionario todo lo que le puede pasar es que a ese reloj con relojero real y fuero real de repente le falten horas o días, cosa que trastoca todo su exactísimo universo; o que le falten complementos o extras, cosa que hace que el reloj y el funcionario se queden blandos, caldosos y mustios como los relojes de Dalí, que a lo mejor se inspiró en los
funcionarios, esos funcionarios con bigotes como manecillas. También lo de Muface es una avería en ese reloj mitológico del funcionario, cuyas agujas han tomado forma de guadaña del dios Cronos. No es que todos los funcionarios se vayan a morir ahora, sino que sin Muface se convertirían en simples mortales, de los que tienen que ir a la Seguridad Social siguiendo la cola de señoras con radiografía como la cola de Medinaceli de señoras con escapulario. Esa cola que, sobre todo, no tiene tiempo, o tiene un tiempo humano, común, sin bula, que es lo que mata al funcionario.

El funcionario es ese príncipe de lo público que sólo obedece a ese dios totémico creador del desayuno ritual, del horario exactísimo, de los festivos inalterables, de los graciosos moscosos y de las subidas de sueldo periódicas y matemáticas como los equinoccios. El príncipe de lo público defenderá siempre lo público, entendiendo lo público, por supuesto, como lo suyo, o sea esa particular mecánica celeste de su reloj, de sus oficinas, de sus maitines y de su necesidad, y no como el propio servicio público o el interés común. A veces defenderá también al partido que lo tiene de comisario político en lo público, pero eso ya correspondería a otro artículo. El caso es que el príncipe de lo público, con su reloj luisino lleno de orbes, campanitas y angelotes de lo público, lo que tenía con Muface era sanidad privada. Sanidad privada, eso sí, pagada en gran parte (81%) por el Estado.

El funcionario, al menos el funcionario civil del Estado, resulta que era el campeón de lo público hasta que le daba el lumbago, que entonces era como un aristócrata con palanquín en la privada. Y esta contradicción fundamental a mí me parece que hay que mirarla antes que las cuentas. O sea, antes de considerar si nos sale más barato o más gracioso tener a los príncipes de lo público con sanidad privada pagada por nuestros impuestos, o bien tenerlos compitiendo con la chusma currelante en las urgencias o en la radiografía de luto de nuestras eternas señoras de luto del seguro. Está claro que si el
funcionario se acababa acogiendo a Muface, que ya suena a realeza, como a rey león, es porque veía ventajas sobre la sanidad plebeya de los demás, siempre un poco más mortales que ellos. Estas ventajas se entienden mucho mejor, sobre todo entre ciertos funcionarios manifestantes y penitentes, si las llamamos privilegios. O sea, que estamos hablando de tener privilegios en un servicio esencial como es la sanidad.

Muface puede hundirse porque a las aseguradoras ya no les sale a cuenta la sanidad principesca, que está llena de viejos con la columna en forma de sillón, y no porque el concepto de lo principesco en lo público haya colapsado

Muface, al menos hasta ahora, le salía al Estado más barato que tener a los funcionarios en la sanidad plebeya, peleándose por los ibuprofenos, lo que nos lleva a preguntarnos por qué no nos metían a todos los españoles en Muface, y así todos contentos y principescos. O sea, por qué no se concertaba toda la sanidad, que es algo que parece peligroso sólo de formular, casi un anatema, hasta que nos damos cuenta de que es lo que defendía la izquierda funcionarial, funcionarizada y principesca. Pero ya ven que resulta duro, hasta para los más puros de espíritu y de ideología, renunciar a los privilegios. Sobre todo si interesa mantener contentos a esos funcionarios que luego te hacen las campañas políticas sin quitarse el estetoscopio, que así parece que el gobernante derechón se lo ha quitado directamente del pechito a un niño tuberculoso.

Sin embargo, el pensamiento realmente peligroso no es por qué hay una izquierda principesca y unos funcionarios señoritones, que eso no es ninguna novedad, sino por qué la sanidad plebeya sale más cara que la principesca. Por supuesto, es por la política. Por lo que se lleva la política, por lo que hay de saqueo a lo público tras el servicio público, algo que se jalea y se pancartea como la misma cosa y no lo son. Sólo hay que mirar la DANA, que es el terrible ejemplo de un inmenso, orgulloso y flameante aparato público que luego se revela impotente o inútil. Lo público tiene que ser el buen funcionamiento de lo público, no puede ser sólo el letrero de lo público, ni el presupuesto de lo público, ni el señor funcionario con privilegios de señor conde. Sí, los funcionarios enseguida te dicen “haber aprobado unas oposiciones”, pero eso es un poco como el señor conde que te dice “haber ganado aquella batalla”, o “haber servido fielmente al virreinato”. Con la diferencia de que ser conde ya no te proporciona ningún privilegio y aprobar el examen de cartero por lo visto todavía sí. Me refiero a privilegios en servicios básicos, algo que yo considero incompatible con la igualdad.

Muface puede hundirse porque a las aseguradoras ya no les sale a cuenta la sanidad principesca, que está llena de viejos con la columna en forma de sillón, y no porque el concepto de lo principesco en lo público haya colapsado. De hecho, seguro que Sánchez hace otra oferta para que lo principesco siga siendo principesco y el funcionariado siga siendo mitológico. El funcionario, en fin, aún no está destronado. Eso sí, aprovechando que vuelve a quejarse porque algo no va bien en ese reloj suyo con algo de dios y de manómetro (lo único que le importa al funcionario), a ver si nos replanteamos lo público, que no es sólo lo pagado por el Estado sino lo común y lo útil. Lo público es que lo público funcione y sirva, no que los funcionarios sean felices a la sombra eterna de su reloj y del Estado como a la sombra de aquel platanero del aria de Händel. Ombra mai fu también suena, como Muface, selvático y regio.